César [González Ruano], dejé una tarjeta en casa del ausente don Ignacio [Agustí] —a quien el día siguiente había de abrazar— y di la mano, las dos manos, a los museos. La mar se enfureció, ligeramente, en mi obsequio y unas monísimas apátridas cruzaron, por mí, sus largas, elegantes piernas de galgas de otros meridianos.
Recité versos, canté, bebí y no dormí, como los poetas de la antigüedad. Mi corazón se llenó de resonancias igual que una vieja y mohosa caja de música a quien, de repente, la mano de un niño hace temblar…
Esto fue.
UN ESCRITOR PASA POR MADRID
Por Madrid acaba de pasar, veloz como un meteoro, el escritor César González Ruano, el tantas veces olvidado de su nombre. César vive —va ya para dos años— retirado en la dulce costa de Sitges, de cara al mar latino, dándose incesantemente a la amistad, trabajando sin tregua y sin descanso, cantando en verso violento al violento amor, narrando en la prosa tersa y difícil la llana anécdota, la deleitosa historia.
Si el hombre es su dedicación y el nombre su mismo espejo, no fácil ha de venir a resultar encontrar hoy en España un escritor como César González Ruano, al que le cuadre —tan exactamente como anillo al dedo— el calificativo del oficio. Se piensa ya —sobre el equilibrio inestable de los treinta años— que el nombre de escritor, tan impreciso que no lo admiten ni en los contratos de inquilinato, solo podría darse, a poco que afinásemos, al escritor que, como el rayo del poeta, no cesa. Desconfiemos —ya va siendo, quizá, la hora de las desconfianzas— del escritor de un solo libro, del escritor cuya fortuna viene guardada por los perros —o los gansos capitalinos— del silencio o la omisión. Es posible que nos vayamos dando cuenta ya de que este oficio —entre bendición de Dios y malhadada forma de matar el tiempo— requiere un constante batirse, día a día, en la brecha, un permanente entregarse sin una sola claudicación, siempre gentil y sonriente, como una amante recién descubierta, a la ira o al aplauso de eso que no se conoce exactamente, de eso que tan exigente resulta como una recién casada y tan desleal, a veces, como un compañero de colegio; de eso que —en singular da menos miedo decirlo— hemos convenido en llamar «lector». Insisto en que no cuentan más que los que se entregan sin reservas: en la amistad, en el amor, en el odio, en la literatura, en las nobles artes del corazón, donde no caben ni el subterfugio ni el escondrijo. Yo lo he visto trabajar en su casa de Sitges —en su estudio, que le ofrece el mar sobre los tejados— o en el cafetín de la playa, el Chiringuito, que es ya el mismo mar, con su olor, su color y su sabor, y he recordado la vieja anécdota del viejo Baudelaire —que sabía el oficio de leer los corazones confusos— cuando, ante una dama que le preguntaba el porqué del insondable misterio de la inspiración, respondió, con una gracia elemental y antigua, con una sabiduría de hombre al borde de morir de madurez, con aquellas palabras que los escritores deberíamos llevar tatuadas en el dorso de nuestra mano derecha: «La inspiración, señora, es trabajar todos los días».
Por Madrid ha pasado y de Madrid se ha ido, una vez más, nadie sabe si en busca de la paz o en pos de la incertidumbre, el hombre que camina dejando tras de sí una estela firmísima de obra cumplida. Para muy pronto nos anuncia la aparición de varios eslabones más de la cadena que, aprisionándolo, nos libera. En estos días pasados en que volvió a escribir en los viejos cafés familiares, y volvió a caminar bajo las renovadas acacias, y dejó oír su poderosa voz al borde mismo de la madrugada en el corazón de la ciudad, César González Ruano tocó con las yemas de sus dedos las almas de sus amigos, que dormían de tedio —en un ambiente enmohecido cuando no hostil— porque preferían, ¡bendito sea Dios!, el sueño del aburrimiento a la muerte segura de la indiferencia.
Desde Sitges, como un vendimiador del Viejo Testamento, César González Ruano sonreirá quizás al leer estas líneas. Nosotros, los amigos que conocemos su secreto, su piedra filosofal, recogemos como un eco su sonrisa, que brilla luminosa a la luz violenta del mirador del Cau Ferrat, aquel mirador al que un día, sin saber lo que hacíamos, nos asomamos a ver el mar.
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