de trabajo hube de ocuparme del pensamiento de Ernst Bloch, cuya obra filosófica central es el Principio Esperanza. La esperanza es, según Bloch, la ontología de lo todavía no existente. La auténtica filosofía no debería aspirar a examinar lo que es —eso sería conservadurismo o reacción—, sino a preparar —ésa sería su verdadera ocupación— lo que aún no es, pues lo que es merece sucumbir. El mundo que merece la pena vivir no ha sido construido todavía. El cometido del hombre creador sería, pues, crear el mundo verdadero aún no existente. Para esta alta misión, empero, la filosofía tendría que cumplir una función decisiva. Ella es el laboratorio de la esperanza, la anticipación en el pensamiento del mundo del mañana: anticipación de un mundo racional y humano que no se originaría ya del azar, sino que sería pensado y producido por nosotros los hombres y por nuestra razón. Lo que me sorprendió y sobrecogió fue el uso en este contexto de la palabra «optimismo». Para Bloch y para los teólogos que le siguen, el optimismo es la forma y la expresión de la fe en la historia. Como consecuencia, es también una actitud obligatoria para el hombre que quiera servir a la liberación, al ascenso revolucionario del nuevo mundo y del nuevo hombre. La esperanza sería según eso la virtud de una ontología combativa, la fuerza dinámica de la marcha hacia la utopía. No me resulta difícil entender que, en una interpretación semejante, el «optimismo» sea la virtud teológica de un nuevo Dios y una nueva religión: la de la historia divinizada, la del dios «historia» es decir, del gran dios de las modernas ideologías y sus promesas.
21.2.
La moral fue uno de los temas más importantes para la Ilustración. Quería reducir la religión a moral, si bien la moral misma fue reducida, por su parte, a una doctrina de la utilidad, a la doctrina del bienestar humano. La moral era el cálculo de utilidad y lo inmoral, en consecuencia, lo insensato. Sin embargo, lo más importante y decisivo para el hombre, también para su bienestar y felicidad, no es sentirse bien, sino ser bueno. El hombre no es engrandecido, sino más bien empequeñecido, cuando goza de autonomía, pues el ser humano sólo se logra verdaderamente a sí mismo cuando se excede a sí propio. Está más cerca de sí cuando está con Dios que cuando quiere ser él mismo. La moral no puede significar construir lo que parece útil para el mundo y para nosotros, sino esto otro: escuchar la palabra de Dios en el lenguaje de la creación. No debemos ni estamos autorizados a disponer el ser de forma que sirva a nuestros intereses y nos sea útil, pues cuando lo hacemos así destruimos el mundo y nos destruimos a nosotros mismos. De ambas cosas tenemos ya suficiente experiencia. Escuchar la palabra de Dios significa estar en conformidad con El. Cuando lo hacemos, la creación persiste como una obra buena y nosotros mismos también nos hacemos buenos. El Señor ha salido a nuestro encuentro y su mandamiento es sencillo: que seamos conformes con la verdad y respondamos al amor con el que Él ha salido a recibirnos. Todos sus mandamientos son instrucciones que nos adentran en el misterio del amor y, como consecuencia, en el fundamento de la verdad. La moral vive, pues, del misterio, del amor revelado por Jesucristo. Si se separa del misterio, se convierte en moral fanática y rigurosa. Cuando pierde la conexión con él, se convierte en algo que pertenece al afán productivo del hombre. Ya sabemos cuán cruel puede llegar a ser una moral que es exclusivamente resultado que quiere «producir» su esperanza para el mundo.
22.2.
¿No es cierto que las preocupaciones cotidianas de la vida nos parecen tan importantes que nos impiden encontrar tiempo para mirar más allá de ellas? Existe preocupación por el sustento y la vivienda, tanto para nosotros como para aquellos que dependen de nosotros. Hay inquietud por la profesión y el trabajo. Nos sentimos responsables, incluso, de la sociedad en su conjunto, de que sea mejor, de que cese en su seno la injusticia y puedan todos sus miembros procurarse el sustento en libertad y en paz. Comparada con la urgencia de estos problemas, ¿no resulta fútil todo lo demás? ¿No representan estas dificultades la más alta tarea a que cabe dedicarse? Cada vez son más los hombres que opinan que la religión es una pérdida de tiempo. Para ellos, sólo la acción social significa una verdadera ocupación. En la actualidad hace falta, pues, una especie de milagro para que nos pongamos en pie y nos encaminemos hacia lo más elevado. Gracias a Dios, en nuestros días contamos con él. Un obispo amigo mío me refería no hace tiempo lo que le dijeron a él durante su visita a la Unión Soviética: actualmente se estima que en Rusia habrá un 25 por 100 de creyentes y un 13 por 100 de ateos; el resto, es decir, la mayoría, son personas que «están buscando». ¿No es esto un dato estimulante? Sesenta años después de la revolución que calificó a la religión de superflua y nociva, el 62 por 100 está buscando. Hay, pues, un elevado número de hombres que vuelven a percibir en su interior la existencia de algo superior, aun cuando todavía no lo conozcan. Las cosas terrenas crecen sólo cuando no nos olvidamos de lo más alto. No debemos perder el rumbo recto definitorio del hombre, ni mirar sólo hacia abajo. Hemos de elevarnos, pues sólo así podremos vivir rectamente. Debemos persistir en la búsqueda de lo más excelso. Tenemos que ser el amparo de quienes se esfuerzan por incorporarse para encontrar la verdadera luz, sin la cual todo en el mundo es tiniebla.
