Alberto Chimal

Ligeros de equipaje


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imaginaria en forma de cruz divide el reloj en cuartos; después, otras dos lo subdividen en periodos menores: siete y medio, casi cuatro minutos... así hasta llegar a lapsos de apenas un minuto. Todo era cuestión de imponerse a vivir esas pequeñas metas temporales, un minuto cada vez, sin pensar nunca en el número de horas que éstos suman, en las que aún faltan por transcurrir. Así era también en la tortura; sólo hay que pensar en soportar el dolor el siguiente minuto...

      Por lo visto Roberto se las arreglaba muy bien con sus teorías, porque cuando le pregunté extrañada si no habíamos dejado atrás esa misma estación por la que atravesábamos de nueva cuenta, ese tubo de luz que ahora estaba encendido, pero que era el mismo tubo de luz neón de antes, él apenas titubeó: “puede ser, pero mira, igual no, ¿por qué no tratas de dormirte un poco?”, y se abstrajo enseguida en su libro. Yo comenzaba a impacientarme. No obstante, me acordé que pronto todo sería diferente, lo había sentido al empacar mis cosas. Era como comenzar de nuevo. Una idea me tomó desprevenida: ¿y si los misterios del viaje no hubieran existido más que en la ilusión de los que han relatado sus viajes? De cualquier modo, era una tontería. En esa ocasión fue el empleado de ferrocarril quien entró en el camerino: “Mestre, próxima parada”. Saqué el mapa. No habíamos adelantado mucho.

      En lo incómodo de un vagón de tren, en lo incierto, también se acurrucan los recuerdos más nítidos: por más esfuerzos que hacía, no lograba pensar en otra cosa que en mi ilusión anterior al momento de iniciar el viaje y en lo que serían los primeros paseos al llegar a la nueva ciudad. Sólo como una sospecha, entreví la insignificancia de los sucesos del primer día, sus rituales ocultos, como una especie de insinuación de lo que podía encontrarme si buscaba demasiado afanosamente. No importaba. El deseo de llegar seguía siendo demasiado intenso, demasiado abrumador. Me asomé por la ventanilla (non jettare acun ojetto per ¡! finestrino) y casi di un brinco: la cinta neón como única referencia, pero tan clara, tan igual a la que habíamos dejado atrás hacía unas horas, que no pude contener las ganas de preguntarle a la negra que observaba muda a través del grueso cristal: “disculpe, ¿no hemos pasado antes por aquí?”. Ella parecía observar con atención algo distante, algo encajado más allá de las letras azules, entre el pedregoso cerebro. “Ya hemos estado aquí, ¿no es cierto?” Pero los ojos no me miraban. Se clavaban en alguna parte de mi cara y no me miraban. No insistí. Había abandonado la idea de que pudiera darme algún informe preciso, por más que fuera la única viajera despierta en el camerino. Volví a la ventanilla y el tren reanudó su marcha. La vista se volvió hermosa: una barranca extendía su húmedo fondo por varios kilómetros a lo largo del camino. Tuve la absurda impresión de que casi me daba lo mismo llegar que permanecer donde estaba, igual que a esa muchacha muda y oscura.

      No sé si alguna vez Roberto sintió el hormigueo en la nuca. De cualquier modo no me lo hubiera dicho; para él los viajes son siempre motivo de alegría. “Un ligero cambio —decía— verás que todo adquiere una súbita novedad. No podía defraudarlo con mi estúpida pregunta, con la aclaración de que no era sólo por el calor. ¿Cómo iba a explicarlo después de tantos y tantos kilómetros? Alguien me ofreció un poco de café. Era Roberto. Su rostro suave se tendía como un apoyo; lo besé. Acto seguido me acurruqué sobre su pecho y traté de hacer lo mismo que la gorda, cuya revista yacía olvidada entre los muslos, próxima a caerse; pero entonces el tren se detuvo. Ignoro cuál es la razón que nos hace abrir los ojos cuando el tren está inmóvil y mirar hacia afuera, para confirmar la pesadilla. Un letrero azul, bajo la luz de neón de cualquier estación intermedia. A veces, el empleado de ferrocarril confirma el sueño: “Mestre, próxima parada”. Entonces me levanto, trato de convencerme de que los demás también han oído, de que no miran al mismo maletero ni al viejo impúdico, sino al hombrón de sandalias con cintas atadas a sus pantorrillas, remedo de gladiador, que va descorriendo la puerta del camerino, que se está sentando en el lugar desocupado, junto a Roberto. Todos lo miramos con disgusto, como si viniera a romper con una suerte de orden preexistente. Después de acomodar su breve equipaje se sienta y ve a la negra que mira la estación.

