el prejuicio está instalado desde el principio. Lo mío es lo bueno y lo del otro es lo malo, el objetivo es vencer. La competición es lo que prima y no importa el argumento: lo que importa es ganar al otro. Por ello no necesitamos debate, sino diálogo, gente que esté dispuesta a conversar sobre las propuestas realizadas. Quien conversa expone aquello que cree, aquello que piensa, sin pretender tener toda la verdad, sino mostrando a los demás sus convicciones, sus propuestas.
El diálogo supone que se escucha al interlocutor y sus propuestas, que se permanece en silencio para acoger lo que el otro dice, que se aprecia y se valora lo que afirma el otro, que se está dispuesto a cambiar la postura propia al escuchar los argumentos del otro. En el diálogo no hay vencedores, ganan todos; no hay competición, sino cooperación. Necesitamos conversar sobre las propuestas que se realizan.
7. Minorías con vocación de mayoría
Les decían que estaban locas, que eran pocas, que no había nada que hacer: ¿cómo iban a votar las mujeres? ¿Cómo iban a no estar subordinadas a sus maridos? ¿Cómo iban a ir a la universidad o a correr un maratón? Eso era imposible, era una lucha perdida de antemano. Pero, aunque ellas sabían que eran pocas, no montaron una comuna ideal para que esto se hiciese realidad a pequeña escala mientras el resto del mundo perseveraba en su error. No, lucharon para ser mayoría y que sus ideas llegasen a toda la sociedad.
Las ideas nuevas, las propuestas diferentes, siempre comienzan siendo minoritarias. Cuando una sociedad está asentada en una manera de ver las cosas que lleva mucho tiempo siendo la preponderante, que es fuerte, mayoritaria y compartida por gran parte de la población y de los pensadores del momento, es muy difícil introducir nuevas ideas, es complicado realizar propuestas que intenten cambiar el paradigma de ese momento. Reorientar la dirección que ha tomado la corriente principal del pensamiento económico o de otra clase es complicado. Porque lo más sencillo es dejarse llevar por esta, resistirse a ella es costoso y difícil. Nadar a contracorriente supone un gran esfuerzo que no todos están dispuestos a dar y que puede acabar en fracaso.
Por eso, en un primer momento, proponer ideas alternativas a la preponderante suele ser una cuestión minoritaria. Solo unos pocos se atreven a ello, y ellos pueden tomar dos opciones fundamentales. La primera es la que denomino «minorías con vocación de minoría». Se trata de aquellos grupos que encuentran un recodo en el río, un pequeño ramal secundario del mismo en el que pueden asentarse fácilmente y resistir en él a la corriente principal y en ocasiones hasta remontarla un poco. Se trata de aquellos colectivos que, teniendo ideas diferentes a las mayoritarias sobre cómo organizar la sociedad, las aplican solo para ellos mismos o para los suyos.
Para lograrlo crean un espacio diferenciado del resto en el que pueden comportarse de una manera distinta de los demás. Desde allí contemplan a los otros y les dicen que las cosas pueden ser de otra manera, que, si alguien quiere cambiar, se puede venir con ellos y experimentar esa realidad paralela que están viviendo en su grupo. Son colectivos que hacen las cosas de otra manera y demuestran que todo puede ser diferente, que animan a los otros a que se unan a ellos, pero que no pretenden cambiar la corriente principal, sino posicionarse en otro lugar en el que trabajar de otra manera. Son minorías con vocación de minoría, grupos que se separan del resto para realizar su ideal en experiencias pequeñas que no quieren cambiar el mundo, sino solo vivir de otra manera con los suyos.
Esta opción nos lleva a cierto maniqueísmo en el que esta minoría se considera en posesión de la verdad mientras el resto del mundo continúa equivocado. Por ello, las minorías con vocación de minoría suelen considerarse superiores a quienes no han tenido la suerte o la iluminación suficiente para darse cuenta de que ellas son quienes están en posesión de la verdad. Son los puros frente al resto que está contaminado, son minorías que diferencian fácilmente entre la mayoría, que se equivoca, y ellos, que son quienes están en el camino «verdadero».
