Sarah MacLean

Grace y el duque


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cerrarlo con fuerza a su espalda para dejar atrás la cacofonía de sonidos.

      Sola para subir las estrechas escaleras a un ritmo tranquilo y constante, un ritmo que no se acompasaba con el de su corazón, que aumentó al llegar al segundo piso. Y al tercero.

      Sola para contar las puertas del pasillo del cuarto piso.

      «Una. Dos. Tres».

      Sola para abrir la cuarta puerta a la izquierda y cerrarla tras de sí, quedando envuelta en una oscuridad lo bastante densa como para olvidar la fiesta alocada que se desarrollaba unas plantas más abajo. El mundo entero se había concentrado en esa habitación —que estaba dotada de la única ventana que daba a los tejados de Covent Garden— y en su escaso mobiliario: una mesita, una silla y una cama individual.

      Sola en esa habitación.

      Sola con el hombre que yacía inconsciente en la cama.

      Capítulo 3

      Los ángeles lo habían rescatado.

      La explosión hizo que volara por los aires hasta hacerlo caer en la parte más oscura de los muelles. Dio varias vueltas de campana en el aire, pero en el aterrizaje se había dislocado el hombro y no podía mover el brazo izquierdo. Se decía que la dislocación era uno de los peores dolores que podía soportar un cuerpo, y esa era la segunda vez para el duque de Marwick. Las dos veces se había puesto en pie tambaleándose, con la mente en blanco. Las dos veces se había esforzado para soportar el dolor. Las dos veces había buscado un lugar donde esconderse de su enemigo.

      Las dos veces los ángeles lo habían rescatado.

      La primera vez, el ángel tenía un rostro radiante y amable, con un alboroto de rizos rojos, mil pecas en la nariz y las mejillas, y los ojos castaños más grandes que él hubiera visto nunca. Ella lo había encontrado en el armario donde se escondía, se había llevado un dedo a los labios y le había sujetado la mano buena mientras con la otra —más grande y fuerte— le recolocaba la articulación. Se había desmayado por el dolor y, cuando despertó, ella estaba allí como la luz del sol, esperándolo con una suave caricia y una voz melodiosa aún más amable.

      Y se había enamorado de ella.

      La segunda vez, los ángeles que lo rescataron no habían sido amables ni habían cantado. Habían ido a por él con fuerza y sin miramientos, encapuchados para ocultar el rostro en la sombra, con abrigos ondeando como alas mientras se acercaban y las botas resonando sobre los adoquines. Iban armados como soldados del cielo, flanqueados por espadas, que se convertían en dagas de fuego a la luz del barco que ardía en los muelles, destruido por la orden que él había dado, y que casi había acabado también con la vida de la mujer a la que su hermano amaba.

      La segunda vez, los ángeles eran soldados y venían a castigarlo, no a salvarlo.

      Aun así, era un rescate.

      Se había puesto en pie cuando se acercaron, preparado para enfrentarse a ellos, para recibir el castigo que le infligirían. Se estremeció ante un dolor en la pierna que no había notado antes, provocado por una esquirla del mástil del carguero destruido que se le había clavado en el muslo y le cubría de sangre la pernera del pantalón, lo que le impedía luchar.

      Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para golpearlo, perdió el conocimiento.

      Y fue entonces cuando llegaron las pesadillas; no de bestias y brutalidad, ni llenas de dientes afilados y un terror todavía más agudo. Eran peores que todo eso.

      Los sueños de Ewan estaban repletos de ella.

      Durante días había soñado con el alivio de sus agradables caricias en la frente. Con el brazo de ella levantándole la cabeza para que bebiera el líquido amargo de la taza que le acercaba a los labios. Con los dedos de ella recorriendo sus doloridos músculos, aliviando el agudo dolor de su pierna. Con el aroma de ella, a sol y a secretos, como la sonrisa de aquel primer ángel que lo había atendido tantos años atrás.

      Estuvo a punto de despertarse una docena de veces, quizá cien… Y eso también convertía el sueño en una pesadilla: el miedo a que el paño frío en la frente no estuviera realmente allí. El terror a que pudiera perderse aquellos cuidados, cómo le cambiaba el vendaje en la herida del muslo, a que el sabor del caldo amargo que ella le daba de comer fuera pura fantasía. A que la delicada aplicación del bálsamo sobre sus heridas no fuera más que una alucinación.

      Y siempre soñaba que el tacto permanecía mucho tiempo después de que el bálsamo desapareciera, suave y persistente, recorriéndole el pecho, bajando por su torso, explorando las crestas y valles.

      Siempre soñaba con que sentía los dedos de ella sobre su cara, que le acariciaba las cejas y trazaba los huesos de sus pómulos y de su mandíbula.

      Siempre había soñado con sentir sus labios en su frente. En su mejilla. En la comisura de su boca.

      Siempre había ansiado tener su mano en la suya, enredar sus dedos con los de ella, notar su palma cálida contra la de él.

      Y el sueño lo había llegado a convertir en una pesadilla: en la dolorosa conciencia de que lo había imaginado. De que no era ella. De que no era real. De que él no podía devolver las caricias. Los besos.

      Así que se quedaba tumbado, dispuesto a soñar, a revivir la pesadilla una y otra vez, con la esperanza de que su mente le diera lo último de ella, su voz.

      Nunca fue así. El contacto llegaba sin palabras; los cuidados, sin susurros. Y el silencio escocía más que la herida.

      Hasta esa noche, cuando el ángel habló, y su voz llegó como un arma malvada: un largo suspiro, y luego, intenso y delicioso, como el whisky caliente: «Ewan».

      «Como si hubiera vuelto a casa».

      Estaba despierto.

      Abrió los ojos. Todavía era de noche, ¿otra vez de noche? Una noche eterna… en una habitación oscura, y su primer pensamiento fue el mismo que había tenido cada día al despertar durante veinte años: «Grace».

      La chica que había amado.

      La que había perdido.

      La que se había pasado media vida buscando.

      Una letanía que nunca curaba. Una bendición que nunca obtendría porque jamás la encontraría.

      Pero allí, en la oscuridad, el pensamiento era más persistente que de costumbre. Más urgente. Llegó como un recuerdo, como el roce de un fantasma en su brazo. En su frente. En su pelo. Llegó con el sonido de la voz de ella en su oído: «Ewan».

      «Grace».

      Un susurro apenas.

      «¿El roce de una tela?».

      La esperanza estalló, dura y desagradable. Entrecerró los ojos en las sombras. Negro sobre negro. Silencio. Vacío.

      «Fantasía».

      No era ella. No podía ser ella.

      Se pasó una mano por la cara. El movimiento le produjo un dolor sordo en el hombro, un dolor que recordaba de años atrás, cuando se había dislocado el hombro y se lo habían vuelto a colocar. Intentó sentarse, pero el muslo herido, casi curado y rígidamente vendado, se lo impidió. Apretó los dientes por la persistente punzada de dolor, aunque la acogió con agrado porque lo distraía del otro dolor, mucho más familiar. El de la pérdida.

      Se le estaba despejando la cabeza rápidamente y reconoció que la niebla que se disipaba era un efecto del láudano. ¿Cuánto tiempo llevaba drogado?

      ¿Dónde estaba?

      ¿Dónde estaba ella?

      Muerta. Le habían dicho que estaba muerta.

      Ignoró la angustia que siempre acompañaba a ese pensamiento, se acercó a la mesilla cercana a la cama, buscando una vela o un pedernal, y derribó un vaso. El sonido del líquido