siempre lo ha tenido dentro —fue la respuesta—. Muchas veces le he dicho a la señora mi opinión sobre la niña y ella estaba de acuerdo conmigo. Es una criatura retorcida. Nunca he conocido a una niña tan pequeña con tantas artimañas.
Bessie no contestó, pero poco después dijo, dirigiéndose a mí:
—Debería darse cuenta, señorita, de que está en deuda con la señora Reed. Ella la mantiene. Si la echara, tendría que ir al hospicio.
Yo no tenía respuesta a sus palabras, que no me cogían de nuevas, pues mis primeros recuerdos incluían indicios en este sentido. Este reproche sobre mi dependencia se había convertido en una especie de sonsonete en mis oídos, doloroso y opresivo, y solo comprensible a medias. La señorita Abbot siguió:
—Y no debe considerarse igual que las señoritas Reed o el señorito, solo porque la señora, en su bondad, le permite educarse con ellos. Ellos tendrán una gran cantidad de dinero y usted no tendrá nada; a usted le corresponde mostrarse humilde e intentar agradarles.
—Lo que le decimos es por su bien —añadió Bessie, en un tono algo más suave—; debe intentar hacerse útil y agradable, y entonces quizás tenga siempre un hogar aquí. Pero si se vuelve apasionada y grosera, la señora la echará, estoy segura.
—Además —dijo la señorita Abbot—, Dios la castigará. Podría hacer que muriera en mitad de una de sus pataletas, y ¿adónde iría entonces? Vamos, Bessie, dejémosla. Por nada del mundo tendría yo un corazón tan duro como el suyo. Rece sus oraciones, señorita Eyre, cuando se quede sola; porque si no se arrepiente, algo malo podría bajar por la chimenea para llevársela.
Se marcharon, echando la llave al salir por la puerta.
El cuarto rojo era una habitación de huéspedes rara vez usada, o, mejor dicho, nunca, a no ser que la afluencia ocasional de visitantes a Gateshead Hall obligara a utilizar todos los aposentos disponibles. Sin embargo, era una de las habitaciones más grandes y majestuosas de la mansión. En el centro, como un tabernáculo, se erguía una cama con enormes columnas de caoba, rodeada de cortinas de damasco de un rojo oscuro. Las dos grandes ventanas, de persianas siempre bajadas, estaban medio veladas por pliegues y guirnaldas de la misma tapicería. La alfombra era roja; una tela carmesí vestía la mesa que estaba al pie de la cama; las paredes eran de un tenue color beige con un tinte rosado; el armario, el tocador y las sillas eran de caoba antigua con una pátina oscura. En medio de estas sombras profundas se alzaban, altos y de un blanco deslumbrante, los colchones y las almohadas de la cama, cubiertos con una nívea colcha de Marsella. Casi igualmente imponente, cerca de la cabecera de la cama, había una butaca, también blanca, de grandes cojines, con un escabel delante, que a mí me recordaba un trono mortecino.
Esta habitación era fría, ya que pocas veces se encendía la chimenea; era silenciosa, por hallarse alejada del cuarto de los niños y de la cocina; solemne, porque rara vez entraba nadie. Solo la criada entraba los sábados para quitar del espejo y de los muebles el polvo acumulado a lo largo de la semana, y la misma señora Reed la visitaba, muy de tarde en tarde, para revisar el contenido de un cajón oculto en el armario, donde se guardaban diversos pergaminos, su joyero y una miniatura de su difunto marido, y en estas últimas palabras yace el secreto del cuarto rojo: el maleficio que lo hacía tan solitario a pesar de su esplendor.
El señor Reed había muerto nueve años antes. Fue en este cuarto donde echó su último aliento; aquí estuvo de cuerpo presente; de aquí sacaron los hombres de la funeraria su ataúd; y, desde aquel día, una sensación de melancólica consagración había evitado que se frecuentase.
Mi asiento, en el que Bessie y la amargada señorita Abbot me habían dejado cautiva, era una otomana baja, junto a la chimenea de mármol. La cama se alzaba ante mí; a mi derecha se encontraba el armario alto y oscuro, con reflejos apagados de diferente intensidad realzando el lustre de sus paneles; a mi izquierda estaban las ventanas con cortinas; entre ellas, un gran espejo reflejaba la majestuosidad vacía de la habitación. No estaba del todo segura de que hubieran cerrado con llave, por lo que, cuando me atreví a moverme, me levanté para comprobarlo.
