Adriana Ortíz Barraza

Mujeres poderosas: aduéñate de tu cuerpo, de tu mente y de tus deseos


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fundamental conocernos mirando a nuestro interior, escucharnos y comprendernos.

      CONSTRUYENDO

       TU PODER

      Ahora me gustaría que busques un lugar tranquilo y realices el siguiente ejercicio.

      1 Piensa en las ocasiones en las que te has dicho que no puedes o que no eres capaz de hacer algo. Si te es posible, plantéatelo de forma concreta en algún hecho relevante de tu vida, por ejemplo: “No puedo decidir correctamente” o “No puedo bajar de peso” o “No soy capaz de valerme por mí mismo” o “No voy a poder concluir mi carrera universitaria” o cualquier otra que te hayas dicho. Si deseas, puedes escribirlo en una hoja de papel.

      2 Ahora, reflexiona desde dónde vienen esos pensamientos y busca generar un diálogo con tu voz interior. ¿Qué es lo que te impide lograr tus objetivos? Identifica si son paradigmas que te han dicho a lo largo de tu vida, como: “En esta casa las mujeres no estudian” o “En esta casa todos somos gordos, así que acostúmbrate a que nunca podrás ser delgado”.

      3 A continuación, identifica qué es lo que en realidad quieres lograr, pero que sea tu deseo y no el que otros quieran o te impongan. Este sería el primer paso en la Ecuación del poder. Una vez que lo tengas localizado, siguiendo la ecuación, considera qué es lo que requieres para realizarlo. Por ejemplo: si quieres independizarte y vivir solo, puedes comenzar a revisar qué es lo que se necesita. Seguramente tendrás que ahorrar, además de revisar opciones de renta diariamente. El asunto de fondo es conocer todo lo que implica tu deseo para entonces hacer un plan de acción y, en este caso, poder mudarte.

      4 Para cerrar este ejercicio, examina algún momento en el que hayas obtenido un logro en tu vida. No importa si fue pequeño o grande, del pasado o el presente. Puede ser cuando aprendiste a andar en bicicleta y no sabías si lo lograrías o quizá cuando sacaste la mejor calificación entre tus compañeros pese a que tenías un profesor complicado. Esas fueron muestras de tu poder. Esas fueron pequeñas demostraciones de que nada puede detenerte. ¡Ahora ve por las más grandes!

      Conocí a Kendra un mes de septiembre, cuando ella tenía siete años apenas cumplidos. Era una niña graciosa, de tez muy blanca y mejillas rosadas. Sus padres habían solicitado una cita conmigo, ya que la pequeña le había confesado a su mamá que una persona cercana a la familia le “tocaba partes de su cuerpo”.

      Estaban en shock. No podían creer lo revelado por su hija y se culpaban de no haberse dado cuenta. Su padre guardaba silencio, mientras que su madre lloraba desconsoladamente con el más profundo dolor.

      Querían que se hiciera justicia y levantarían una denuncia formal. Como se hace en estos casos, Kendra tendría que dar su testimonio ante las autoridades correspondientes, contando detalles precisos y dolorosos y reviviendo escenas que muy probablemente había intentado olvidar.

      Los escuché con toda mi atención y empatía. Fue un tiempo largo, o quizá no lo fue tanto, pero así lo sentí. No podía dejar de pensar en lo terrible de la situación, en el golpe tan duro para la familia, pero sobre todo en qué estaría pasando por la mente infantil de Kendra, pues el hecho marcaría su vida para siempre.

      Llegó el momento de conversar con mi pequeña paciente. Le abrí la puerta del consultorio, la saludé con amabilidad y la invité a pasar. Ella decidió sentarse en uno de los sillones y quedamos de frente. Le pregunté si sabía por qué la habían traído a verme y, sin titubear, contestó: “Porque un amigo de mis papás abusó de mí y quiero prepararme para decir todo a unas personas que van a hacer que lo metan a la cárcel”.

