nuestro Dios,
adórenlo ante el estrado de sus pies.
¡Santo es el Señor!”.
Salmo 99, 5
3ª Predicación: “El sentido de la Cruz y nuestros desafíos III” El dolor y el fracaso (1)
“Comprendámoslo: nuestro hombre viejo
ha sido crucificado con él,
para que fuera destruido este cuerpo de pecado,
y así dejáramos de ser esclavos del pecado”.
Romanos 6, 6
Queda claro que la contraposición entre ser “crucificados con él” desde el hombre viejo y dejar de ser “esclavos del pecado” connota un camino de conversión dentro de nuestra temporalidad con, lógicamente, categorías de espacio y tiempo.
Los espacios de Dios son las ocasiones brindadas por el mismo Dios a los hombres para que podamos construir, servir, formarnos, motivarnos, proyectar; siempre son espacios de crecimiento. Y para el tiempo oportuno de este camino ascendente y progresivo, necesitamos estar atentos a los acontecimientos, a los hechos, personas, palabras, anuncios, experiencias personales y comunitarias de oración (en las que Dios inspira ideas, objetos concretos de nuestra reflexión).
Ahora bien, es indudable que muchas veces las experiencias de “dolor y fracaso” no asumidas o evadidas o rechazadas inconscientemente pueden contribuir notablemente a que nuestro hombre viejo siga siempre el camino de la esclavitud del pecado. Indudablemente, el dolor y el fracaso son realidades que pertenecen a la existencia humana. Hablar de estas realidades dentro del tema de las experiencias de gracia puede resultar inesperado, pero no se trata de una decisión infunda. El Señor Jesucristo aceptó la Cruz siendo Él único Redentor del género humano. Nosotros, al invitarnos y aceptarnos como discípulos suyos, tomamos su Cruz, siempre con los límites de nuestras limitaciones humanas. Tomar su Cruz significa que aceptamos también a Cristo como Salvador de esa esclavitud del pecado. El Dios de la tradición bíblica no es un Dios solamente de los momentos positivos, sino también el que se revela en los momentos de máxima negatividad como Dios Salvador. Esto no tiene nada que ver con una actitud enfermiza ante el dolor, como sería la que lo busca intencionalmente y encuentra alegría en él.
Por eso, conviene analizar si esto ocurriera, cuáles son las reacciones de nuestra conversión. A veces son un “grupo de trastornos neuróticos caracterizados por síntomas físicos sin que haya patología orgánica identificable”. Se las conoce también como reacciones histéricas. Son expresiones de conflicto interno y ansiedad.
Se pueden presentar diversos síntomas de la histeria y se clasifican así:
1. Sensoriales: la histeria puede afectar cualquiera de los sentidos corporales. Entre los más corrientes trastornos de las funciones sensoriales están los que afectan el oído, la visión y la sensibilidad al tacto y al dolor.
2. Síntomas motores: la dificultad de movimiento es un síntoma común de la histeria (tics, mutismo, susurro, dificultades para hablar, temblores, etc.).
3. Síntomas viscerales: dolores de cabeza, hipo, tos, vómito, eructos, náusea, estreñimiento y diarrea.
Toda esta sintomatología puede darse dado que las personas que se “cuelgan” de la cruz y se regocijan en sufrir por el sufrimiento en sí y no por amor a Cristo, en la aceptación silenciosa, intentan inconscientemente evitar conflictos emocionales y son, sin lugar a dudas, un intento inconsciente de rehuir situaciones amenazantes.
La represión de los conflictos emocionales es uno de los factores etiológicos importantes en muchos casos de reacción de conversión. Algunos individuos, por ejemplo, abrigan fuertes sentimientos hostiles. Si permitieran que afloraran a lo consciente, esos sentimientos serían demasiado amenazantes y angustiadores. En vez de permitir que esa angustia surja a la consciencia, o en vez de ligarla a un objeto específico, tal como se hace en las reacciones de fobia, el conflicto se canaliza hacia síntomas físicos.
