Alexandre Dumas

El conde de montecristo


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delante, seguido de los marineros y de Manuel.

      -Ahora -dijo el armador a su mujer y a su hija-, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

      Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

      Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

      Los dos hombres quedaron a solas.

      -Ea, caballero -dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón-, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.

      -Ya he visto, caballero -respondió el inglés-, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.

      -¡Oh, caballero! -murmuró Morrel.

      -Veamos -prosiguió el comisionista-. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?

      -Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.

      -¿Deseáis una prórroga para pagarme?

      -Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida -repuso Morrel.

      -¿De cuánto tiempo la queréis?

      Morrel, vacilante, dijo:

      -De dos meses.

      -Os concedo tres -respondió el extranjero.

      -¿Pero creéis que la casa de Thomson y French… ?

      -Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

      -Sí.

      -Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)

      -Os esperaré, caballero -dijo Morrel-, y, o vos quedaréis pagado… , o muerto yo.

      Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

      Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.

      En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

      -¡Oh, caballero! -dijo juntando las manos.

      -Señorita -respondió el inglés-, si en alguna ocasión recibís una carta… firmada por… por Simbad el Marino… , efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.

      -Lo haré, caballero -respondió Julia.

      -¿Me prometéis hacerlo?

      -Os lo juro.

      -Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.

      Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

      El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

      En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

      -Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros -le dijo.

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