      Tuve muchos pensamientos a la vez: ¿por qué tuvo una niña que vivir esto? Era tan frágil e inocente. ¿Qué tipo tan enfermo fue capaz de abusar de ella? Pero los pensamientos cesaron, a excepción de uno que perduró en mi mente: ¡qué fuerte y valiente niña!

      Kendra estaba decidida a enfrentar a ese “hombre malo”, como ella lo definió. Las sesiones pasaban y le gustaba jugar con acuarelas al tiempo que conversaba conmigo. Una vez hizo un dibujo en el que se esforzó especialmente y, al acabarlo, exclamó entregándome la hoja en mi mano: “Mira”. “Cuéntame qué dibujaste ahora”, pronuncié. El dibujo solo tenía dos colores, negro y rojo, y la figura dibujada era extraña, no tenía una forma específica. “Es el monstruo, Adriana, es feo, ¿no?”, me comentó.

      Las emociones me invadían siempre al estar con esta paciente. Pero me quedó claro que ese dibujo era el reflejo de su inconsciente, de lo más profundo de su mente, del dolor, de la culpa y del miedo que le producía aquel monstruo que había abusado de ella.

      “Sí es muy feo, pero tú puedes vencer a ese monstruo”, señalé. “¿Cómo?”, preguntó y le contesté: “Existen heroínas que luchan contra los malos, como la Mujer Maravilla o las Chicas Superpoderosas. Quizá también pueda existir SuperKendra”.

      Tenía un nudo en la garganta, pero ella se emocionó al escuchar lo que dije y, al mismo tiempo que reía, anunció: “Ya sé, voy a dibujar a una SuperKendra”.

      Jugamos en esa sesión a vencer al monstruo del dibujo y ella lo venció. Pero no todas las sesiones eran así. A veces llegaba enojada, otras triste o simplemente no quería jugar ni decir nada. A pesar de todo, no se rendía.

      Iban a tomar su testimonio para iniciar el proceso de demanda, pero Kendra no podía recordar desde cuándo el monstruo abusaba de ella. Su madre pensaba que solo había pasado en dos ocasiones, las únicas en las que había estado totalmente a solas con el abusador, pero todo era confuso.

      Un día que tengo muy grabado en mi mente, Kendra llegó a su hora habitual de sesión. Apenas abrí la puerta, corrió gritando desde el pasillo de la sala de espera: “¡Adry, ya lo sé, ya me acordé!”. Y la verdad es que no me esperaba lo que me dijo después: “Ya me acordé desde cuándo el hombre malo me hacía cosas”.

      Mi corazón latió fuerte, sentí ese nudo ya habitual en mi garganta cuando estaba con Kendra. Veía su cara de felicidad, sus mejillas rosadas y su sonrisa inocente. “Fue desde que cumplí cinco años, Adry, ya puedo decirlo para que lo metan a la cárcel y no le haga daño a otros niños”, me confesó.

      Más tarde, me dijo que quería decirle todo lo que pensaba a esa persona. Le señalé que una forma de expresar lo que sentía era escribir una carta. De inmediato buscó un espacio del consultorio donde acomodarse y empezó a escribir en una hoja en blanco. Pasaron varios minutos hasta que terminó y me dijo que quería leérlmela.

      Recuerdo que en ella mencionaba lo mucho que confiaba en ese hombre, que no sabía por qué le había hecho tanto mal, pero que algún día ella iba a estar bien y feliz. Después de finalizar su carta, Kendra me miró diciendo: “Sí pude hacerlo, Adry, le dije todo en la carta”.

      Me dieron ganas de llorar, pero pensé que sería muy injusto hacerlo frente a la niña, cuando ella estaba siendo tan fuerte. Era mi labor contenerla y así ayudarla a superar esa amarga experiencia.

      Respiré profundo mientras me decía a mí misma: “Esta niña ha podido enfrentar algo tan duro como un abuso sexual y es mi deber proporcionarle toda mi fortaleza para que sane y deje de sufrir”.

      Paradójicamente, Kendra me hizo ser más fuerte, por eso siempre la recuerdo como mi pequeña niña poderosa.

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