ellas, seguía alimentando las esperanzas de que la derrota del fascismo devolviera la democracia a España, lo que permitiría el regreso de quienes se habían visto obligados a abandonarla— y 1956, algunos meses antes de que Gabriela Mistral falleciera en Nueva York, adonde había llegado en 1953 —poco antes de recibir el reconocimiento de su país que le había sido hurtado durante demasiado tiempo— como cónsul de Chile en la ciudad. La unía a algunas de ellas una antigua relación; a otras apenas las conocía, y, en algún caso, nunca llegó a hacerlo personalmente. Cuatro de las remitentes pertenecían a su misma generación; el resto, a la inmediatamente siguiente. Las circunstancias personales que rodearon la comunicación epistolar —tanto si la comenzó la poeta como si la iniciativa la tomaron sus interlocutoras— resultan tan dispares como lo fue la frecuencia con la que se cartearon, extremo este último que no se puede determinar por tratarse de un epistolario incompleto y necesariamente parcial. El carteo se inició, en algunos casos, antes del primer escrito conservado, por lo que se desconoce cuándo empezó exactamente la correspondencia. Tampoco es posible saber por qué se interrumpió el contacto. Dichos datos, aunque relevantes, no se consideran imprescindibles en la concepción de este libro, cuyo objetivo no es presentar una correspondencia íntegra y cerrada, sino dar a conocer un conjunto de envíos postales que contienen elementos en común.
Lo que las pone en relación hasta convertirlas en una significativa gavilla de cartas es, además de la determinante condición de exiliadas que compartían todas sus emisoras, la sororidad que revela la comunicación que mantuvieron con Gabriela Mistral, amistad y solidaridad que se vieron favorecidas y fortalecidas por el talante y por la trayectoria de la escritora chilena. En sus envíos le hablaron, de mujer a mujer, de cuestiones profesionales, de temas personales y de asuntos relacionados con la vida cotidiana; le pidieron y le ofrecieron apoyo, y le expresaron su afecto, su admiración y su agradecimiento. En sus respuestas, según se desprende del contenido de las cartas localizadas, hallaron la aprobación, la cordialidad, la comprensión y en ocasiones la ayuda que necesitaban. Aquellos escritos que les llegaron por vía postal fueron para ellas una suerte de bálsamo emocional. Les proporcionaron, en ocasiones, el alivio anímico que les hacía falta, por lo que llegaron incluso a reclamarle que les escribiera, a pesar de ser conscientes de que a Gabriela Mistral, que mantenía correspondencia con numerosos interlocutores, no le sobraba, precisamente, el tiempo. Las cartas sustituyeron los ratos de conversación y las confidencias frente a frente que no pudieron tener y que tanto echaron de menos.
A Teresa Manteca Ortiz —esposa de Enrique Díez-Canedo, buen amigo de Gabriela Mistral, gracias a cuya intercesión pudieron exiliarse en México tanto él como su familia— le hubiera gustado que ambos hubieran podido pasear junto a ella por las montañas de Vermont, adonde se trasladó el matrimonio en el verano de 1942 —como lo hicieron tantos otros exiliados entre los que cabe mencionar a Pedro Salinas— para que el crítico participara en los cursos de la Escuela Española de Middlebury College. Desde allí le escribió la primera carta exhumada en este volumen, una correspondencia que se había iniciado antes de la Guerra Civil, durante el tiempo en el que su marido ejerció el cargo de embajador de la República en Uruguay, primero, y en Argentina, después. Los envíos que siguieron a partir de la misiva que le remitió en 1944 para agradecerle las condolencias por el fallecimiento de su esposo que le había hecho llegar Gabriela Mistral estuvieron marcados por su recuerdo, siempre presente en las cartas que le escribió, con algún propósito o por gusto, hasta 1955. «No se vive de recuerdos, pero se vive para los recuerdos», le dirá el 1 de agosto de 1947 [p. 44]. En ese tiempo lograron verse en México en alguna ocasión, algo que no pudieron hacer en Estados Unidos, desde donde Teresa Díez-Canedo, que pasó alguna temporada con los familiares que residían allí, lamentó que se lo impidieran las distancias y las estrecheces económicas. «Cuánto me gustaría poder verla y oírla hablar», le confesó [p. 39]. Tuvo que conformarse con las cartas que Gabriela Mistral le remitió periódicamente, envíos que dan cuenta de la ayuda que le prestó a su familia al emprender el camino del destierro y del afecto que sintió siempre por ella y por los suyos, como puede observarse en las misivas de la poeta chilena que pueden leerse en el último apartado de este libro.
