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Al papa Francisco,
pastor ignaciano y franciscano.
Prólogo
El humor también convierte
Pienso que, si en un sondeo espiritual preguntásemos a qué asociamos el arrepentimiento y la conversión, la respuesta aplastantemente mayoritaria sería: la tristeza por el mal practicado, el remordimiento y las lágrimas. La tradición está llena de importantes ejemplos en esa línea, y todos sabemos, incluso por experiencia personal, que sí, que ese camino tiene certera eficacia en el proceso de transformación interior. La Sagrada Escritura lo confirma ampliamente, como se puede leer en un incisivo capítulo del libro del profeta Joel que se lee al principio de la Cuaresma: «Pero ahora –oráculo del Señor–, convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto [...] Entre el atrio y el altar lloren los sacerdotes» (Jl 2,12.17). O como resuena en las bienaventuranzas de Jesús: «Bienaventurados los que ahora lloráis» (Lc 6,21). Por todo ello, la importancia del llanto se ha transmitido con naturalidad a la espiritualidad cristiana, y las lágrimas se vuelven la expresión de esa «tristeza según Dios», que no es, como ya explicó Orígenes, una tristeza voluntaria cualquiera, sino «un dolor permanente provocado por el dolor del pecado». La liturgia mantuvo durante siglos un conjunto de oraciones que suplicaban de forma explícita el don de las lágrimas, como esta: «Oh Dios, concédenos llorar abundantemente los males que cometimos, de manera que merezcamos la gracia de tu consolación». Y las prácticas de compunción fueron –y son– vistas como un precioso calvario para el alma, un itinerario que nos reconcilia con el deseo de Dios.
El filósofo Emil Cioran escribió un día que el mayor regalo de la religión solo puede ser este: enseñarnos a llorar. Y explicaba: «Las lágrimas son aquello que nos puede hacer santos después de haber sido humanos». Y es verdad, pero no solo las lágrimas. Precisamente, lo que falló en una cierta presentación de la espiritualidad cristiana fue presentar la «tristeza según Dios» no como un medio, sino como un fin, perdiendo casi de vista la experiencia de la gracia, de la misericordia y de la redención.
Ahora bien, cuando contactamos con la predicación del cardenal O’Malley –como bien testimonia este maravilloso libro que tiene el lector en sus manos–, hay un elemento que llama la atención: su apuesta también es ayudarnos a la conversión, pero el instrumento escogido es el humor. Y eso muestra la dimensión, la originalidad y la finura de su sabiduría. No se trata de aquel humor inofensivo y sencillo que se repite tranquilamente como un cliché. Basta con recordar el primer gag que se nos cuenta para percibir la naturaleza del humor que está en juego: un obispo, al salir de la catedral, se fijaba invariablemente en un hombre, llamado Santiago, tumbado en un banco, sucio, sin afeitar, cubierto con periódicos viejos. El pobre apestaba a alcohol y tenía los ojos sanguinolentos. Pero se levantaba de manera educada y saludaba al obispo con afecto. Un día, al cruzar la plaza, el obispo no vio a Santiago. Pasaron unas semanas hasta que un día, con gran sorpresa, el obispo lo encontró bajando la calle y casi no lo reconoció. Se había arreglado la barba, llevaba la ropa limpia, zapatos nuevos y una Biblia bajo el brazo. El obispo le preguntó: «¿Qué te ha pasado, hombre?». Y Santiago respondió: «He sido salvado». El obispo le felicitó y se despidió. Un mes después, sale el obispo de la catedral y ve de nuevo a Santiago en el banco, en un estado deplorable. Lo interroga el obispo: «¿Qué te ha pasado, Santiago?». «Monseñor, he vuelto a la única Iglesia verdadera». Es un humor que divierte, sí, pero que da vértigo, perforando el cómodo escudo de nuestras certezas; cuestionando nuestras sonámbulas obligaciones; tumbando nuestra buena conciencia; removiendo los moldes a los que tantas veces reducimos la experiencia religiosa. El humor que el cardenal Seán O’Malley emplea no está hecho para deleitarnos. Puede llegar a hacerlo, pero su objetivo es otro: es abrirnos de par en par, mostrarnos cómo somos, hacernos renunciar a la tentación gnóstica o maniquea que separa la acción sobrenatural de nuestra realidad tal como es, con sus arrugas, infamias y pedazos. Lo peor de todo sería vivir en un régimen solo de apariencias, y de ese modo impedir que la gracia de Dios tocase nuestra realidad.
