Rau´l Molina Garrido

La escuela desconcertada


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en torno a las congregaciones. Sin duda, una riqueza.

      Son muchos los encuentros escolares en los que he participado. Entre momentos de hondura, charlas de expertos, invitados especiales, bolsas llenas de publicidad, cafés, casetas y mercadeos varios, siempre hay espacio para la confraternización. Gestos, símbolos y canciones buscan provocar la sensación de que todos somos uno. Eslóganes como «somos familia», «somos escuela», «mucho más que dos», «trabajando en red», edulcorados con algún show que invita al ambiente festivo, nos llegan a conmover y nos hacen salir de un imponente auditorio con el convencimiento de que la escuela en la que trabajamos es nuestra y redescubrimos con ilusión todo lo nuevo que podemos aportar en ella. Hay mucho de verdad en esta conclusión. Pero aparquemos la irracionalidad de la fiesta –sin duda, reconfortante y necesaria– y observaremos, a nada que hagamos un análisis algo minucioso, que nuestro colegio es de otros y que, por tanto, no estamos obligados a dar en ellos mucho más de lo exigible legalmente. Por supuesto que, desde nuestra libertad, todos acabamos aportando más de lo que la ley nos pide. Y es cierto que las escuelas en las que trabajamos tienen mucho de cada uno de nosotros y nosotros de ellas, y que hay muchos espacios abiertos a la participación real. Pero creo que hacer un análisis de nuestras escuelas que sea fiel a la realidad precisa que no obviemos que es esta relación contractual la que debería marcar el punto de partida: lo demás, que es mucho y rico, lo tenemos que construir a partir de aquí.

      En este equilibrio de fuerzas defiendo la idea de que las casas en las que trabajamos pertenecen a los religiosos o religiosas que ostentan la titularidad de nuestros proyectos. Por tanto, hoy por hoy, es de recibo pedir permiso para entrar y para hacer. Y, por la misma razón, a los que no somos de la casa convendría pedirnos las cosas por favor. Esto no siempre ocurre para con los que tenemos condición de asalariados. Por tanto, el concepto de misión compartida parece quedar reducido a una necesidad coyuntural en la que a los laicos se nos ofrece el espacio necesario e imprescindible para que la misión de las entidades titulares salga adelante. Qué duda cabe de que, para un laico, compartir misión con una entidad con la que comparte visión y espíritu es una riqueza vital y una fuente de crecimiento y de satisfacción personal. Pero, volviendo a nuestra condición de trabajadores asalariados, esa adhesión al carisma no tiene por qué darse y, aun dándose, puede variar a lo largo del tiempo si tenemos en cuenta que un trabajador puede estar vinculado a una de nuestras escuelas más de cuarenta años.

      En consecuencia, nos encontramos con un abanico de trabajadores en función de su compromiso con la misión de las entidades titulares: desde el profesorado que cumple horario y no hace nada más allá de lo que se le exige explícitamente hasta el vinculado a los movimientos laicales de la congregación que sostiene el centro y que vive su presencia en él como una vocación personal, convirtiendo el colegio en el espacio donde pone en juego su vida desde el Evangelio. Entre estos estereotipos extremos cabe un abanico de grados de implicación. Muchos de los primeros son denostados como aquellos que nunca suman, pero sin duda podrían aportar si nuestros marcos de pensamiento no fueran cerrados y existiera una circularidad real en lo organizativo, lo operativo y la toma de decisiones. Los segundos, motores sin duda de la misión y que la viven como algo propio en un grado muy alto, acaban asumiendo tareas de responsabilidad corriendo el riesgo de convertirse en meras correas de transmisión de las decisiones de la entidad titular y ser percibidos por sus compañeros como integrantes de la parte alta de la jerarquía escolar. Como alternativa cabe trabajar a favor de mecanismos de participación que integren de manera global y eficaz a todos los que trabajamos en el proyecto educativo del centro.

      Apostar por una misión compartida real conllevaría un empoderamiento de los trabajadores del centro, derivado, inevitablemente, de un desprendimiento, por parte de las entidades titulares, de su naturaleza de poder. Deberíamos añadir a esto tiempos y estructuras organizativas que favorecieran la participación de todos los miembros de la comunidad educativa. Pero ¿qué queremos decir cuando hablamos de comunidad educativa?

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