menos plantear, si queremos preparar una discusión de la noción de filosofía cristiana que se apoye en bases serias, y, caso de que existiera una realidad histórica correspondiente, hacer su definición.
Pero ¿existe esa realidad histórica? ¿Es siquiera concebible que haya existido? Buenos historiadores la han negado, fundándose en el carácter exclusivamente práctico y extraño a toda especulación del cristianismo primitivo. Harnack hizo mucho por difundir esta idea, y después la encontramos frecuentemente en autores muy distintos. El desarrollo de estas lecciones mostrará bastante lo que pienso de ello; por el momento solo quiero eliminar la cuestión previa que se plantea y levantar la especie de entredicho con que aquella se opone a toda empresa del género de la que voy a intentar.
¿Qué se pretende decir al afirmar que el cristianismo no es nada “especulativo” cuando se le considera en sus comienzos? Si con ello se entiende que el cristianismo no es una filosofía, nada es más evidente; pero si se quiere sostener que, aun en el terreno propiamente religioso, el cristianismo no comportaba ningún elemento “especulativo” y se limitaba a un esfuerzo de ayuda mutua, a la vez espiritual y material, en las comunidades[12], quizá sea ir más allá de cuanto la observación histórica permite afirmar. ¿Dónde hallaríamos ese cristianismo práctico ajeno a toda especulación? Para encontrarlo deberíamos ir más allá de san Justino y eliminar de la literatura cristiana primitiva bastantes páginas de los Padres Apostólicos; suprimir la 1.a Epístola de Juan con toda la mística especulativa de la Edad Media, cuyos principios asienta; desechar la predicación paulina de la gracia, de la que pronto nacerá el agustinianismo; suprimir el Evangelio de san Juan, con la doctrina del Verbo contenida en el Prólogo; sería menester remontarse más allá de los Sinópticos, y negar que el propio Jesús enseñó la doctrina del Padre Celestial, predicó la fe en un Dios providencia, anunció a los hombres la vida eterna en el Reino que no tendrá fin; habría que olvidar sobre todo que el cristianismo primitivo estaba tanto más estrechamente unido al judaísmo cuanto más primitivo era. Ahora bien: la Biblia contenía una multitud de nociones sobre Dios y el gobierno divino, que, sin tener carácter propiamente filosófico, solo esperaban un terreno propicio para enunciarse explícitamente en consecuencias filosóficas. El hecho de que no haya filosofía en la Escritura no autoriza, pues, a sostener que esta no puede haber ejercido ninguna influencia en la evolución de la filosofía. Para que la posibilidad de semejante influencia fuera concebible, basta con que la vida cristiana haya contenido desde sus orígenes tanto elementos especulativos como elementos prácticos, aun cuando esos elementos especulativos solo fuesen tales en un sentido propiamente religioso.
Si, desde el punto de vista de la historia, nada se opone al intento de semejante estudio, podemos añadir que tampoco es absurdo a priori desde el punto de vista de la filosofía. Nada; ni siquiera la secular querella que libran ciertos agustinianos y ciertos tomistas. Si estos no se entienden es porque, bajo el mismo nombre, trabajan por resolver dos problemas diferentes. Los tomistas aceptarán la solución agustiniana del problema el día que los agustinianos reconozcan que, aun en un cristiano, la razón es esencialmente distinta de la fe, y la filosofía, de la religión. San Agustín mismo lo reconoce; de modo que admitir una distinción tan necesaria es propia de agustiniano. Inversamente, los agustinianos aceptarán la solución del problema cuando los tomistas reconozcan que, en un cristiano, la razón es inseparable de la fe en su ejercicio; el propio santo Tomás lo reconoce; nada se opone, pues, a que un tomista adopte esta posición. Si esto es así, aun cuando no sepamos todavía en qué consiste la filosofía cristiana, esta aparece como no siendo teóricamente contradictoria. Hay por lo menos un plano en el cual no es imposible: el de las condiciones de hecho en que se ejercita la razón del cristiano. No hay razón cristiana, pero puede haber un ejercicio cristiano de la razón. ¿Por qué rehusaríamos a priori admitir que el cristianismo haya podido cambiar el curso de la historia de la filosofía, abriendo a la razón humana, por medio de la fe, perspectivas que aquella no había descubierto aún? Este es un hecho que puede no haberse producido, pero nada autoriza a afirmar que no puede haberse producido. Y aun podemos ir más allá: hasta decir que una simple mirada por la historia de la filosofía invita a creer que ese hecho se ha producido realmente.
