Miguel Álvarez-Fernández

La radio ante el micrófono


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Siempre dentro del ya mencionado marco legal, la —necesariamente amplia— discrecionalidad de esos programadores, y de los representantes políticos (municipales, regionales, estatales…) que los han elegido, indefectiblemente implicará una sobrerrepresentación de algunas manifestaciones o tendencias estéticas, y sobre todo una infrarrepresentación de muchas más. Una forma, qué duda cabe, de censura estructural e institucionalizada. Imposible de eliminar totalmente, pero que una política cultural más amplia y generosa ciertamente puede ayudar a paliar.

      En este particular contexto, y en este determinado sentido, sí tiene cabida aquella memorable frase de Gabriel García Márquez en su novela La mala hora: «Aquí el único que tiene derecho a prohibir algo es el Gobierno —dijo—. Estamos en una democracia». Dentro de las atribuciones legales de cada gobierno (estatal, regional, municipal…), así es. Y el medio último para corregir esas decisiones prohibitorias, en caso de que a un ciudadano le parezcan molestas, o directamente intolerables, radica en su derecho a votar, y expresar así su desacuerdo. Por su parte, quienes han tomado esa decisión que se percibe como errónea y desafortunada, así como aquellos que, en su caso, los designaron como personas encargadas de tomar esa decisión, desde luego tienen una responsabilidad política —no de otro tipo— a este respecto, que deberán asumir ante los ciudadanos.

      Antes de que tengan oportunidad para votar, esos ciudadanos también pueden expresar su desacuerdo de múltiples maneras, enfocadas a ejercer algún tipo de presión sobre esos representantes públicos. Y, siguiendo en el terreno de lo difícilmente sorprendente para nadie, a partir de lo anterior se puede adivinar que esos responsables políticos, al recibir presiones por parte de algunos de esos potenciales votantes (o, más bien, potenciales no votantes) que difunden públicamente sus intenciones al respecto, pueden tender a modificar sus decisiones, incluso antes de que estas se hayan materializado. Tampoco hay nada nuevo ni complicado en esto: dentro de cualquier sociedad democrática medianamente articulada se configuran grupos de presión —lobbies— mejor o peor organizados, y dedicados a velar por los valores o intereses particulares que sus miembros tienen en común (sean estos de índole estética, política, religiosa, profesional, económica en general, etc.).

      Toda esta argumentación, dicho sea siquiera de pasada, se centra en la difusión de producciones de carácter artístico por parte de instituciones públicas. Quizá desde posiciones políticas más próximas al liberalismo (o al neoliberalismo) esto implique un enorme y criticable sesgo en nuestro discurso. Ciertamente, la libertad de empresa —consignada también en la Constitución— permite y hasta fomenta, con los mecanismos de protección y subvención correspondientes, la producción y difusión de cualesquiera manifestaciones de tipo cultural. Esto, sin duda, puede entenderse —y celebrarse— como la posibilidad de ejercer un contrapeso a las tendencias respaldadas desde las instituciones públicas (o, en otro sentido, como un complemento o apoyo a esa labor por parte de la iniciativa privada).

      Desde luego, se agradece que la encomiable iniciativa privada enriquezca el panorama cultural de una sociedad tan plural como la nuestra. Pero una experiencia de varias décadas, en alguna medida representada por las páginas de este libro, constata que ciertas creaciones, relevantes para el desarrollo histórico de la escucha radiofónica, solamente han podido existir gracias al apoyo de instituciones públicas. Nos referimos a la inmensa mayoría de los trabajos analizados en este ensayo. Y, de hecho, resulta reseñable que las obras aquí comentadas que han surgido de la iniciativa privada son ya relativamente lejanas en el tiempo (pensemos, por ejemplo, en el cine de Chaplin —quien, por cierto, ya en 1919 también tuvo sus más y sus menos con los oligopolios hollywoodienses, lo cual le llevó a participar en la creación de la productora independiente United Artists… compañía que en 1981 terminaría comprando Metro-Goldwyn-Mayer—).

      Entre las creaciones artísticas que se consideran fundamentales, desde la perspectiva de este estudio, para analizar la evolución del concepto de escucha radiofónica —por haber desafiado y ayudado a ampliar los límites de este concepto—, en las últimas décadas pocas aportaciones han provenido directamente del ámbito empresarial. Se trata, simplemente, de una constatación, que se refuerza al recordar que, al menos en el contexto español, no es en absoluto frecuente no ya la producción, sino tampoco la difusión de trabajos como los que aquí se analizan en medios de comunicación de titularidad privada.

