prosiguió—. ¡Entren ahí y coman lo que quieran!
Cuando estuvieron dentro, mandó cerrar las puertas y echarles los cerrojos. Llamando luego al cocinero, le ordenó que encendiese fuego debajo de la habitación y lo mantuviese todo el tiempo necesario para que el hierro se pusiera candente. Obedeció el cocinero, y en poco tiempo, los seis comensales encerrados en la habitación empezaron a sentir un intenso calor.
Al principio creyeron que era por lo bien que habían comido; pero al ir en aumento la temperatura trataron de salir, encontrándose con que puertas y ventanas estaban cerradas. Entonces comprendieron el malvado designio del Rey.
—¡Pues no va a salirse con la suya! —exclamó el del sombrero—; voy a provocar una helada tal, que el fuego se retirará avergonzado.
Y, colocándose el sombrero sobre la cabeza, a los pocos momentos comenzó a sentirse un frío rigurosísimo, hasta el punto de que la comida se helaba en los platos. Transcurridas un par de horas, creyendo el Rey que todos estarían ya achicharrados, mandó abrir la puerta y fue personalmente a ver el resultado de su estratagema. Y en cuanto se abrió la puerta, salieron los seis, frescos y sanos, diciendo que ya estaban deseando salir para calentarse un poco, pues en aquella habitación hacía tanto frío que se helaban hasta los manjares.
El Rey, fuera de sí, fue a reñir al cocinero por no haber cumplido sus órdenes, y respondió el hombre:
—Pues hay un buen fuego, véalo usted mismo, Majestad.
Entonces el Rey pudo comprobar que bajo el piso de hierro de la habitación ardía un fuego enorme, y comprendió que nada podría hacer con aquella gente. Tras nuevas cavilaciones, siempre buscando el medio de deshacerse de tan molestos huéspedes, mandó a llamar al jefe de los seis y le dijo:
—¿Quieres oro a cambio de la mano de mi hija? Te daré cuanto quieras.
—De acuerdo, señor Rey —respondió el jefe—; con que me de el que pueda llevar uno de mis criados, renunciaré a su hija. Dentro de dos semanas volveré a buscarlo.
Y, acto seguido, reunió a todos los sastres del país, los cuales se pasaron catorce días cosiendo un saco.
Cuando estuvo terminado, el forzudo de los seis, aquel que arrancaba los árboles de cuajo, se lo cargó a la espalda y se presentó al Rey. Exclamó éste:
—¡Vaya que eres un hombre fornido, que lleva sobre sus hombros una bala de tela como una casa!
Y pensó, asustado: “¡Cuánto oro podrá llevar!”.
Ordenó que trajeran una tonelada, para lo cual se necesitaron dieciséis de sus hombres más robustos; pero el forzudo lo levantó con una sola mano y, metiéndolo en el saco, dijo:
—¿Por qué no traen más? ¡Esto apenas llena el fondo del saco!
Y, así, el Rey tuvo que entregar poco a poco todo su tesoro, que el forzudo fue metiendo en el saco, y aún éste no se llenó más que hasta la mitad.
—¡Qué traigan más! —decía el hombre—. ¡Qué hago con estos puñaditos!
Hubo que enviar carros a todo el reino, y se cargaron siete mil carretas, que el forzudo metió en el saco junto con los bueyes que las arrastraban:
—No seré exigente —dijo—, y meteré lo que venga con tal de llenar el saco. Cuando ya no quedaba nada por cargar, dijo:
—Terminemos de una vez; bien puede atarse un saco aunque no esté lleno del todo.
Y, echándoselo a cuestas, fue reunirse con sus compañeros.
Al ver el Rey que aquel hombre solo se marchaba con las riquezas de todo el país ordenó, fuera de sí, que saliera la caballería en persecución de los seis, con orden de quitar el saco al forzudo.
Dos regimientos no tardaron en alcanzarlos y les gritaron:
—¡Dense presos! ¡Dejen el saco del oro, si no quieren que los hagamos polvo! —¿Qué dice? —exclamó el soplador—, ¿qué nos demos presos? ¡Antes van a volar todos por el aire!
Y, tapándose una ventanilla de la nariz, se puso a soplar con la otra en dirección de los dos regimientos, los cuales, en un abrir y cerrar de ojos, quedaron dispersos, con los hombres y caballos volando por los aires, precipitados más allá de las montañas.
Un sargento mayor pidió clemencia, diciendo que tenía nueve heridas, y era hombre valiente que no se merecía aquella afrenta.
El soplador aflojó entonces un poco para dejarlo aterrizar sin daño, y luego le dijo:
—Ve al Rey y dile que mande más caballería, pues tengo grandes deseos de hacerla volar toda.
Cuando el Rey oyó el mensaje, exclamó:
—Déjenlos marchar; no hay quien pueda con ellos.
Y los seis se llevaron el tesoro a su país, donde se lo repartieron y vivieron felices el resto de su vida.
El lobo y el hombre
Un día la zorra ponderaba al lobo la fuerza del hombre; no había animal que le resistiera, y todos habían de valerse astucia para cuidarse de él.
Respondió el lobo:
—Como tenga ocasión de encontrarme con un hombre, ¡vaya si arremeteré contra él!
—Puedo ayudarte a encontrarlo —dijo la zorra—; ven mañana de madrugada, y te mostraré uno.
Se presentó el lobo temprano y la zorra lo condujo al camino que todos los días seguía el cazador. Primeramente pasó un soldado licenciado, ya muy viejo.
—¿Es eso un hombre? —preguntó el lobo.
—No —respondió la zorra—, lo ha sido.
Se acercó después un muchacho, que iba a la escuela.
—¿Es eso un hombre?
—No, lo será un día.
Finalmente, llegó el cazador, la escopeta de dos cañones al hombro y el cuchillo de monte al cinto. Dijo la zorra al lobo:
—¿Ves? ¡Eso es un hombre! Tú, atácalo si quieres, pero lo que es yo voy a ocultarme en mi madriguera.
El lobo se aventó contra el hombre. El cazador, al verlo, dijo:
—¡Lástima que no llevo la escopeta cargada con balas!
Y, apuntándole, disparó una perdigonada en la cara. El lobo arrugó intensamente el hocico, pero sin asustarse siguió derecho al adversario, el cual le disparó la segunda carga.
Reprimiendo su dolor, el animal se arrojó contra el hombre, y entonces éste, desenvainando su reluciente cuchillo de monte, le asestó tres o cuatro cuchilladas, tales que el lobo salió a corriendo, sangrando y aullando, a encontrarse con la zorra.
—Bien, hermano lobo —le dijo ésta—, ¿qué tal te ha ido con el hombre?
—¡Ay! —respondió el lobo—, ¡yo no me imaginaba así la fuerza del hombre! Primero cogió un palo que llevaba al hombro, sopló en él y me echó algo en la cara que me produjo un terrible escozor; luego volvió a soplar en el mismo bastón, y me pareció recibir en el hocico una descarga de rayos y granizo; y cuando ya estaba junto a él, se sacó del cuerpo una brillante costilla, y me produjo con ella tantas heridas que por poco me quedo muerto sobre el terreno.
—¡Ya estás viendo lo jactancioso que eres! —dijo la zorra—. Echas el hacha tan lejos, que luego no puedes ir a buscarla.
El zorro y su comadre
La loba dio a luz un lobezno e invitó al zorro a ser padrino.
—Es próximo pariente nuestro