la realidad del Antiguo Régimen, que solo en los últimos tiempos se han comenzado a revisar. El concepto de «monarquía absoluta», si damos a la palabra absoluto el sentido conceptual que le confirió Hegel ya en plena Edad Contemporánea, resulta sorprendentemente inadecuado si lo aplicamos a los reales poderes monárquicos o estatales anteriores a la Revolución. Por otra parte, la disparidad entre la teoría y la práctica llega a extremos que es preciso comprender para asumir la realidad vital del Antiguo Régimen. Afirmaciones como la de que «la voluntad del rey es la ley» —que no se formularon en todas partes o en todo momento, pero que en determinados casos se formularon— no fueron efectivas porque el rey no quiso, y, más aún, no pudo, llevarlas a la práctica. Los medios del Antiguo Régimen son, por paradójico que parezca en un principio, incomparablemente más limitados que los del Nuevo. En el Antiguo Régimen era fácil eludir el servicio militar, o el pago de los impuestos, desobedecer un real decreto, atravesar una frontera prohibida, comerciar con un país enemigo, escapar a la justicia o cambiar de nombre. Faltaban información y órganos de vigilancia. Faltaban también —y esto es un rasgo negativo— organismos lo suficientemente eficaces para evitar la comisión de abusos por parte de los gobernantes, cuando estos se producían.
En el Antiguo Régimen se daban formas de intolerancia que hoy consideraríamos indignantes; pero este hecho no parece que dependiera, o al menos que dependiera exclusivamente, de la voluntad de los más responsables; sino que obedece en su forma más visible a una actitud que se encontraba entonces muy impresa en las mentalidades colectivas. El hombre del Antiguo Régimen estaba completamente seguro de una serie de verdades eternas, y casi igualmente seguro de una serie de otras verdades que hoy nos parecerían discutibles —o en casos falsas—, pero en torno a las cuales se había consagrado una especie de consenso universal, o, como se decía entonces, de «sentido común».
Lo religioso impregnaba profundamente las conciencias y las costumbres colectivas, aunque no siempre los comportamientos individuales. Significaba para las sociedades occidentales —y para otras sociedades también— el acatamiento a un principio superior a toda discusión o a toda contestación, que hacía sentirse al hombre, por orgulloso o prepotente que fuera, por debajo de una instancia suprema a la que estaba reservado el último juicio. Los principios morales se basaban en una perfecta conjunción de la Ley Natural con la Ley Divina, que venía a confirmarla o explicitarla. Las conductas debían ajustarse a esa ley, que se presentaba tan clara a los ojos de los hombres, que no tenía siquiera sentido discutirla.
En el plano político, el Rey aparecía como la encarnación de uno de esos principios naturales; así como corresponde al orden de la naturaleza que el padre sea el cabeza de familia, también el monarca, padre de sus súbditos, personifica una institución natural que asegura el buen orden de la sociedad. La devoción monárquica de los hombres del Antiguo Régimen, difícilmente concebible hoy, no significaba el acatamiento a la tiranía o la arbitrariedad, puesto que el rey estaba moralmente más obligado que nadie a ser justo y benefactor; pero conllevaba por lo general un respeto que no era una simple formalidad, sino la admisión de una autoridad de orden natural que se imponía por sí sola. La condición «paternal» del monarca hacía que en el sentimiento común se le considerase bondadoso. Todas las revueltas operadas en el Antiguo Régimen —por lo general limitadas, excepto en el caso de Inglaterra— enarbolaban como lema más común el de «viva el rey, muera el mal gobierno».
También el Antiguo Régimen considera de orden natural la división de la sociedad en «estados» o estamentos, de suerte que en ella unos enseñan, otros defienden y otros trabajan (clero, nobleza y estado llano). En principio, cada orden ayuda a los demás en su ámbito y es ayudado por los demás en sus carencias. Es una división teoricamente funcional, basada directa o indirectamente en la República de Platón, pero que, por degenerar con rapidez en situaciones de privilegio, fue la primera estructura que resultó criticada. Con todo, no existe en el Antiguo Régimen una clara conciencia de la lucha o rivalidad de clases: por el contrario, la lucha de clases ha sido específica, al menos durante los siglos XIX y XX, del Nuevo Régimen.
