Charles Dickens

Grandes Esperanzas


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remedio que cometer un robo en aquella casa para llevar al fugitivo de los marjales, quien tenía un hierro en la pierna, y por temor a aquel joven misterioso, una lima y algunos alimentos.

      —¡Ah! —exclamó la señora Joe dejando a “Thickler” en su rincón—. ¿De modo que en el cementerio? Pueden hablar de él, ustedes dos —uno de nosotros, por lo menos, no había pronunciado tal palabra—. Cualquier día me llevarán al cementerio entre los dos, y cuando esto ocurra, bonita pareja harán.

      Y se dedicó a preparar los cachivaches del té, en tanto que Joe me miraba por encima de su pierna, como si, mentalmente, se imaginara y calculara la pareja que haríamos los dos en las dolorosas circunstancias previstas por mi hermana. Después de eso se acarició la patilla y los rubios rizos del lado derecho de su cara, en tanto que observaba a la señora Joe con sus azules ojos, como solía hacer en los momentos tempestuosos.

      Mi hermana tenía un modo agresivo e invariable de cortar nuestro pan con manteca. Primero, con su mano izquierda, agarraba con fuerza el pan y lo apoyaba en su peto, por lo que algunas veces se clavaba en aquél un alfiler o una aguja que más tarde iban a parar a nuestras bocas. Luego tomaba un poco de manteca, nunca mucha, por medio de un cuchillo, y la extendía en la rebanada de pan con movimientos propios de un farmacéutico, como si hiciera un emplasto, usando ambos lados del cuchillo con la mayor destreza y arreglando y moldeando la manteca junto a la corteza. Hecho esto, daba con el cuchillo un golpe final en el extremo del emplasto y cortaba la rebanada muy gruesa, pero antes de separarla por completo del pan la partía por la mitad, dando una parte a Joe y la otra a mí.

      En aquella ocasión, a pesar de que yo tenía mucha hambre, no me atrevía a comer mi parte de pan con manteca. Comprendí que debía reservar algo para mi terrible desconocido y para su aliado, aquel joven aún más terrible que él. Me constaba la buena administración casera de la señora Joe y de antemano sabía que mis pesquisas rateriles no encontrarían en la despensa nada que valiera la pena. Por consiguiente, resolví guardarme aquel pedazo de pan con manteca en una de las perneras de mi pantalón.

      Advertí que era horroroso el esfuerzo de resolución necesario para realizar mi cometido. Era como si me hubiera propuesto saltar desde lo alto de una casa elevada o hundirme en una gran masa de agua. Y Joe, quien, naturalmente, no sabía una palabra de mis propósitos, contribuyó a dificultarlos más todavía. En nuestra franca masonería ya mencionada, de compañeros de penas y fatigas, y en su bondadosa amistad hacia mí, había la costumbre, seguida todas las noches, de comparar nuestro modo respectivo de comernos el pan con manteca, exhibiéndolos de vez en cuando y en silencio a la admiración mutua, lo cual nos estimulaba para realizar nuevos esfuerzos. Aquella noche, Joe me invitó varias veces, mostrándome repetidamente su pedazo de pan, que disminuía con la mayor rapidez, a que tomara parte en nuestra acostumbrada y amistosa competencia, pero cada vez me encontró con mi amarilla taza de té sobre la rodilla y el pan con manteca, entero, en la otra. Por fin, ya desesperado, comprendí que debía realizar lo que me proponía y que tenía que hacerlo del modo más difícil, atendidas las circunstancias. Me aproveché del momento en que Joe acababa de mirarme y deslicé el pedazo de pan con manteca por la pernera de mi pantalón.

      Sin duda, Joe estaba intranquilo por lo que se figuró que era falta de apetito y mordió pensativo su pedazo de pan, que en apariencia no se comía a gusto. Lo revolvió en la boca mucho más de lo que tenía por costumbre, entreteniéndose largo rato, y por fin se lo tragó como si fuera una píldora. Se disponía a morder nuevamente el pan y acababa de ladear la cabeza para hacerlo, cuando me sorprendió su mirada y vio que había desaparecido mi pan con manteca.

      La extrañeza y la consternación que obligaron a Joe a detenerse, y la mirada que me dirigió, eran demasiado extraordinarias para que escaparan a la observación de mi hermana.

      —¿Qué ocurre? —preguntó con cierta elegancia, mientras dejaba su taza.

