Alfonso Hernandez-Cata

El alma de los muertos


Скачать книгу

del aire. Las luces brillaban con alucinante intensidad. El contorno de todas las cosas adquiría durezas cortantes. Había en el aire algo de cristalino, de frágil. Las puertas, cerradas, ponían entre las casas y las calles una barrera de egoísmo. ¿A quién acudir? A nadie. La ciudad no estaba menos desierta que el campo aquella noche en que debió morir para evitarse una triste vida sin objeto. Poco a poco, el miedo transformábalo en niño otra vez... ¿Y si rezase? No, ¿para qué? Las nubes, inagotablemente llenas de nieve, helarían también las plegarias, impidiéndolas llegar a Dios. Sonaron unas campanadas lentas, con vibración que se le comunicó a la carne. ¿Serían de un pueblo próximo? No, no estaba en el campo: estaba en la ciudad. Pero ¿por qué seguir andando? Las piernas casi no lo resistían. Muy poco pesaba su cuerpo; mas pesaba... Lo mejor era acurrucarse en un sitio cualquiera y seguir pensando en su niñez... ¡Ah, si siquiera tuviese un mendrugo! Cuatro días sin comer era demasiado... ¡Bah, el bálsamo del recuerdo hasta el hambre y las quemaduras del frío curaba!... Ya la ciudad no existía, ya el hambre no existía. Ahora su cuerpo, en fuerza de acurrucarse, habíase empequeñecido hasta el mismo tamaño de su alma. La nieve caía, caía... A lo lejos, las luces se agrupaban de dos en dos, por distantes que fueran, siempre de dos en dos. Ya no eran faroles; eran pupilas y, bajo de ellas, los dientes de los lobos de la ciudad rechinaban... El pasado y el presente fundíanse. Una dulzura, mitad aterrorizada, mitad curiosa, iba envolviéndolo. Los copos, impulsados por el viento, empezaron a oblicuar y a cubrirlo; pero al través de los copos veía la atmósfera límpida y las luces siniestras de los ojos... «Era inútil defenderse más... Que fuese lo que Dios quisiera...» Los lobos estaban en alto y él había caído a lo más hondo. No tenía armas, no tenía lumbre que encender... Cerró los ojos y se dispuso a esperar la muerte.

      Dos brazos lo estrecharon entonces; sintió un hálito tibio; y una voz mojada de lágrimas le susurró entre besos: «No tengas miedo de los lobos, hijo mío, que estoy yo aquí».

      LA MALA VECINA

      Nada más irónico y más veraz que aquel título escrito en letras moradas sobre el frontispicio: «La Siempreviva». «Sí —parecía pensar el dueño de la tienda mientras aserraba escrupulosamente los tablones—, llegarán los hombres a cambiar de costumbres, a relegar a lugar secundario los artículos que ahora parecen insustituibles, a suprimir usos y adoptar otros nuevos...; pero la muerte los aguardará siempre al final del camino, y yo ahora, mis hijos más tarde y mis descendientes hasta el juicio final podrán seguir haciendo ataúdes, vendiendo coronas y encargándose de llevar con decencia hasta el cementerio a todos los muertos del barrio...» Esto parecía meditar; mas, en realidad, el señor Juan no pensaba nada: dentro de su cráneo, las ideas jamás fueron grandes y rotundas, como su abdomen; ni agudas, como el pico de pelo que casi partíale en dos la frente, tan estrecha que semejaba entre las cejas y el pelo un río con márgenes frondosas. Esa incómoda secreción llamada pensamiento no lo importunó nunca; tres o cuatro bocetos de ideas, que le inculcaron de muchacho, le sirvieron para toda la vida; y por eso, cuando vinieron a proponerle que trasladara de sitio la funeraria, se enfurruñó, compró la casa con sus ahorros y dijo, apoyando su resolución con golpes de martillo sobre su banco de trabajo:

      —¿Conque mi tienda afea la calle? Pues fea será para toda la vida... Ya veremos si por causa de las coronas vienen o no a vivir inquilinos a mis pisos dándolos a buen precio.

      Y acudieron inquilinos. ¡No habían de acudir! La calle era una de esas vías estrechas, sórdidas, que, protegida por mil intereses, continúan su vida de mezquindad en el mismo corazón progresivo de las ciudades. El sol no bajaba nunca hasta sus charcos; y en los días de invierno parecía que los tejados de ambas filas de casas iban a unirse para formar un inmenso ataúd donde se enterrarían para siempre los pobres empleadillos de dos mil pesetas con sus vastas proles; las tenderas, sus parroquianas, que al cabo de llevar fiado días y días todo su alimento no llegaban a deberles dos duros; los perros famélicos, el lorito de la bodega y hasta los mismos ataúdes del señor Juan... Los inquilinos que llegaron cuadraban bien con la tristeza de la calle y con la insalubridad de la casa; eran una señora enlutada, con una hija ya moza y un niño de siete u ocho años. Al entrar en el portal y ver la funeraria al través de una ancha mirilla establecida por el señor Juan al adueñarse del inmueble, el niño se apretó contra su madre y suplicó:

      —Aquí no, mamaíta; vámonos...

