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A todos los adolescentes
que han pasado por mi vida:
los de la parroquia, los del barrio,
los de la familia y los de la escuela.
Ellos han sido, sin duda,
mis mejores maestros.
Bien creo he de saber decir poco más que lo que he dicho en otras cosas que me han mandado escribir, antes temo que han de ser casi todas las mismas, porque, así como los pájaros que enseñan a hablar no saben lo que les muestran u oyen y esto repiten muchas veces, soy yo al pie de la letra. Si el Señor quisiera diga algo nuevo, Su Majestad lo dará, o será servido traerme a la memoria lo que otras veces he dicho; que aun con esto me contentaría, por tenerla tan mala que me holgaría atinar a algunas cosas que decían estaban bien dichas, por si se hubieren perdido. Si tampoco me diere el Señor esto, con cansarme y acrecentar el mal de cabeza por obediencia quedaré con ganancia, aunque de lo que dijera no se saque provecho.
TERESA DE JESÚS, Las Moradas
Humildemente, me sumo a la humildad de la santa.
PRÓLOGO
Educar es lo mismo
que poner un motor a una barca…
Hay que medir, pensar, equilibrar…
y poner todo en marcha.
Pero, para eso,
uno tiene que llevar en el alma
un poco de marino…
un poco de pirata…
un poco de poeta…
y un kilo y medio de paciencia concentrada.
(GABRIEL CELAYA)
Agradezco a Raúl que haya pensado en mí para abrir a los lectores la ventana de su libro, pero sobre todo le agradezco los años compartidos en la tarea educativa –¡a punto de ser veinte años!– desarrollada en el colegio Luz Casanova, de Usera (Madrid).
Fue toda una casualidad encontrarme con él. ¡Bendita y graciosa casualidad!
Y ha sido para mí –y creo que para las titularidades, equipo educativo, familias e innumerables alumnos y colaboradores del centro– un regalo a lo largo de estos años, porque se ha atrevido, con sus fortalezas y debilidades, a educar desde la «barca» del colegio Luz Casanova en el mar de Usera, entendiendo esta tarea en la sugerente orientación poética de Gabriel Celaya.
Ha procurado educar midiendo, pesando, equilibrando, poniendo en marcha el motor... desde las distintas tareas desarrolladas: profesor, tutor, coordinador, director, responsable de comunicación, etc.
Y puedo decir, apoyándome en el poeta, que en su alma esperanzada ha llevado y lleva un poco de marino, un poco de pirata, un poco de poeta y un poco de muchísimas cosas más. ¡También «kilo y medio de paciencia concentrada»!
Sigue ilusionado en la actualidad, con las desazones normales de quien trabaja en el mar de la educación, y sigue bregando en el aula como si fuera el primer día. No se ha acomodado y no ha dejado que nos acomodemos. En su interior anidan fuertes convicciones cristianas, fortalecidas con vivencias comprometidas, que le plantean un montón de preguntas respecto a casi todo, pero de un modo especial respecto a la educación. No las elude. Todo lo contrario: se toma su tiempo y busca respuesta pensando, leyendo, soñando, actuando…
Las preguntas surgen a borbotones en sus palabras, en sus sueños, en sus desánimos, en sus alegrías y tristezas. Y siempre, siempre, se convierten en propuestas compartidas de acción, en las que no elude mancharse las manos intentando hacerlas realidad.
Y algo de todo eso es lo que se puede encontrar el lector latiendo bajo estas páginas, ofrecidas por el autor con cierto rubor. Le he oído exteriorizar: «¿A quién le pueden interesar estas cosas? ¿Pueden ser enriquecedoras para alguien?».
Pueden interesar –lo digo de corazón– a toda aquella persona que navega en las innumerables barcas de la flota de la escuela concertada católica (también a los preocupados por la escuela en general), porque, ante el vaivén del oleaje de sus críticas, dudas, preguntas, sueños y propuestas podemos atrevernos a pilotar con más honradez las diferentes barcas, tomando más en serio los valores teóricos que deseamos proponer, pero, sobre todo, las formas concretas en las que se plasman dichos valores: organización, relaciones, dinamismos pastorales, metodologías, etc.
