Jacob Grimm Willhelm Grimm

El lobo y el hombre y otros cuentos


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consejo el Rey para estudiar el proceder más adecuado en aquel trance. Decidió, al fin, enviar un heraldo al gato para que lo conminara a abandonar el palacio; advirtiéndole que, de no hacerlo, se recurriría a la fuerza.

      Dijeron los consejeros:

      —Preferimos la plaga de los ratones, que es un mal conocido, a dejar nuestras vidas a merced de un monstruo semejante.

      Se envió a un paje a pedir al gato que abandonara el palacio de buena voluntad; pero el animal, cuya sed iba en aumento, se limitó a contestar: “¡Miau, miau!”, entendiendo el paje: “¡No, no!”; y corrió a transmitir la respuesta al Rey.

      —En este caso —dijeron los consejeros— tendrá que ceder ante la fuerza.

      Trajeron la artillería y dispararon contra el castillo con bombas incendiarias. Cuando el fuego llegó a la sala donde se hallaba el gato, éste se salvó saltando por una ventana; pero los sitiadores no dejaron de disparar hasta que todo el castillo quedó convertido en un montón de escombros.

      Seis que salen de todo

      Había una vez un hombre muy hábil en toda clase de artes y oficios. Sirvió en el ejército, mostrándose valiente y animoso; pero al terminar la guerra lo licenciaron sin darle más que tres reales como ayuda de costas.

      —Aguarden un poco —dijo—, que de mí no se burla nadie. En cuanto encuentre a los hombres que necesito, no le van a bastar al Rey, para pagarme, todos los tesoros del país.

      Partió muy irritado, y al cruzar un bosque vio a un individuo que acababa de arrancar de cuajo seis árboles con la misma facilidad que si fueran juncos. Le dijo:

      —¿Quieres ser mi criado y venir conmigo?

      —Sí —respondió el hombre—, pero antes deja que lleve a mi madre este hacecillo de leña.

      Asió uno de los troncos, lo hizo servir de cuerda para atar los cinco restantes y, cargándose el haz al hombro, se lo llevó.

      Al poco rato estaba de vuelta, y él y su nuevo amo se pusieron en camino. Dijo el amo:

      —Vamos a salirnos de todo, nosotros dos.

      Habían andado un rato cuando encontraron un cazador que ponía rodilla en tierra y apuntaba con la escopeta. Preguntó el amo:

      —¿A qué apuntas, cazador?

      A lo cual respondió el cazador:

      —A dos millas de aquí hay una mosca posada en la rama de un roble, y quiero acertarla en el ojo izquierdo.

      —¡Vente conmigo! —dijo el amo—, que los tres juntos vamos a salirnos de todo. El cazador se decidió y se unió a ellos.

      Pronto llegaron a un lugar donde se levantaban siete molinos de viento, cuyas aspas giraban a toda velocidad a pesar de que no se sentía la más ligera brisa y que no se movía una sola hojita de árbol.

      Dijo el hombre:

      —No sé qué es lo que mueve estos molinos, pues no sopla un hálito de viento. Y siguió su camino con sus compañeros.

      Habían recorrido otras dos millas, cuando vieron a un individuo subido a un árbol que, tapándose con un dedo una de las ventanillas de la nariz, soplaba con la otra.

      —¡Oye! ¿Qué estás haciendo ahí arriba? —preguntó el hombre.

      A lo cual respondió el otro:

      —A dos millas de aquí hay siete molinos de viento, y estoy soplando para hacerlos girar.

      —Ven conmigo —le dijo el otro—, que yendo los cuatro vamos a salirnos de todo. Bajó del árbol el soplador y se unió a los otros.

      Al cabo de un buen trecho, se toparon con un personaje que se sostenía sobre una sola pierna; se había quitado la otra y la tenía a su lado. Dijo el amo:

      —¡Pues no te has ingeniado mal para descansar!

      —Soy andarín —replicó el hombre—, y me he desmontado una pierna para no ir tan de prisa; cuando corro con las dos piernas, ni los pájaros pueden seguirme.

      —Ven conmigo, que yendo los cinco juntos vamos a salirnos de todo.

      Se marchó con ellos, y poco rato después les salió al paso otro que llevaba el sombrero puesto sobre la oreja.

      —¡Vaya finura! —exclamó el soldado—. ¡Quítate el sombrero de la oreja y póntelo en la cabeza! Se diría que te falta un tornillo.

      —Me cuidaré muy bien de hacerlo —replicó el otro—, pues si me lo pongo en la cabeza empezará a hacer un frío tan terrible que las aves del cielo se helarán y caerán muertas.

      —Ven conmigo —dijo el jefe—, que yendo los seis juntos vamos a salirnos de todo.

      Y el grupo llegó a la ciudad cuyo rey había mandado pregonar que la mano de su hija sería para el hombre que se atreviera a competir con ella en la carrera y la venciera; entendiéndose que si fracasaba, perdería también la cabeza.

      Se presentó el jefe al Rey y le dijo:

      —Haré que uno de mis criados corra por mí. A lo cual contestó el Rey: —Bien, pero a condición de que pongas tú también tu cabeza en prenda, de manera que si pierde, morirán los dos.

      Aceptada la condición, el hombre mandó al corredor que se pusiera la otra pierna y le dijo:

      —Y ahora, listo, y procura que ganemos.

      Se había convenido que el vencedor sería aquel que volviera primero de una fuente muy alejada, trayendo un jarro de agua.

      Dieron sendos jarros a la princesa y a su competidor, y los dos partieron simultáneamente. Pero en un momento, cuando la princesa no había recorrido sino un breve espacio, ya el andarín se había perdido de vista como si se lo hubiera llevado el viento.

      Llegó a la fuente y, después de llenar el jarro de agua, emprendió el regreso. A mitad del camino, se sintió fatigado y, echándose en el suelo con el jarro a su lado, se quedó dormido. Sin embargo, tuvo la precaución de usar como almohada un duro cráneo de caballo que encontró por allí, para que lo duro del cojín no le dejara dormir mucho.

      Entretanto la princesa, que era muy buena corredora, tanto como cabe en una persona normal, había llegado a su vez a la fuente y, llenando el jarro, había emprendido la vuelta.

      Al ver a su rival dormido en el suelo, se alegró diciendo:

      —¡El enemigo está en mis manos!

      Y, vaciándole la vasija, siguió su camino.

      Todo se habría perdido de no ser por el cazador de los ojos de lince, que había visto la escena desde la azotea del palacio. Dijo para sus adentros:

      —Pues la hija del Rey no se saldrá con la suya.

      Y, cargando la escopeta, disparó con tal puntería que acertó el cráneo que servía de almohada al durmiente sin tocar a éste.

      Despertó sobresaltado el andarín y se dio cuenta de que su jarro estaba vacío y la princesa le llevaba la delantera. No se desanimó el hombre por tan poca cosa; volvió a la fuente, llenó el jarro de nuevo, y todavía llegó al palacio diez minutos antes que su competidora.

      —¡Ahora sí que he hecho servir las piernas! —dijo—; lo que he hecho a la ida no puede llamarse correr.

      Pero al Rey, y más aún a su hija, les dolía aquel casamiento con un vulgar soldado, por lo que deliberaron sobre la manera de deshacerse de él y sus hombres.

      Dijo el Rey:

      —He ideado un medio, no te preocupes; verás cómo nos deshacemos de ellos —y, dirigiéndose a los seis, les habló así—. Ahora tienen que celebrar