pero te servirá para pagar facturas y algo más. La próxima vez me podrás invitar a desayunar –sonrió satisfecha.
–¿Y cómo sabes que me lo van a dar? Supongo que tendré que pasar una entrevista y… debo de tener rostro de fracasada, porque últimamente me han rechazado en todas.
–En esta no, aunque por supuesto tendrás que conocer a la dueña.
–¿Cómo sabes que no?
–Es una corazonada.
Lucía se terminó su café de un sorbo y se limpió los labios con un trozo minúsculo de servilleta. Luego puso sus manos pequeñas y delicadas sobre la mesa, mirando abiertamente a los ojos verdes de Nagore. Las bromas se habían acabado y se disponía a hablarle en serio.
–El hecho de que no hayas encontrado trabajo hasta ahora no tiene nada que ver con tu edad, cielo. Quizás el problema es que no sabes lo que quieres y eso lo nota quien debe decidir si eres la candidata idónea.
Nagore suspiró irritada. Tras dos años sin contacto, Lucía no tenía derecho a juzgarla.
–Pero encontré la solución perfecta para ti –prosiguió–. Una amiga japonesa se mudó a Barcelona y necesita a alguien de confianza para el café que está a punto de abrir. De entrada, puede pagarte mil euros al mes, además de seguridad social, vacaciones, etcétera.
El mesero que las había servido pareció aguzar el oído. Nagore pensó que tal vez él cobrara menos que lo que le estaban ofreciendo.
–No tengo experiencia alguna de mesera… Cuando me haga la entrevista verá que no sirvo para el puesto.
–¡Seguro que sirves! –le dijo Lucía revolviéndole la melena negra azabache–. Es uno de estos lugares en los que los clientes se quedan una hora con un café… y creo que no caben más de quince. Yumi necesita alguien que hable bien inglés, como tú, porque no sabe otro idioma. Aparte de japonés, claro.
–Entonces no parece tan mal… –repuso más relajada–. ¿Dónde está? ¿Y cuál sería el horario?
–Está a diez minutos de aquí. Me dijo que el horario es de dos a ocho y media, pero los sábados también trabajarás. Te espera esta misma tarde, porque su idea es abrir oficialmente el lunes.
Superada por los acontecimientos, Nagore pensó que tendría el fin de semana para hacerse a la idea. Trabajar seis días por semana en algo que nunca había hecho se le hacía difícil, pero siempre sería mejor que quedarse en la calle por no poder pagar la renta. Eso si sobrevivía a la entrevista.
–Si le gustas, Yumi te ofrecerá un mes de prueba –explicó Lucía–, y luego contrato indefinido. Sé que tu misión en la vida no es servir tés y pasteles, pero… te servirá mientras buscas algo mejor. Eso sí, te recomiendo que controles tu mal genio si no quieres volver a la casilla de salida.
–Sabes que soy una buena chica–replicó indignada–... casi siempre. ¿Me estoy perdiendo de algo?
–Bueno… de hecho, hay un detalle de ese café que no te he contado aún.
–¿Qué detalle? –preguntó temiendo que su amiga la estuviera dirigiendo a un antro de vicio.
Ella sonrió nerviosa antes de declarar:
–Nagore, es un café de gatos.
3. Tienes ailurofobia, querida
Nagore pasó la media hora siguiente mirando su taza vacía de café, después de que Lucía se fuera. Las risas de un grupo de trabajadores de la construcción recién llegados contrastaban con su estado de ánimo.
Sin fuerzas para levantarse, desvió la mirada hacia un cuadro terrible colgado detrás de la barra. Con un torpe estilo amateur –sin duda era obra de algún familiar de los dueños– mostraba un árbol pelado bajo la tempestad. Ese esqueleto arbóreo era su vida y la tormenta que se aproximaba tenía un nombre: Neko Café.
Antes de salir corriendo, Lucía le había dicho que así se llamaba el lugar de trabajo al que aspiraba, ya que neko significa “gato” en japonés.
Lo que Nagore no se había atrevido a decirle era que no se creía capaz de hacerlo. No importaba cuánto necesitara el dinero. Se presentaría a la entrevista por respeto y compromiso con su amiga, pero haría lo posible para no ser elegida.
Sosteniendo la cabeza entre las manos, con su melena negra como una cortina que la protegía del mundo exterior, bajó la mirada hacia su propio vestido. Tras muchos años de uso, pedía a gritos su jubilación, pero era impensable que aquel verano pudiera renovar su vestuario.
Bordeando el ataque de nervios, no dejaba de pensar en los gatos callejeros que le arruinaban las noches. ¿Tendría que aguantarlos también de día, en una cafetería para ellos? No way…, se dijo, repitiendo la expresión favorita de su exnovio.
Habría preferido trabajar en una tienda de reptiles o en una reserva de arañas venenosas que soportar y alimentar a aquellos egoístas peludos. Cuando era niña la gata de su abuelo le había arañado el rostro cuando la acarició mientras comía, desde entonces los odiaba con toda su alma.
Tras una siesta para reponerse del disgusto, la desesperación y la furia dieron paso a la resignación. Mientras se daba una ducha, se dijo que no estaba en situación de rechazar ninguna oferta, aunque fuera el trabajo más espantoso del mundo.
Estaba tan nerviosa que llegó a la cita diez minutos antes de la hora.
Le pareció que en el aire flotaba el aroma de azahar procedente de los árboles de la plaza. Desde allí, enfiló la calle peatonal hasta el número veintinueve. Antes de atreverse a entrar, estudió el establecimiento a cierta distancia.
Tenía la frente y las manos empapadas de sudor, y no era por el aplastante julio barcelonés. Hizo un par de respiraciones largas y profundas, como le había enseñado su profesor de yoga en Londres.
Sobre la puerta de entrada, un rótulo con las palabras “Neko Café” servía de soporte a una gran taza de café de la que asomaba la cabeza de un gato negro. De no ser por su aversión a los felinos, le habría parecido un diseño gracioso.
Bajo aquel rótulo artístico, un amplio ventanal mostraba a los dueños y señores del lugar. Dos de ellos estaban encaramados en las ramas de un árbol falso con una atalaya en lo alto. Otro la vigilaba, desconfiado, desde debajo de una mesa. Le pareció ver dos más al fondo de la cafetería, durmiendo ovillados en un cesto del que salían ambas colas.
Sin duda, el escenario de una pesadilla.
Nagore estaba a punto de arrojar la toalla cuando, al darse la vuelta, casi chocó con una mujer japonesa menuda y elegante. Vestía en blanco y negro, como los colores del rótulo.
–Tú debes de ser Nagore –dijo en un inglés impecable mientras le ofrecía una tarjeta con ambas manos haciendo una leve reverencia–. No abrimos al público hasta el lunes, pero ya está todo preparado.
Tras guardar la tarjeta de Yumi en su bolso, pensó que quizás había sido torpe de su parte no traer un currículum o una simple tarjeta de presentación.
–Ya me ha dicho Lucía que adoras a los gatos –dijo la japonesa mientras abría la puerta para invitarla a pasar.
Nagore tragó saliva a la vez que con su mente enviaba a su amiga un rayo fulminador.
–¿No entras? –preguntó Yumi gesticulando con sus manos blancas y pequeñas.
Incapaz de hablar, Nagore se limitó a asentir con la cabeza. Cuando la puerta se cerró a sus