En los escritos, así como en la predicación del cardenal O’Malley, hay tres trazos identificativos que configuran una especie de marca. Uno de ellos es este que hemos señalado primero: el recurso a la herramienta sapiencial del humor, donde podemos ver tanto la expresión de la simplicidad y bonhomía típicas de un fraile capuchino como una operación crítica de desmontaje del discurso autojustificativo que es muchas veces el de los creyentes, en la estela de importantes autores norteamericanos, cuyo emblema es, ciertamente, la poetisa católica Flannery O’Connor. Flannery decía que «cuanto más desea un escritor hacer manifiesto lo sobrenatural, más debe hacer real el mundo natural, pues, si los lectores no aceptan el mundo natural, ciertamente tampoco aceptarán ningún otro». Pero, en el caso del cardenal, añadiría un elemento más: la tradición humorística del llamado risus paschalis, recuperando la antigua costumbre según la cual, en la homilía del día de Pascua, el predicador debía divertir a los fieles y hacerlos reír con anécdotas o historias para que la alegría pascual llegase a todos. De hecho, hay un soplo pascual que cruza nítidamente la obra de Seán O’Malley. Él insiste en que la dinámica pascual obra una radical inversión en nuestro modo de celebrar la fe, como expresa aquel pequeño diálogo místico: un hombre preguntó: «He cometido muchos pecados; si me arrepiento, ¿Dios me perdonará?». El místico respondió: «No. Tú te arrepentirás si él te perdona».
Otro trazo relevante en la elaboración de su discurso es la presencia de la primera persona del singular, pues la palabra del actual arzobispo de Boston nunca es abstracta, sino que se fundamenta en un cristianismo testimonial. Él se expone, habla de sí mismo y de su biografía creyente, narra encuentros, reinterpreta la historia, lee las señales de Cristo en el tiempo, algo parecido a como lo describe la primera carta de Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os anunciamos: la palabra de vida» (1 Jn 1,1-3). Por tanto, es un discurso existencialmente implicado y que exige lo mejor del lector. Para O’Malley, las palabras no son un ropaje donde ocultarse, sino un ejercicio franco, una práctica dialógica, el respirar de la vida. La sensación que tenemos es la de estar sentados a su lado, conversando. Esto hace que, sea cual sea el tema que trata, sea útil para todos. En este libro, por ejemplo, reflexiona sobre el ministerio de los obispos y de su vocación y misión en la Iglesia, pero es un libro que está claramente destinado a todos.
La apertura para hablar partiendo de la propia experiencia nos permite también escuchar la singularidad de la figura del cardenal Seán O’Malley, fascinarnos con la amplitud de su experiencia pastoral y la belleza del patrimonio de relaciones humanas que él ha ido construyendo; nos damos cuenta de la enorme cultura y muchas lecturas que posee, sin ninguna pretensión, pero que nos revelan su alto nivel de erudición; saboreamos su libertad de corazón y la palpitante sabiduría evangélica que resuena a través de él.
Pero tal vez la razón principal para disfrutar de su obra –y este es el tercer trazo identificativo de su discurso– sea su amor a la Palabra de Dios. Como él mismo nos recuerda, Dios nos habla a través de su Palabra. Somos llamados a vivir sondeando las Escrituras, en búsqueda de la voz y el rostro de Dios. Por ello, la primera tarea, el primum officium que tenemos que asumir, es la profundización cotidiana de la Palabra de Dios. De la Palabra parte todo. Ella es la fuente incesante del conocimiento de Cristo. Por eso, propone el cardenal O’Malley, «tenemos que arrodillarnos para sentir la Palabra de Dios», pues nuestra teología deber ser una «teología de rodillas». Creo que ese es el secreto que hace de él uno de los grandes maestros de nuestro tiempo.
¡Quien lea este libro no lo va a olvidar!
JOSÉ TOLENTINO DE MENDONÇA
Roma, Miércoles de Ceniza de 2019
Introducción
Poco después de ser nombrado arzobispo de Boston recibí una carta desde Irlanda de una señora a quien podríamos describir como un tesoro no reclamado. Me escribía porque creía que el nuevo arzobispo sería la persona idónea para encontrarle un buen marido en América: quería un hombre trabajador, no bebedor y que se adhiriese fielmente a los preceptos de la