      Pero su voz de sentimiento fue, como de costumbre, ahogada por la voz del cálculo. La madre pensaba, y sus dedos iban ayudando a la aritmética. Además había otros motivos... La calle no estaba lejos del almacén de ropas para donde ella cosía, y muy próximas abríanse las anchas avenidas bañadas de aire y alegres de luz, a donde podría llevar los domingos al hijo enfermo. Verdad que las dos únicas ventanas que miraban a la calle estaban cercenadas por el rótulo de la funeraria, y que asomándose a ellas se veían, antes que toda otra cosa, los ramos de siemprevivas tallados en madera; en cambio, el balcón del patio era algo mejor, pues si hacia abajo tropezaba siempre la vista con las «existencias» del señor Juan, hacia arriba, con solo sacar la cabeza, veíase un pedazo de cielo tan grande como un pañuelo que no lo fuese mucho. Y todo muy barato: seis duros al mes. Le quedaban otros ocho para comer, arreglarse un poco y cuidar de la salud del pequeño. Había que mudarse.

      ¡Pobre nene! Muy grave, muy rígida la boca, donde jamás debía anidar la risa; muy abiertos los ojos, como si comprendiesen que era preciso ver todo en poco tiempo, temblaba cada vez que se quedaba solo en el piso. ¡Pobre pequeño! ¿Por qué él, que no pudo hallar tras cada petición infantil las dádivas de la holgura y del mimo, insistió tanto para que dejaran la nueva casa? Su voz no era voz de niño cuando imploraba temblorosa:

      —¡No me dejes con la hermanita, mamá! Ven pronto. ¡Tengo miedo!

      Hasta en los días de sol la casa era sombría, y ráfagas húmedas iban solapadamente de una a otra puerta. Mientras la hermana arreglaba las camas y disponía la comida de modo que al volver del trabajo le bastasen a su madre unos minutos para terminarla, el niño la seguía, la entorpecía por el ansia de estar muy junto a ella. Ningún ruido de la calle, ni aun cuando pasaba algún carretón estremeciéndola toda y haciendo vibrar con trémolo metálico los vidrios, apagaba en su oído otro ruido, siempre igual, siempre amenazador, siempre seguro, cual si tuviese conciencia de que no le era necesario elevar el tono para imponerse; y este ruido era el producido por el señor Juan cepillando maderas y clavando ataúdes, que luego colocaba, orgulloso, contra una de las jambas de la puerta. Muchas de las veces trató el niño de asomarse y mirar a lo lejos el puesto de frutas, cuya alegría de color ofrecíale un oasis de luz, sin lograr retenerlo; a la tienda de ropas; a la barbería, donde se balanceaban dos bacías doradas...; pero todo era inútil: sus ojitos regresaban enseguida a mirar las coronas y las cajas oblicuadas contra la puerta, dentro de las cuales su imaginación obligábale a ver un cadáver, un cadáver borracho... Y un día, tal vez guiados por un funesto instinto, tal vez atraídos por maléfico imán, fueron a escrutar el interior de la tienda y vieron una caja muy pequeña, forrada de blanco, con una desmesurada cruz abrazándola. ¿Para qué estaba allí? ¿Por qué su madre lo dejaba solo? ¿Se iría él a morir? ¿Por qué le daban las gotas amargas y no lo llevaban al campo, junto al mar, según había dicho el médico también? En la penumbra de su mente se atropellaban las interrogaciones. El temor distendió sus nervios, y la fiebre, ausente muchos días, volvió a consumirle. Eran inútiles los cuentos, las dulces palabras; su almita no podía separarse del miedo que soplaba sobre ella como sobre una luz, y si a veces se alejaba un instante distraído por el murmurio de la tierna salmodia maternal, retornaba súbitamente, porque cualquier detalle, el más fútil, le servía para ver la tienda lóbrega, los ataúdes negros, y, sobre todo, el pequeñito galoneado de gris, que desde hacía poco estaba destapado, cual si esperase a alguien.

      —Vamos, amor, duerme... Ya verás como hoy no sueñas nada... Mira, sigue el cuento: la princesita iba por la vereda de la mano del hada; como el cielo se había empezado a caer por los bordes, mil geniecillos lo habían clavado con miles de clavitos de plata, y todos brillaban en aquella noche...

      —Esos clavitos ¿son como los que pone el señor Juan en las cajas de muerto, mamá?

      —Deja esa manía, mi rey...