Diego Minoia
El secreto de la Dominante
Spy-story musical
Traducción: Vanesa Gomez Paniza
Copyright © Diego Minoia 2020
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A mi esposa Fabiana, que ha pasado
muchas tardes junto a mi piano
Capítulo 1
- "¿Qué te parece si jugamos a nuestro juego habitual?" - le digo, sonriendo con un guiño mientras toco "Summertime" de Gershwin. Mis palabras se dirigen a Fabienne, que está sentada en la mesita junto a mi piano de cola, como es su costumbre desde hace unos dos años, desde que estamos juntos. Llevamos un par de semanas en Roma y, después de pasar la temporada de verano en Cerdeña, en el Sporting de Porto Rotondo, me alegro de volver a tocar en el jardín de la azotea del hotel Marco Aurelio Palace, un maravilloso hotel de 5 estrellas, refinado y acogedor.
Soy Max Minelli, pianista (pianista de barra para ser exactos) y desde hace quince años mi casa es uno de los mejores hoteles del mundo. Cada temporada una mudanza, siguiendo los flujos que empujan a la clientela hacia la montaña en invierno, el mar en verano y los lagos o ciudades de arte en primavera y otoño.
Miro a Fabienne. Su bello rostro ovalado y su larga melena castaña tienen como telón de fondo la increíble vista de los tejados y monumentos de Roma iluminados en esta cálida noche de septiembre. En estas condiciones de luz no puedo ver sus hermosos ojos verde-azulados, pero cuando se pone de perfil, me gusta mirar su nariz respingona típicamente francesa. Y ella, que se da cuenta, me envía una de sus brillantes sonrisas de veinteañera feliz y llena de vida.
Yo no estoy tan mal: 1,80 de altura, pelo y ojos negros, un físico que, a pesar de las horas que paso sentado al piano, se mantiene bastante en forma gracias a largas caminatas que se alternan con baños igualmente largos en la piscina o, si es posible, en el mar. Yo, que por mi trabajo he llegado a los treinta y cinco años, pasando de una aventura amorosa a otra sin pensar nunca en un futuro con mis parejas del momento, esta vez me sorprendo imaginando una vida junto a Fabienne. Todavía no hemos hablado seriamente de matrimonio, pero en los hoteles donde trabajo, Fabienne es "la mujer del pianista".
Esta noche, durante la cena, mientras esperábamos los sabrosos platos que Sergio (el maitre) nos había propuesto, dijo que el vínculo entre dos personas debe ser el sentimiento mutuo y no la obligación religiosa o legal. Por supuesto, yo también pienso lo mismo, pero creo que cuando la situación madure trataremos el tema de forma pragmática.
- "¡Muy bien! Hasta ahora siempre has ganado, pero en comparación con las primeras veces estoy mucho mejor. Verás que esta vez podré ganarte" - las palabras de Fabienne me devuelven a la realidad y al inocente juego que a veces practicamos. Se trata de identificar a los clientes del piano-bar que "entienden" de música y predecir cuáles de ellos vendrán a felicitarme o a mostrarme su agradecimiento ofreciéndome una copa durante la velada.
Por principios, no acepto propinas en efectivo. Me pagan por hacer mi trabajo y considero que la costumbre de dar propinas es degradante: pone a los que ofrecen dinero en una posición de superioridad injustificada y a los que lo aceptan en una condición de sumisión servil. Soy músico, he estudiado mucho y en mi trabajo me considero un profesional. ¿Has visto alguna vez a alguien dando una propina a un profesional, por ejemplo a un médico o a un abogado?
Quizá sea un exceso de orgullo por mi parte, pero me refiero a Ludwig van Beethoven, el gran compositor de la era clásica. Fue el primer músico de su tiempo que vivió de su arte, sin ponerse al servicio de algún aristócrata que le hubiera tratado como a uno de sus criados. Para ser sincero, sólo una vez rompí mi norma de no aceptar gratificaciones monetarias. Estaba al principio de mi carrera y tenía un contrato de cuatro meses para el verano en el Grand Hotel Elba International de Capoliveri, en la isla de Elba. Era un hermoso hotel, con una playa privada, servida por un pequeño funicular que permitía a los huéspedes llegar al mar sin cansarse. Desde la playa, había una encantadora vista de la ciudad de Porto Azzurro, en el lado opuesto de la pequeña bahía.