A pesar de que ambas coincidieron en Nueva York en 1948, la pintora gallega Maruja Mallo no logró localizar a Gabriela Mistral, con quien se había comunicado por vía postal unos años antes y a la que, como también hizo la escritora Rosa Chacel, le había cursado un telegrama para felicitarla en cuanto supo que le habían concedido el Premio Nobel. Esta correspondencia se retomaría también tiempo después para rememorar el apoyo, ya referido, que la escritora había prestado a Mallo en Lisboa y la ayuda que, en la distancia, le proporcionó a su llegada a Buenos Aires. Gabriela Mistral y Margarita Nelken sí lograron encontrarse en México, país desde el que la escritora, crítica de arte y política madrileña le remitió las cartas que se incluyen en el presente volumen, escritos en los que expresó el inmenso dolor que sentía por la prematura muerte de su hijo. Este trágico desenlace la aproximó a su interlocutora, que había perdido poco tiempo antes a su sobrino y ahijado Juan Miguel —Yin Yin—, a quien había criado desde sus primeros meses de edad. Nadie mejor que la poeta chilena podía comprenderla. Por eso le ofreció palabras de consuelo y de ánimo, como puede observarse en sus envíos, reproducidos también al final del volumen. Dichas cartas componen un epistolario muy breve, en nada comparable por su extensión con el que conforman las misivas que intercambió Mistral con su fraternal amiga Victoria Kent, escritos que han sido publicados recientemente. Preciadas cartas (1932-1979). Correspondencia entre Gabriela Mistral, Victoria Ocampo y Victoria Kent (2019) no contiene un envío que, fechado en México el 9 de enero de 1950, ilustra la entrañable amistad que las unió, una amistad que se vio refrendada públicamente con la creación y la divulgación del poema «Mujer de prisionero» —al que Kent alude en su carta, reproducida en estas páginas— que Gabriela Mistral le dedicó a su amiga en recuerdo de la labor realizada por la abogada y política malagueña durante el tiempo que ejerció el cargo de directora general de Prisiones de la Segunda República. Kent recordó a Mistral en un artículo —incluido también en este volumen— que vio la luz, tras el fallecimiento de la poeta, en la revista Ibérica.
El afecto que Mistral sintió por Zenobia Camprubí y por Juan Ramón Jiménez había nacido muchos años antes de que la primera le escribiera al poeta de Moguer la carta que suscitó la respuesta de su esposa —fechada en 1951 en el que sería su refugio definitivo en Puerto Rico— con la que se inicia la correspondencia incluida aquí. En ella, Zenobia Camprubí le habló, como lo hizo en todas las demás, sobre todo de él, porque, como es sabido, Juan Ramón ocupó, durante décadas, sus trabajos y sus días. Fue su vida misma. La última carta localizada que le remitió a Gabriela Mistral, escrita a principios de 1953, alude a la posible llegada a la isla de la poeta chilena, quien tal vez quiso aprovechar el viaje a La Habana que realizó en enero de ese año con el fin de asistir a los actos en conmemoración del centenario del nacimiento de José Martí —al que también consideraba su maestro— para visitar al matrimonio español. Lo que sí parece probado es que fue en el curso de dicha celebración cuando Mistral conoció personalmente a María Zambrano, a la que en 1940 le había remitido una carta —reproducida asimismo al final de este volumen— en respuesta al envío de los libros que la filósofa le había hecho llegar a Niza, cuando, tras haber vivido el primer período de su exilio en México, barajó la posibilidad de fijar su residencia en Chile, un país en el que ya había permanecido algunos meses durante la Guerra Civil y donde podría tener alguna posibilidad de ocupación, según le comentó Tomás Navarro Tomás —exiliado en Estados Unidos, desde donde había colaborado con Federico de Onís en el auxilio de los intelectuales republicanos— a Juan Ramón Jiménez. La carta de la pensadora española contenida en el presente libro está fechada en 1953 y fue concebida como una suerte de complemento de la charla fugaz que ambas escritoras habían mantenido poco antes. Algo parecido sucede con la que le envió en enero de 1956 María de Unamuno, la menor de las hijas del filósofo, aquel viejo admirable a quien Gabriela Mistral apreció y valoró hasta tal punto que, a su muerte, llegó a confesar que le hacía falta nada menos que para vivir. Del aprecio que la poeta chilena sintió también por su hija nos habla la carta que le remitió poco después, misiva que puede leerse en el anexo de este libro.
El volumen incluye también sendos envíos únicos de dos jóvenes catalanas exiliadas en Francia,