La segunda opción que tienen esas minorías que tienen nuevas propuestas para mejorar la sociedad es la de ser «minorías con vocación de mayoría». Se trata de aquellos que tienen ideas novedosas, que innovan, que quieren cambiar lo existente, y, para hacerlo, intentan que sus ideas y su cosmovisión se extiendan para que sean aplicables a la mayoría. Son quienes buscan maneras de que se generalice lo que creen y que no se quede en pequeños grupos de elegidos. Opinan que lo suyo es bueno para todos, y por ello quieren popularizarlo y que no se quede en grupos reducidos.
Saben que generalizar unas ideas o extender maneras de entender la vida supone que no sean tan puras como si se hicieran en un pequeño grupo de concienciados. Que, si se generalizan, se «contaminan» o «relativizan». Pero no ven esto como un problema, sino como una riqueza. Tienen claro que la realidad tiene que matizar la perfección de las ideas. Su objetivo es que mejore la sociedad, y por ello realizan propuestas que ayuden a todos, que se puedan generalizar. Son personas y grupos que piensan que lo bueno para ellos también lo es para los demás, y por ello lo difunden e intentan que se generalice.
Estas minorías con vocación de mayoría ya no se refugian en un recodo de la corriente para vivir allí con tranquilidad y sin sobresaltos, sino que realizan el gran esfuerzo de nadar a contracorriente y de intentar desviar esta. Son personas y grupos que deben tener coraje moral para enfrentarse a lo que es normal y aceptado, que deben ser osados para descubrir esos nuevos caminos que redirigen la corriente hacia otros mares. Estas minorías lo tienen más difícil que las anteriores, pero sus resultados son los que consiguen transformar la realidad y llevarla hacia praderas más verdes que las que se transitan en la actualidad.
8. Reconocer la igual dignidad de las personas
Había acabado la conferencia y se encontraban en el diálogo posterior. Una de las asistentes clamó contra aquellos que querían entrar en nuestro país desde las naciones más pobres. La ponente le preguntó si creía que sería justo que a ella, española de 20 años, le impidiesen viajar a la mayoría de los países del mundo. Ella contestó que no, que lo normal era la situación actual, en la que ella podía viajar a todo el mundo sin mayores problemas. La ponente le preguntó entonces si veía justo que una chica de 20 años keniata, togolesa, pakistaní o siria no pudiese gozar de la misma libertad que ella para viajar libremente por todo el mundo. Ella reflexionó la respuesta y contestó: «Sí que es justo, porque no es lo mismo».
La octava premisa nos dice que en un mundo en el que todos somos diferentes, en el que no hay dos personas iguales, en el que cada uno de nosotros somos únicos e irrepetibles, en el que no ha habido, ni hay, ni habrá ninguna persona que pueda ser igual a nosotros, en el que somos seres tan especiales que nadie se nos parece ni nadie nos iguala, en el que la diferencia es la base de nuestro ser, de nuestra personalidad y de nuestras peculiaridades, en un mundo así, todos somos iguales en dignidad, porque todos somos personas.
Esto es así porque esa diferencia congénita con la que nacemos, con la que nos desarrollamos, no nos hace ni mejores ni peores de quienes tenemos alrededor. Alguien puede ser más alto o más bajo, vivir en un pueblo con más o menos historia, haber nacido en un país más pobre o más rico, tener un color de piel u otro, tener más o menos iniciativa empresarial, ser miembro de una familia de alta alcurnia o de una familia sin noble linaje, ser gerente de una empresa o un simple trabajador, ser de una nacionalidad u otra, tener unas ideas más o menos avanzadas, ser muy deportista o poco, tener o no premios, ser más o menos inteligente... Podemos ser diferentes, y de hecho lo somos, pero esto no nos hace ni más ni menos que los demás. Todos somos personas y como tales tenemos una igual dignidad.
Esta idea radical de la igualdad tiene unas implicaciones trascendentales a la hora de plantear la gestión económica de las sociedades. Porque, si todos somos iguales, todos –sin excepción– debemos tener los mismos derechos y los mismos deberes, y para que esto se haga realidad tendremos que tratar de manera diferente a quienes lo son, porque no es lo mismo el deber de colaborar en el bien común, por ejemplo, de un niño de cinco años que de un adulto de cuarenta; Porque no se concreta igual el derecho a la asistencia sanitaria de una persona sana que de una persona que tiene una enfermedad crónica. Para alcanzar la igualdad en deberes y derechos necesitamos tratar de manera diferente a quienes son distintos.