José Alfredo Páramo

Allegro Molto. 60 Años de Anécdotas


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ademanes.

      Otra prolongada espera.

      BMM305.tifChávez no acepta la derrota

      Con tantos contratiempos, cualquier otro concierto se habría suspendido, pero Carlos Chávez estaba decidido a presentar ante el público mexicano la sinfonía cuyo estreno mundial acababa de realizar en Kentucky.

      Una vez que refuncionó la raquítica planta eléctrica del Palacio de Bellas Artes, Chávez se dispuso a reanudar la interpretación en el pasaje donde había sido interrumpido el flujo de la música; pero en ese instante, una persona se dirigió a él en voz alta:

      —¡Da capo, maestro, por favor!

      El director y compositor vio al intruso con una expresión indescriptible. ¿Disgusto? ¿Incredulidad? ¿Complacencia? Nadie lo supo.

      Volvió las hojas de su partitura y los músicos lo imitaron. En un ambiente de desasosiego tuvo, contra todos los pronósticos, una feliz ejecución la Cuarta Sinfonía.

      El calor había dado paso al frío de la madrugada. Los maestros del atril, agotados pero estoicos, habían hecho acopio de buena voluntad y profesionalismo.

      Dos días después, un erudito crítico comparaba esta interpretación con la clásica ejecución de la Sinfonía Los adioses, de Haydn, en la que cada instrumentista, al terminar su parte, apaga la luz del atril y se retira en silencio hasta que no queda más luz en el proscenio que la del violín concertino.

      Ningún comentario periodístico fue tan certero como el que describió el heroico empeño del maestro: “Quien porfía, estrena sinfonía”.

      La Resurrección, frustrada

      En los años que se agregaron ceros al valor de nuestra moneda, nunca me imaginé que la entrega de dos mil pesos para que se desayunara uno de mis hijos en la mañana dominical, iba a marcar el destino del concierto que yo tanto anhelaba escuchar.

      Estaba programada, como obra única, la Segunda Sinfonía, denominada Resurrección, de Gustav Mahler, dirigida por Kaplan, estadounidense que había llegado a México precedido por cierta asombrosa publicidad.

      Gilbert Kaplan nació el 3 de marzo de 1941 en la ciudad de Nueva York. Además de ser un multimillonario hombre de negocios y un director de orquesta aficionado que inclusive ha actuado al frente de la New York Philharmonic (para escándalo de algunos instrumentistas del conjunto), fundó la revista Institutional Investor y se ha dedicado al periodismo.

      En el libro conmemorativo del trigésimo aniversario de la Orquesta Sinfónica de Minería, se explica así la incorporación al programa de la Academia de Música del Palacio de Minería de Gilbert Kaplan:

      Saturnino Suárez y Luis Herrera de la Fuente debieron aceptar (1991) la “amistosa presión” del Secretario de Hacienda, que había sido compañero de estudios de Kaplan, para que lo invitaran a dirigir la Orquesta, lo que resultó, por cierto, muy exitoso.

      “¿Cómo le dices al Secretario de Hacienda que no?”, dice don Luis irónicamente. “Es como si un monstruo te dice: o me firmas aquí o te mueres... pues firmas”.

      Aficionado o no, el hecho era que a este hombre que arribó al país en su jet particular se le había encargado, en calidad de huésped, la conducción de uno de los mejores conjuntos mexicanos: la Orquesta Sinfónica de Minería.

      No fue la curiosidad morbosa, sino el amor a la música de Mahler lo que me llevó a apresurarme para arribar temprano a las taquillas de la Sala Nezahualcóyotl.

      Filas colosales

      A pesar de que llegué a las taquillas 40 minutos antes del concierto, encontré filas colosales en cada una de ellas. Nervioso, decidí formarme en la menos desproporcionada y aposté a mi buena suerte.

      Veinticinco minutos después, me encontraba a una distancia razonable de la ventanilla. Tan razonable, que pude leer el letrero siniestro: “Agotadas todas las localidades para el concierto de la Orquesta Sinfónica de Minería de los días sábado 13 y domingo 14 de agosto”.

      —¿Qué no es ésta la fila para los boletos de la Segunda de Mahler? –pregunté entre descorazonado e ingenuo a mis vecinos de fila.

      —No, mi amigo –respondió uno de ellos–, es para el próximo concierto de la temporada, el de la semana entrante. Los de éste se agotaron desde hace varios días.

      Con la actitud del solista que toca una nota falsa en el último compás, decidí desandar los 45 kilómetros que separan el Centro Cultural Universitario de las colinas del municipio conurbado de Naucalpan. Pero había apostado a mi buena suerte, que no podía fallarme.

      —Me sobra un boleto –anunció una señora–, ¿quién lo...?

      Como cascada de corcheas en partitura de Bach, caímos varios pretendientes sobre ella. La expresión de súplica de mi rostro debe de haber sido más convincente que la de mis rivales, puesto que a mí extendió la mano.

      —¿Cu... cuánto le debo? –la ametrallé tartamudo.

      —Dos mil pesos.

      Metí rápidamente la mano en el bolsillo. Recordaba que tenía un billete de mil, una moneda de 500 y cinco de 100, justamente lo que necesitaba. Pero, oh, infortunio, el dinero se lo había dejado a mi hijo hora y media antes.

      Los demás aspirantes trataron de aprovechar mi desconcierto. Uno de ellos agitó ante los ojos de la señora un billete de dos mil. Abrí apresurado el bolso de mano, ese bolso que escandaliza a mis hijos, al que llaman mariconera. El billete que traía era verde, con el retrato de Cárdenas, el del petróleo.

      —Tenga, señora, gracias.

      Ella iba a entregarme el pase para el Paraíso, pero añadió:

      —Sólo que no tengo cambio.

      Mi primer intento fue dejarle ese billete de diez mil, pero era el único que llevaba.

      —Espéreme –rogué–, corro a la cafetería a cambiar. Por favor no vaya a venderlo a otra persona.

      Mi salvadora hizo una mueca de impaciencia y amenazó:

      —No se tarde, ¿eh? Porque si no...

      De unas zancadas llegué a la cafetería.

      —Pronto, por favor, un café y un... un... rollo de canela. ¿Dónde pago?

      Regresé con mi hada madrina justo a tiempo para evitar el último asalto de mis rivales.

      —Tenga, señora, aquí están los dos mil pesos. Gracias, de veras muchas gracias.

      El café fatal

      Faltaban unos cinco minutos para el inicio del concierto. Recordé que había dejado en la barra mi café y el rollo de canela. Regresé a la cafetería y de dos tragos di cuenta de la bebida y envolví el pan en una servilleta de papel.

      La muchacha me miró extrañada y me preguntó si quería más café. Ante mi titubeo, añadió:

      —Es gratis.

      Llenó nuevamente el vaso de plástico y de un trago vacié su contenido. Sentía la lengua y la garganta quemadas. Subí en tempo vivacísimo por las escaleras hasta la localidad del segundo piso, donde tuve la fortuna de encontrar una butaca vacía, y me dispuse a concentrarme en lo que habría de escuchar.

      Ya habían entrado los instrumentistas y los cantantes. El espectáculo era hermoso: una orquesta de grandes proporciones cubría el abanico del proscenio. Los hombres vestían de impecable etiqueta y las blusas blancas de las muchachas brillaban como crestas de olas en aquel mar negro. Atrás de los instrumentistas se extendía la franja azul del cielo de los vestidos de las jóvenes del coro.

      “Esto es un anticipo de la eterna bienaventuranza”, pensé, mientras las cuerdas iniciaban la sinfonía de mis amores, de 76 minutos de duración.

      Se