Razón es que se vincule el impulso de la filosofía clásica del siglo XVII al desarrollo de las ciencias positivas en general y de la física matemática en particular. Es justamente por lo que el cartesianismo se opone a las metafísicas de la Edad Media. Pero ¿por qué no preguntarse más a menudo en qué se opone el cartesianismo a las metafísicas griegas? No se trata de hacer de Descartes un “filósofo cristiano”, pero ¿se atreverán a sostener que la filosofía moderna sería exactamente lo que ha sido, de Descartes a Kant, si no se hubiesen interpuesto “filosofías cristianas” entre el fin de la época helenística y el comienzo de la era moderna? En otros términos: la Edad Media quizá no haya sido tan filosóficamente estéril como se dice, y tal vez se deban a la influencia preponderante ejercida por el cristianismo en el transcurso de ese período algunos de los principios directores en que la filosofía moderna se ha inspirado. Examínese sumariamente la producción filosófica de los siglos XVII, XVIII y aun XIX, y se discernirán inmediatamente caracteres que parecen de difícil explicación si no se toma en cuenta el trabajo de reflexión racional desarrollado por el pensamiento cristiano entre el fin de la época helenística y el comienzo del Renacimiento.
Abramos, por ejemplo, las obras de René Descartes, el reformador filosófico por excelencia, de quien Hamelin se atrevía a escribir que «se coloca después de los antiguos, casi como si nada hubiese entre ellos y él, con excepción de los físicos». ¿Qué debemos entender por ese casi? Pudiéramos en primer lugar recordar el título de sus Meditadones acerca de la metafísica «donde la existencia de Dios y la inmortalidad del alma quedan demostradas». Podríamos recordar una vez más el parentesco de sus pruebas de la existencia de Dios con las de san Anselmo y aun las de santo Tomás. No sería imposible mostrar lo que su doctrina de la libertad debe a las especulaciones medievales sobre las relaciones de la gracia y del libre arbitrio, problema cristiano por excelencia[13]. Pero quizá sea suficiente indicar que todo el sistema cartesiano está supeditado a la idea de un Dios todopoderoso, que en cierto modo se crea a sí mismo, y con mayor razón crea las verdades eternas, inclusive las matemáticas, crea el universo ex nihilo y lo conserva en el ser por una creación continua de todos los instantes, sin la cual todas las cosas volverían a la nada de donde su voluntad las sacó. Pronto tendremos que preguntamos si los griegos conocieron la idea de creación; pero el solo hecho de que tengamos que preguntárnoslo sugiere irresistiblemente la hipótesis de que Descartes depende en esto directamente de la tradición bíblica y cristiana, y que, en su esencia misma, su cosmogonía no hace sino profundizar la enseñanza de sus maestros referente al origen del universo. Por lo demás, ¿qué es, en suma, ese Dios de Descartes: ser infinito, perfecto, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, que ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, y conserva todas las cosas por el mismo acto que las ha creado, sino el Dios del cristianismo, cuya esencia y atributos tradicionales se reconocen aquí tan fácilmente? Descartes afirma que su filosofía no depende en nada de la teología ni de la revelación; que todas las ideas de que parte son ideas claras e inteligibles, que la razón natural descubre en sí misma por poco que analice atentamente su contenido; pero ¿a qué se debe que esas ideas de origen puramente racional sean exactamente las mismas, en lo esencial, que las que el cristianismo había enseñado, en nombre de la fe y de la revelación, durante dieciséis siglos? Esta concordancia, sugestiva en sí misma, lo es aún más si se coteja el caso de Descartes con todos los casos análogos que le rodean.
Comparada con la de su maestro, la personalidad de Malebranche solo aparece en el segundo plano; sin embargo, no podemos dejar de tenerla en cuenta, para no hacer ininteligible la historia de la metafísica moderna. Su doctrina de la indemostrabilidad de la existencia del mundo exterior, combinada con la de la visión en Dios, prepara inmediatamente el idealismo de Berkeley; su ocasionalismo, que supone la imposibilidad de probar cualquier acción transitiva de una substancia sobre otra, prepara de seguida la crítica dirigida por Hume contra el principio de causalidad, y, por lo demás, basta leer a Hume para comprobar que tiene conciencia de seguir en eso a Malebranche. Trátase, pues, de un momento importante, quizá decisivo, en la historia de la filosofía moderna. Ahora bien: ¿a quién declara seguir Malebranche? A san Agustín, tanto como