Llegó esa semana un grupo de escoceses que todas las noches, después de la cena, subían a la habitación y luego volvían al piano-bar vestidos al perfecto estilo "escocés", con falda con los colores del clan y tocado. Una noche, al final de mi turno, uno de ellos se acercó al piano-bar para felicitarme y darme una propina en dinero. Tras mi cortés negativa, y su insistencia, temiendo ofenderle, y apreciando, al fin y al cabo, semejante gesto de un miembro de un pueblo unánimemente considerado como el más tacaño del mundo, acepté la moneda de una libra, que depositó sobre el atril. Todavía lo conservo como recuerdo.
Esta noche el piano-bar no está muy lleno, al menos por ahora, así que Fabienne y yo podemos observar tranquilamente a los presentes. A mi derecha, a pocos metros, está el elegante mostrador de madera pulida que es el reino de Gordon, el camarero inglés que conozco desde hace unos diez años y que suele seguir los mismos itinerarios laborales que yo de hotel en hotel. Interceptando mi mirada me indica que está preparando algún brebaje para Fabienne y para mí. En las tardes tranquilas, de hecho, pasa el tiempo experimentando con algunos cócteles nuevos que luego nos somete a juicio. A cambio, sé que de vez en cuando tengo que tocar "Yesterday", la canción de los Beatles que para Gordon tiene un significado especial ligado a un asunto sentimental de su juventud.
Aquí está cruzando la habitación para llegar al piano. Con pasos ágiles, llevando la bandeja con las dos copas con despreocupación, hace "slalom" entre las sillas y las mesas siguiendo el ritmo de mi música con la gracia y la ligereza de un campeón de patinaje artístico. El experimento consiste en un delicioso brebaje de zumo de piña y naranja, con ron agrícola de Martinica para dar cuerpo y un toque final de curacao azul para dar un toque cromático que recuerda los colores del exótico verano. Una rodaja de piña y una cereza roja confitada, ensartada en una brocheta, completan la presentación.
- "Si te gusta, lo llamaré Fabienne" - anuncia Gordon a mi novia, visiblemente regodeada por este homenaje. - "Y tú cállate" - me detiene antes de que pueda pronunciar una palabra - "¡No seas el típico italiano celoso! Si te portas bien, tarde o temprano, crearé un cóctel para ti también". Le sigo con la mirada mientras vuelve a su reino habitado por botellas multicolores y, sin dejar de tocar, dejo que mi mirada se pierda.
Los cómodos sofás de cuero blanco y los sillones a juego que amueblan el piano-bar dan al lugar un aspecto confortable y, al mismo tiempo, muy "fashion" (como dirían los amantes de la moda). Entre el piano y el bar de Gordon hay algunas "islas" con otros pequeños sofás y sillones dispuestos como zonas de estar. En el mismo lado de la sala, después del mostrador del barman, hay una zona para los que quieren un poco de intimidad. Si te sientas en esa zona puedes escuchar la música y participar en el ambiente del piano-bar sin que se note demasiado. Esos sofás han acogido los "lomos nobles" de VIPs (o presuntos VIPs) de todo tipo, desde las estrellas del firmamento cinematográfico mundial hasta las de la música pop-rock, desde las celebridades televisivas de larga duración hasta los "meteoritos" que surcan las ondas durante una sola temporada y luego son inevitablemente olvidados.
En el lado opuesto al mostrador de Gordon, frente a mi piano, otros sillones y sofás ocupan el espacio que llega a la entrada del piano-bar, más allá del cual hay una elegante antesala conectada al resto del hotel por escaleras y ascensores. La pared de mi izquierda está formada por un inmenso ventanal a través del cual se abren unas puertas correderas que dan al jardín de la azotea, salpicado también de salones para los huéspedes a los que les gusta disfrutar de la música "en plein air". Las vistas, tanto desde el interior como desde el jardín, son impresionantes. Los tejados de la "ciudad eterna", las famosas terrazas y áticos, las cúpulas y los campanarios que destacan en un horizonte creado por siglos de esplendor y miseria que han hecho de Roma lo que es hoy: un lugar único e irrepetible en el mundo.
Los estadounidenses de Las Vegas pueden copiar los elementos arquitectónicos típicos de esta ciudad, pero el resultado siempre será similar a los escenarios de cartón piedra de los colosales históricos de Hollywood: falsos entornos