23.2.
En el Evangelio la red es, ante todo, imagen del reino de Dios, lanzada al mar del tiempo, al mar de la historia para elevar al hombre del espacio de silencio, oscuridad e inanidad a otra dimensión: «al reino de la justicia, del amor y de la paz». Como red que nos reúne, ese reino está presente ya. Mas también lo está antes de nosotros como movimiento que tira de nosotros hacia arriba, hacia la luz. «La Iglesia es —como ha dicho el Santo Padre— una red unida en el Espíritu Santo, vinculada por la misión apostólica, cuya poderosa eficacia procede de la unidad en la fe, la vida y el amor.» Luego puso su mirada en la célula fundamental de la Iglesia, en la más pequeña e insustituible, es decir, en la familia, a la que el lenguaje de la tradición llama «Iglesia doméstica», Iglesia en pequeño. La familia es «red que mantiene y da unidad y nos saca de las corrientes del abismo». «No permitamos —añade el sucesor de Pedro haciendo una llamada suplicante— que se rompa esta red.» Quisiera gritar sus palabras. convertirlas en el lema central del año venidero. ¡Ojalá resonaran con fuerza y llegaran día tras día a las familias. al Estado y a la sociedad! «¡No permitamos que se rompa esta red!» Sabemos en cuántas ocasiones ha sido rasgada, cuántos peces voraces se empeñan con todas sus fuerzas en desgarrarla completamente para liberar supuestamente al hombre de su cautividad. Esa supuesta liberación no será sino una libertad vacía en la que el hombre quedaría hundido: la libertad que conduce a la muerte, a la soledad y a la oscuridad propia de la ausencia de verdad: es la liberación de esa dimensión nueva a la que la red nos quiere conducir, la liberación del reino de la justicia, del amor y de la paz.
24.2.
«Dominad la tierra», ha dicho Dios al hombre (Génesis 1.28). Eso no significa, empero, que debamos explotarla y abusar de ella, sino que es deber nuestro cuidarla, imprimir en ella el rostro del espíritu y desarrollar sus tesoros escondidos. Haciéndolo así nos servirá y responderá a nuestras decisiones. La palabra «cultura» procede de la misma raíz que el término «culto», e incluye tanto la intención de cuidar cuanto la de respetar y venerar. En última instancia, significa cuidar de las cosas de modo que honremos en ellas la creación divina y, por consiguiente, adoremos al mismo Dios. Según eso, cada domingo es una fiesta de la creación. Mas también supone una adhesión al primer artículo de la fe: creo en Dios, creador del ciclo y de la tierra. El propósito fundamental del domingo es hacernos recordar que hemos recibido el obsequio de la creación ya antes de nuestro propio obrar. Por eso quiere despertar en nosotros el sentimiento de agradecimiento y de veneración. Vivir el domingo significa, pues, vivir ese sentimiento y disponer el trabajo en el mundo de acuerdo con su orientación fundamental. Ello significa atenerse a la justa medida en el uso de la creación. Debemos hacer uso de ella, pero no agotarla. No sirve de nada comenzar súbitamente a protestar contra nuevas empresas. Una actitud así no dejará de ser ilógica y absurda si no modifica enteramente nuestro estilo de vida, si no damos un viraje que nos lleve del expolio al uso, de la explotación al cuidado. Vivir de acuerdo con el acontecimiento dominical quiere decir estar en camino hacia ese cambio de rumbo: significa un estilo de vida total que, como cristiano, debemos buscar en este tiempo con decisión moral.
25.2.
Tal vez debamos presenciar los efectos devastadores del ateísmo para poder descubrir nuevamente cómo asciende,