Étienne Gilson

El espíritu de la filosofía medieval


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a este respecto se imponen dos observaciones. Primeramente, no se pide que se admita que el orden del mundo sea un orden perfecto; lejos de eso; aun cuando la suma de desorden aventajara en mucho a la del orden, con tal que quedara solo una ínfima parte de orden, habría que investigar la causa. En segundo lugar, no se pide al espectador que se enternezca sobre la maravillosa adaptación de los medios a los fines y de detallar las sutilezas con la ingenuidad de un Bernardino de Saint-Pierre. Que el finalismo se haya desacreditado científicamente por la buena voluntad un tanto boba de algunos de sus representantes, es cosa cierta; pero la prueba por la finalidad no es solidaria de los errores de aquellos. Para que esta obre, basta admitir que el mecanismo físico-biológico sea un mecanismo orientado. E inmediatamente salta la pregunta: ¿de dónde proviene esa orientación del mecanismo? El yerro de los filósofos que se plantean este interrogante reside en que no siempre disciernen que este recubre dos preguntas. Una, que no conduce a nada, consiste en buscar la causa de las “maravillas de la naturaleza”; pero, aun suponiendo que no se equivoquen a propósito de esas maravillas —y se equivocan a menudo— no se puede en ningún caso ir más allá de la concepción de un ingeniero jefe del universo, cuyo poder, tan sorprendente para nosotros como el del civilizado para el no civilizado, sería sin embargo un poder del orden humano. A este finalismo es al que se opone el mecanismo de Descartes, y es él quien lo justifica. Fabricar un animal puede ser difícil, pero nada prueba a priori que sea cosa propia de la naturaleza de un animal el no poder ser fabricado. Descartes mismo, ese profeta del maquinismo, estimaba que por lo menos se requeriría un ángel para fabricar máquinas volantes: hoy comprobaría que los hombres las fabrican en serie con una facilidad y una seguridad aumentadas sin cesar. El nudo de la cuestión no está ahí; y la verdadera pregunta es la segunda. Así como la prueba por la finalidad no considera a Dios como el ingeniero jefe de esta vasta empresa, igualmente la prueba por el primer motor no considera a Dios como la Central de energía de la naturaleza. Lo que se pregunta exactamente es, si hay orden, ¿cuál es la causa del ser de ese orden? La famosa comparación del relojero no tiene sentido a menos que se trascienda el plano del hacer para alcanzar el del crear. Así como todas las veces que comprobamos un arreglo debido al arte, inducimos la existencia de un artífice, única razón suficiente concebible de ese arreglo, así también, cuando comprobamos, además del ser de las cosas, el de un orden entre las cosas, inducimos la existencia de un ordenador supremo. Pero lo que tomamos en consideración, en ese ordenador, es la causalidad por la cual confiere el ser al orden; esto nos interesa mucho más que la ingeniosidad de un ordenamiento cuya naturaleza, demasiado a menudo y quizá siempre, se nos escapa. Descartes no deja de tener razón al chancearse de los que, pretendiendo introducirse en el consejo de Dios, se ponen a legislar en su nombre; pero, no hay necesidad de violar los secretos de su legislación para conocer su existencia. Nos basta con que haya una existencia; pues si ella es, lo es del ser, es decir, ya sea de lo contingente, que no se explica por sí mismo, ya sea de lo necesario, que suficiente por sí, basta al mismo tiempo a dar razón de lo contingente que de ello deriva.