      En cualquier caso, debe advertirse que la alusión anterior a una «sociedad democrática medianamente articulada» puede suscitar algunas dudas cuando se intenta aplicar, todavía hoy, al caso español. Aún no estamos demasiado bien entrenados en el uso de nuestras libertades democráticas. Más allá de la sempiterna justificación de este hecho que apela al retraso propio de un país sometido durante cuatro décadas a una dictadura —lo cual, ciertamente, no favorece la sana aparición de colectivos de la sociedad civil que luchen por sus legítimos intereses—, resulta todavía más triste que el diagnóstico de los siguientes cuarenta años de momento no ofrezca, en cuanto a este asunto, un panorama lejanamente comparable al de otros países con mayor tradición democrática.

      Como en tantos otros aspectos propios de nuestro tiempo, ese retraso en la configuración de grupos de presión dentro de la sociedad española (retraso que, por lo demás, se hace particularmente notable y doloroso en el ámbito de la creación artística contemporánea —por ejemplo, en la timidez a este respecto de asociaciones con alta legitimidad y representatividad, como el Instituto de Arte Contemporáneo—) desde hace unos años se superpone con otra circunstancia paralela, el auge de las redes sociales. Ello propicia situaciones como la que sirve al escritor —y autor radiofónico— José Antonio Pérez Ledo para iniciar un artículo titulado «El depurador cultural», publicado en eldiario.es el 13 de agosto de 2019:

      Un buen día David (nombre falso) encontró en Spotify una canción que le provocó una sensación extraña. En un primer momento no supo identificar qué le ocurría. Tuvo que pasar una semana para que cayese en la cuenta: aquella tonadilla le había ofendido profundamente. Pudo dejarlo estar, pero eso, pensó, sería una dejación de sus responsabilidades como ciudadano. Debía impedir que otra persona sensible como él se topase con semejante ignominia. Expuso sus motivos en un hilo de Twitter que generó el ruido suficiente como para que varios periódicos se hiciesen eco. Lo llamaron «polémica». Varias emisoras dejaron de emitir la deleznable canción y dos ayuntamientos suspendieron los conciertos del artista.

      Así se inicia la breve distopía originada por una cuestionable —pero cada vez más frecuente— comprensión de ciertas «responsabilidades como ciudadano» por parte de nuestros vecinos. Al cabo de unos pocos párrafos, y recordando tal vez aquel poema que comienza con las palabras «Primero se llevaron…» (atribuido a autores tan diferentes como Eduardo Alves da Costa, Vladímir Maiakovski, Bertolt Brecht o Martin Niemöller), el relato concluye así:

      La iniciativa no tardó en cosechar millones de apoyos. David se sentía profundamente feliz… hasta que una mujer llamada Susana (nombre falso) inició una campaña contra él. Susana expuso sus razones en Twitter, el asunto se hizo viral y la polémica llegó a los medios tradicionales. Y David, rodeado e indefenso, exigió respeto a la libertad de expresión. ¿O acaso vivimos en una dictadura?

      No analizaremos ahora cómo la recepción de un determinado mensaje radiofónico puede suscitar reacciones como la que Pérez Ledo atribuye a David (nombre falso) en su artículo. De hecho, debemos postergar hasta un próximo trabajo la reflexión acerca de algunos procesos psicológicos propiciados por la llegada a nuestros tímpanos de ese tipo de señales —aunque esta se produzca, como en el relato, a través de ese trasunto de la radio que es Spotify—. En ese futuro texto nos detendremos en las reacciones de nostalgia que tiende a aparejar, estructuralmente, la escucha radiofónica. Pues algo semejante a la añoranza de un mundo perfecto, sin ofensas ni agravios, parece estar en la base del comportamiento de un personaje como David (nombre falso) en una parábola como esta, y en el origen de tantos otros actos de censura.

      Retornemos ahora, siquiera por un momento, a El gran dictador. La crítica cinematográfica sigue discutiendo —de manera un tanto bizantina— si el personaje del barbero judío se corresponde con la figura de Charlot, el vagabundo que alcanzó fama internacional en los mismos años veinte