      —Parece que todas fueran la misma, ¿no es cierto?

      La negra asiente, sonríe. ¿Por qué fingió no entenderme momentos atrás? El tren avanza. La negra no me escuchó, Roberto sigue enfrascado en su lectura y afuera las vacas siguen pastando aunque los relojes cambien puntualmente la hora. Algo adentro no se mueve. Nadie parece notar que algo adentro no se mueve.

      La anciana sale y vuelve pronto. Parece indignada de que el recién llegado tenga unas piernas tan gruesas, tan peludas y tan desnudas. Ahora es la negra quien mira a la anciana, desafiante. Pronto vuelven a cerrar los ojos, en un intento por recuperar el sueño. Yo también.

      La negra me mira de soslayo, sonriendo su superioridad. Me intimida. Obviamente hay algo que ella sabe y que yo ignoro. Todavía un poco antes de haberme levantado hacia el bidet alcanzo a escuchar la voz del empleado del ferrocarril “Mestre, próxima parada” y veo claramente cómo, sin inmutarse, Roberto se acerca a mi oído en un acto que considero casi piadoso y, con una extraña emoción, susurra: “estamos llegando…”. No quiero imaginar la nueva ciudad; contengo todo asomo de emoción y voy a pararme al pasillo que divide ambos vagones, en espera de que se desocupe el baño. Observo a través del cristal; veo cómo las letras pegadas en éste se mezclan. Sé que en la próxima estación descubriré al maletero corriendo tras la señora que parecerá solvente y consternada, al abuelo que acariciará el rostro de la joven. Todavía de pie, considero la barranca, el perfecto amparo de su fondo. Descubro, en una especie de memoria futura, el tubo de luz sobre el engañoso letrero, nuestro destino.

      Sin ella no hubiera regresado

      Edmée Pardo

      Edmée Pardo (Ciudad de México,1965) es escritora, lectora, maestra de talleres de lectura comentada, de escritura y de creatividad; promotora de la lectura como herramienta de sanación, creadora de Leer para Sanar, conferencista y voluntaria.

      Es autora de: Leer para sanar (2017), Encender el mundo (2017), Los días de Lía (2017), La abuela durmiente (2015), Oasis (2015), El misterioso caso de las llaves (2015), Las grandes ligas (2015), Las tres reglas que cambiaron todo (2014), Ese monstruo tiene mi cara (2014), El brasier de mamá (2013), Letras para sanar (2012), Enfermedad se escribe con C (2009), la colección de relatos Las plegarias de mi boca (2005), Escribir cuento y novela: Caja de herramientas y cuaderno de trabajo (2005), Leer cuento y novela, guía para leer narrativa y dejar que los libros nos hagan felices (2004), Flor de un solo día, cuento, Minimalia erótica (2002), Rondas de Cama y La madera de las cosas, invención varia y relatos (Cal y arena, 1999).

      Ha escrito las novelas La voz azul (2015), El sueño de los gatos (1998), Morir de amor (2002) y El primo Javier (1996).

      O sin él.

      Cuando vi el mapa en la pantalla de la computadora supe que ese viaje sólo podía ser con ellos, para regalarles el agotamiento de los pasos y la visión amplia desde los senderos. Un hallazgo recién descubierto que me enfebreció tanto como el que imagino he de haber sentido cuando aprendí a erguirme y caminar. Cuarenta años después, un pie tras otro, sólo quería ver montañas, hablar de montañas, caminar por las montañas: andar por las alturas del mundo con ellos, vivir esa anchura con ellos, para que conocieran cómo se mira desde arriba.

      A ambos los puso mi hermana en mis brazos con tres años de diferencia, rojizos y diminutos, cuando se convirtió en para siempre otra. Los recibí con el pulso acelerado de la que fui a partir de ese primer instante. Las fotografías que tengo en mi mente no son imágenes estáticas sino emociones que tienen la forma de un recuerdo. Como el del teléfono de lata con el que nos comunicábamos de un lado al otro de la casa, la voz queda sobre el hilo que de tan estirado las palabras caminaban como equilibristas de un oído al otro. O la visita al panteón cercano donde nos entretuvimos en las esculturas y el silencio, hasta que sus ojos se engrandecieron frente a las tumbas del tamaño de sus cuerpos y el paseo se convirtió en alerta porque comprendimos que no a todos les es dado el privilegio de los años y la vida. Hicimos máscaras, velas y perfumes.