      —Oye —murmuró Joe, mirándome y meneando la cabeza con aire de censura—. Oye, Pip. Te va a hacer daño. No es posible que hayas mascado el pan.

      —¿Qué ocurre ahora? —repitió mi hermana, con voz más seca que antes.

      —Si puedes devolverlo, Pip, hazlo —dijo Joe, asustado—. La limpieza y la buena educación valen mucho, pero, en resumidas cuentas, vale más la salud.

      Mientras tanto, mi hermana, que se había encolerizado ya, se dirigió a Joe y, agarrándolo por las dos patillas, le golpeó la cabeza contra la pared varias veces, en tanto que yo, sentado en un rincón, miraba muy asustado.

      —Tal vez ahora me harás el favor de decirme qué sucede —exclamó mi hermana, jadeante—. Con esos ojos pareces un cerdo asombrado.

      Joe la miró atemorizado; luego dio un mordisco al pan y volvió a mirarla.

      —Ya sabes, Pip —dijo Joe con solemnidad y con el bocado de pan en la mejilla, hablándome con voz confidencial, como si estuviéramos solos—, ya sabes que tú y yo somos amigos y que no me gusta reprenderte. Pero... —y movió su silla, miró el espacio que nos separaba y luego otra vez a mí—, pero este modo de tragar...

      —¿Se ha tragado el pan sin mascar? —exclamó mi hermana.

      —Mira, Pip —dijo Joe con los ojos fijos en mí, sin hacer caso de la señora Joe y sin tragar el pan que tenía en la mejilla—. Cuando yo tenía tu edad, muchas veces tragaba sin mascar y he hecho como otros muchos niños suelen hacer, pero jamás vi tragar un bocado tan grande como tú, Pip, hasta el punto en que me asombra que no te hayas ahogado.

      Mi hermana se arrojó hacia mí y me tomó por el cabello, limitándose a pronunciar estas espantosas palabras:

      —Ven, que vas a tomar el medicamento.

      En aquellos tiempos algún asno médico había recetado el agua de alquitrán como excelente medicina, y la señora Joe tenía siempre una buena provisión en la alacena, pues creía que sus virtudes correspondían a su infame sabor. Muchas veces se me administraba una buena cantidad de este elixir como reconstituyente ideal, y, en tales casos, yo salía apestando como si fuera una valla de madera alquitranada. Aquella noche la urgencia de mi caso me obligó a tragarme un litro de aquel brebaje, que me echaron al cuello para mayor comodidad, mientras la señora Joe me sostenía la cabeza bajo el brazo, del mismo modo como una bota queda sujeta en un sacabotas. Joe se tomó también medio litro, y tuvo que tragárselo muy a su pesar, por haberse quedado muy triste y meditabundo ante el fuego a causa de la impresión sufrida. Y, a juzgar por mí mismo, puedo asegurar que la impresión la tuvo luego aunque no la hubiera tenido antes.

      La conciencia es algo espantoso cuando acusa a un hombre, pero cuando se trata de un muchacho, y además de la pesadumbre secreta de la culpa, hay otro peso secreto a lo largo de la pernera del pantalón, es, según puedo atestiguar, un gran castigo. El conocimiento pecaminoso de que iba a robar a la señora Joe —desde luego, jamás pensé en que iba a robar a Joe, porque nunca creía que le perteneciera nada de lo que había en la casa—, unido a la necesidad de sostener con una mano el pan con manteca mientras estaba sentado o cuando me mandaban que fuera a uno a otro lado de la cocina a ejecutar una pequeña orden, me quitaba la tranquilidad. Luego, cuando los vientos del marjal hicieron resplandecer el fuego, creí oír fuera de la casa la voz del hombre con el hierro en la pierna que me hiciera jurar el secreto, declarando que no podía ni quería morirse de hambre hasta la mañana, sino que deseaba comer enseguida. También pensaba, a veces, que aquel joven a quien con tanta dificultad contuvo su compañero para que no se arrojara contra mí tal vez cedería a una impaciencia de su propia constitución o se equivocaría de hora, creyéndose ya con derecho a mi corazón y a mi hígado aquella misma noche, en vez de esperar a la mañana siguiente. Y si alguna vez el terror ha hecho erizar a alguien el cabello, esta persona debía de ser yo aquella noche.

      Pero tal vez nunca se erizó el cabello de nadie.

      Era la vigilia de Navidad, y yo, con una varilla de cobre, tenía que menear el pudín para el día siguiente, desde las siete hasta las ocho, según las indicaciones