La economía no dejaba de tener sus reglas, basadas en principios éticos o de solidaridad social, aunque casi nunca tomados con excesiva rigidez. Una tasa de interés o un margen de beneficios superior al 10 por 100 se consideraba un abuso o incluso un pecado. Las formas corporativas de trabajo (gremios, hansas, guildas) trataban de evitar enriquecimientos especulativos y de lograr un mejor reparto de beneficios. Las corporaciones económicas, sometidas a severos reglamentos, impedían por lo general que sus individuos se enriquecieran en exceso, o bien que se murieran de hambre. Bajo las formas del Antiguo Régimen era difícil imaginar una revolución industrial, que solo empezó a insinuarse conforme aquellas normas fueron decayendo.
Con todo, el Antiguo Régimen no se caracteriza por el equilibrio socioeconómico. En una época en que el sector agrario predominaba con gran diferencia sobre los demás, la posesión de la tierra era a la vez signo de distinción social y de riqueza. De ahí la concentración de la propiedad, no de una manera absoluta, pero sí considerable, en manos de las clases privilegiadas.
En el Antiguo Régimen había —como hubo luego en el Nuevo— grandes diferencias entre ricos y pobres; sí existía un cierto sentido de solidaridad que se manifestaba en instituciones asistenciales —escuelas, hospicios, hospitales, asilos, comedores gratuitos— sostenidas generalmente por la Iglesia; pero también por otras instituciones: nobleza, municipios, gremios, fundaciones. No por eso, ni por el hecho de que no hubiese conflictos propiamente dichos, hay motivos para hablar de un orden social justo. Con todo, la propagada revolucionaria, convertida muchas veces en un tópico hasta fines del siglo XX, nos ha pintado un Antiguo Régimen ominoso, opresor, tiránico o arbitrario. Muchos de estos tópicos han comenzado a ser matizados o reducidos a sus justos términos, sobre todo a partir de 1989.
La época de las revoluciones
Entre 1789, año en que estalla la Revolución francesa y se proclama la Constitución de los Estados Unidos, y 1825, en que, después de la batalla de Ayacucho toda América se hace independiente, se opera la Gran Revolución, esto es, el paso del Antiguo al Nuevo Régimen. En unos casos, como el americano, se trata de un movimiento de emancipación respecto de la antigua metrópoli; en otros, como el francés, de un hecho subversivo, violento y sangriento; hay casos de una revolución pacífica, al menos inicialmente, como la española; y hasta puede registrarse una simple evolución sin traumas graves, como ocurre en Inglaterra. En todo caso, se trata del paso a un Nuevo Régimen, caracterizado
a) en lo ideológico, por el pluralismo. La libertad de pensar, ya sin principios absolutos indiscutibles, da lugar a formas de pensamiento muy distintas entre sí, que han de coexistir mediante la virtud de la tolerancia;
b) en lo político, el liberalismo —más tarde la democracia—, caracterizados por la división de poderes, la residencia del legislativo en una asamblea elegida por el pueblo o parte de él, una constitución, unos derechos de los ciudadanos oficialmente reconocidos, un mayor grado de libertad formal, y, de hecho, la existencia de distintos partidos políticos;
c) en lo institucional, la racionalización y por lo general la unificación o centralización de las instituciones y de la administración, en contraste con la variopinta realidad del Antiguo Régimen;
d) en lo social, la desaparición del estado de órdenes o estamentos, de suerte que en adelante todos los ciudadanos serán iguales ante la ley, poseerán los mismos derechos y estarán obligados a los mismos deberes. Sin embargo, el uso de la propia libertad, sobre todo en el campo económico, pero no solo en él, hará que unos ciudadanos destaquen más que otros, o lleguen más lejos que otros, estableciéndose un sistema de clases sociales, o clasismo, un fenómeno tal vez no deseado por los primeros revolucionarios, pero evidente por lo menos durante los doscientos años que siguen a la revolución;
e) y en lo económico, el liberalismo o librecambismo, como empezó a llamársele (hoy esta expresión se utiliza solamente para el comercio exterior), caracterizado por la total libertad para producir, vender, comprar (lo que implica también libertad de precios), transportar, introducir, y contratar. Y gracias a la ley de bronce de la oferta y la demanda, «dejar que la libertad corrija a la misma libertad», es decir, que el equilibrio se alcance por sí