Bajo esta luz puede verse que las reacciones de conversión son los esfuerzos del individuo por resolver conflictos emocionales y frustraciones, la estructura de su personalidad a menudo se caracteriza por mecanismos de defensa o de negación, racionalización y represión. En lugar de encarar sus problemas en un nivel consciente, la persona intenta suprimir los conflictos, evitando así la angustia asociada con ellos. Nada más alejado al pensamiento bíblico, orientado al bienestar del hombre concreto, que ve ahí la expresión de la bendición de Dios.
Quien tiene síntomas histéricos suele ser una persona con honda necesidad de atención y aprobación. Frecuentemente no ha logrado desarrollar su independencia emocional y está fuertemente influida por sus padres. Entonces, lo que hace es adoptar síntomas histéricos como medio de obtener seguridad y reconocimiento, por ejemplo, el niño que ha sido centro de atención en el hogar puede mostrar síntomas histéricos porque la atención y solicitud que antes se le brindaban se otorgan ahora al recién nacido.
Cuando al enfermarse una persona logra rehuir circunstancias desagradables, puede prolongar su enfermedad aun cuando las causas orgánicas hayan sido eliminadas. La enfermedad es real para la persona, aunque el trastorno orgánico no sea ya causa de su padecimiento. Las reacciones histéricas a veces surgen ante situaciones terribles como medio de escape. Por ejemplo, el soldado recién reclutado puede enfermar rápidamente al oír acerca de algunos de los peligros que tendrá que enfrentar en su carrera militar. Su enfermedad es una reacción defensiva provocada por su angustiosa situación.
Y no puedo obviar de tener en consideración que la reacción de conversión puede también producirse por sentimientos de culpa.
Si la persona cree merecer castigo por algún acto inmoral o ilegal, puede castigarse enfermándose. Desde luego, la víctima de histeria no se da cuenta de la relación entre su auto condena y la enfermedad.
Condiciones precipitantes pueden también incluir sensaciones como la amenaza a la autoestima o al éxito económico.
Quien afronta una situación así puede intentar resolver su problema enfermándose.
Por tanto, la cruz debe ser aceptada como signo de victoria; genera esperanza. Sucede dado que nuestra mira está puesta en quien Dios es y en como Él nos percibe. La esperanza de la Cruz viene al caminar hacia adelante. Cuando alejamos nuestros ojos de Jesús, nuestra esperanza puede mermar. Cuando esto sucede provoca que nos rindamos, fracasemos, nos derrumbemos o vivamos conformes. Algunas veces la erosión de la esperanza es igual a una avalancha que termina en veinte segundos.
Una experiencia negativa nos golpea duramente y nuestra esperanza se pauperiza de inmediato. Otras veces la esperanza merma tan gradualmente que ni siquiera nos percatamos. Simplemente caminamos la vida sin ambición, sintiéndonos sin bendición. Incluso, podemos abatirnos y desanimarnos tanto que debemos contar con la esperanza de los demás para que
nos lleve de la mano hasta que nuestra propia esperanza vuelva o se desarrolle. Es normal haber pasado por alguna depresión normal (no patológica) y saber lo que es no tener esperanza. La desesperación es el centro de la depresión.
Sin embargo, junto al Señor Jesucristo, tenemos la inmutable seguridad, que aceptando “el desafío de cada día”, la esperanza puede crecer. A menudo significa no dejar que tu situación o circunstancias te controlen. Cuando estamos des animados y heridos, Dios vive, todavía nos ama, aún si no sen timos su amor.
La esperanza puede reinar en medio de calamidades si la hemos alimentado en nuestras idas. Dependamos absoluta mente de Dios en la esperanza.
La esperanza significa ir ante Dios para cada decisión, cada desafío y cada reto.
Nos enseña Pablo: “Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la que estamos afianzados, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios”, Rom 5, 2.
Nuestra esperanza debe estar centrada en Dios con su Providencia en nuestras vidas. Cuando pasamos por tiempos difíciles, nuestra dependencia de Dios hará