Desgraciadamente, sí: nunca hubo cárcel más segura. Al volver, tuve que pasar por delante del espejo, y mis ojos, fascinados, exploraron involuntariamente las profundidades allí reveladas. Todo parecía más frío y más oscuro en aquel hueco quimérico que en la realidad. La extraña figura que me contemplaba, con el rostro y los brazos pálidos matizando la oscuridad, y los ojos relucientes de miedo moviéndose entre tanta quietud, realmente tenía el aspecto de un espíritu. Me recordaba uno de esos diminutos fantasmas, mitad hada, mitad duende, que en los cuentos nocturnos de Bessie salían de las cañadas cubiertas de helechos de los páramos, apareciéndose ante los ojos de los viajeros tardíos. Volví a mi taburete.
En ese momento me embargaba la superstición, aunque todavía no le había llegado la hora de su victoria final. Todavía tenía la sangre caliente, todavía el ímpetu de esclava rebelde me llenaba de amargo vigor, todavía tenía que contener el embate de pensamientos retrospectivos antes de amedrentarme ante el presente desolador.
Toda la tiranía violenta de John Reed, toda la altiva indiferencia de sus hermanas, toda la aversión de su madre, toda la parcialidad de las criadas vinieron a mi mente turbada como el sedimento oscuro de un pozo turbio. ¿Por qué siempre sufría, siempre era intimidada, acusada y condenada? ¿Por qué no podía agradar? ¿Por qué eran inútiles mis intentos de granjearme el favor de nadie? A Eliza, cabezota y egoísta, la respetaban. A Georgiana, con un genio malicioso, llena de corrosivo rencor y con un porte insidioso e insolente, la mimaban todos. Su belleza, sus mejillas sonrosadas y sus rizos dorados parecían deleitar a todos los que la contemplaban y procurarle impunidad por cualquier defecto. A John nadie lo contradecía, y mucho menos castigaba, aunque retorcía el pescuezo de las palomas, mataba los polluelos, azuzaba a los perros contra las ovejas, robaba la fruta y destrozaba los brotes de las plantas más bellas del invernadero. También llamaba «vieja» a su madre y a veces la insultaba por tener la tez tan oscura, como la suya propia. La desobedecía descaradamente y a menudo rompía o estropeaba sus ropas de seda y, a pesar de todo ello, era su «cariñito». Yo no me atrevía a cometer ninguna falta; me esforzaba por cumplir con todas mis obligaciones y se me llamaba traviesa y molesta, arisca y ruin, día y noche, día tras día.
Todavía me dolía la cabeza, que sangraba por el golpe y la caída que había sufrido. Nadie había reñido a John por pegarme sin motivo, pero yo, por haberme vuelto contra él para evitar más violencia irracional, cargaba con la desaprobación de todos.
«¡Es injusto, es injusto!» decía mi razón, llevada por el doloroso estímulo a investirse de un poder precoz aunque pasajero. Y la resolución, igualmente espoleada, instigaba a algún resorte dentro de mí a buscar la manera de rehuir tanta opresión, como escaparme o, si eso no era posible, nunca volver a comer ni a beber y dejarme morir.
¡Qué consternación padeció mi alma esa fatídica tarde! ¡Qué tumulto en mi cerebro y qué insurrección en mi corazón! ¡Pero en medio de qué oscuridad y gran ignorancia se libró aquella batalla mental! No tenía respuesta a la incesante pregunta interior de por qué sufría así. Ahora, después de no quiero decir cuántos años, lo veo claramente.
Yo era una nota discordante en Gateshead Hall. No me parecía a ninguno de los de allí, no tenía nada en común con la señora Reed ni con sus hijos, ni con la servidumbre por ella elegida. De hecho, si ellos no me querían, tampoco yo los quería a ellos. No estaban obligados a mirar con cariño a una criatura que tenía tan poco en común con todos ellos, una criatura heterogénea, tan diferente de ellos en temperamento, capacidad y propensiones, una criatura inútil, incapaz de servir sus intereses o proporcionarles placer, una criatura odiosa, que alimentaba sentimientos de indignación por su trato y de desprecio por sus criterios. Sé que, de haber sido una niña optimista, brillante, desenfadada, exigente, guapa y juguetona, aunque hubiese sido igualmente desvalida y una carga, la señora Reed habría aguantado más complacida mi presencia. Sus hijos habrían abrigado hacia mí mayores sentimientos de cordialidad, y las criadas habrían estado menos dispuestas a convertirme siempre en chivo expiatorio.
La luz del día empezó a abandonar