No creo desviarme del autor si adelanto, como conclusión apetitosa, que la escuela católica concertada, si quiere ser fiel a Jesús y su mensaje, como es su intención, no puede perder su sabor a Evangelio. Y el sabor a Evangelio solo será percibido y saboreado adecuadamente si está bien diluido en la vivencia cotidiana de la escuela. ¡Sabemos de quién nos hemos fiado!
MIGUEL ÁNGEL DEL BARRIO
INTRODUCCIÓN
Tenía alrededor de veinte años y pasaba una quincena de mi verano en un campo de trabajo. Estaba cavando una zanja para asentar los cimientos de una futura casa de oración. Alguien pasea con una Biblia debajo del brazo, se acerca a mí y me pregunta: «¿Qué tiene que ver lo que estás haciendo con el reino de Dios?».
La pregunta se ha convertido en recurrente en mi vida: ¿qué tiene que ver mi día a día con el reino de Dios? Y, en concreto, ¿qué tiene que ver mi día a día, en la escuela católica, con el reino de Dios?
Sin duda, hay respuesta. La naturaleza de nuestras escuelas brinda un marco de posibilidades para hacer Reino: el trabajo con y por otros, espacios que permiten generar estilos de convivencia, la realidad comunitaria de la escuela, las propuestas de transmisión de la fe en Jesús, la apertura a las realidades del mundo y al conocimiento, la concepción de la persona desde la antropología cristiana, el acceso a la formación en valores, la posibilidad de transformación del entorno…
No creo que falte ninguno de estos aspectos en los centros escolares católicos. Tampoco creo que falten la mayoría de ellos en institutos o colegios aconfesionales. En la vieja Europa, inevitablemente, todo lo que hay tiene un baño de tradición cristiana. Por tanto, no me pregunto sobre lo que nuestra tarea tiene que ver con la construcción del Reino, sino si la construcción del Reino –y de su justicia– es la base de nuestra oración, discernimiento y acción; me pregunto si diseñamos nuestra actividad educativa y pedagógica desde la pretensión de hacer de la escuela un espacio de transformación personal y social inspirado en la propuesta del Evangelio de Jesús. Creo que la respuesta es que no siempre.
Nuestros idearios y caracteres propios están impregnados de pretensiones por hacer de la escuela lugares donde se vivencie la buena nueva del Evangelio, pero me temo que, en lo práctico, no es siempre este el leitmotiv de nuestro día a día. Me hago las siguientes preguntas: ¿cruzamos cada mañana el umbral de nuestro colegio con el ánimo de entregarnos a encuentros con compañeros, familias y alumnos que hagan de lo que somos signo de Reino? ¿Leemos todo lo que acontece y se proyecta en nuestros centros desde la luz del Evangelio? No sé si somos conscientes de que nuestro apellido católico hace que nuestro trabajo sea parte de la imagen que nuestra sociedad recibe de Dios. No sé si somos conscientes de este valor sacramental en nuestra tarea.
Vivir es leer e interpretar. En lo efímero puede leer lo permanente; en lo temporal, lo eterno; en el mundo, a Dios. Y entonces lo efímero se transfigura en señal de la presencia de lo permanente; lo temporal, en símbolo de la realidad de lo eterno; el mundo, en el gran sacramento de Dios. Cuando las cosas comienzan a hablar y el hombre a escuchar sus voces, entonces emerge el edificio sacramental. En su frontispicio está escrito: «Todo lo real no es sino una señal». ¿Señal de qué? De otra realidad, realidad fundante de todas las cosas, de Dios (L. Boff, Los sacramentos de la vida).
Aquella pregunta que alguien me lanzó mientras cavaba a pleno sol aún resuena en mí. Podría haber respondido. Podría haber encontrado una correlación entre esa agotadora