fondo los mas diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.
Repito que el "séptimo arte" es novela y no teatro, y tal vez por esto todas las obras teatrales célebres que fueron trasladadas al cinematógrafo pasaron inadvertidas, mientras las novelas famosas, al ser filmadas, obtuvieron grandes éxitos, agrandándose el interés de su fábula con la plasticidad de los personajes que el lector solo había podido imaginarse vagamente a través de las líneas impresas.
Hoy empieza a aumentar considerablemente en todas las naciones el número de los novelistas que nos preocupamos del arte cinematográfico.
La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico. Es cierto que los traductores se encargan de salvar este obstáculo; pero por grande que sea su pericia y la conciencia con que realicen su trabajo, resulta siempre tan diversa la novela traducida de la novela original, y se pierden tantas cosas en el traslado de una a otra!…
En cambio, la expresión cinematográfica puede proporcionar a la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas.
Gracias a este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado. Por medio del "séptimo arte", un autor puede en la misma noche contar su historia imaginada a los públicos de Nueva York, Londres y París, a las muchedumbres cosmopolitas de los grandes puertos del Pacífico a los árabes que llegan a caballo al aduar del desierto donde funciona el modesto aparato del cinematografista errante, a los marineros que invernan en una isla del Océano Glacial y entretienen sus noches interminables con el relato mudo de las novelas luminosas.
Yo puedo decir que una de mis mayores satisfacciones literarias la tuve hace dos anos, estando en California, al conversar con un japonés que había viajado por toda Asia.
Este hombre me hablo de una de mis novelas, contándome su "argumento" del principio al desenlace para convencerme de que la conocía bien. No la había leído, por no estar traducida aun al idioma de su país, y pensaba comprar la versión inglesa.
Pero la había "visto" en un cinema de Pekín.
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Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones.
El siglo XIX fue el siglo de la música y de la novela. Resulta tan enorme la producción novelesca de los últimos cien años y tan diversas las actividades de sus novelistas, que autores y público viven ahora como desorientados.
Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que el. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. Por eso sin duda, muchos autores violentan la serena sencillez de su idioma, obligándole a producir una florescencia atormentada, de invernáculo, y hacen de ello su mayor mérito. Buscan ocultar de tal modo, bajo la frondosidad forzada del lenguaje, la anémica pobreza de la historia que cuentan.
Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector… . Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.
Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior a la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del "estilo"; pero creo que si los novelistas empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del "séptimo arte", monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales.
Sin embargo, no a todos los países les es fácil adaptarse con éxito al nuevo medio de expresión literaria.
La cinematografía depende del desarrollo industrial de un país y de su riqueza.
El libro también necesita sujetarse a la influencia de estos dos factores; pero un editor de novelas impresas puede establecerse en cualquier parte donde existan imprentas y almacenes de papel, y le bastan unos cuantos miles de pesetas para publicar sus primeros volúmenes.
Las casas editoriales de cinematografía necesitan capitales de millones y crear por su propia cuenta inmensos talleres. Además, les es indispensable tener a sus espaldas la grandeza de una de esas naciones que son primeras potencias industriales, para encontrar con facilidad energías eléctricas gigantescas, fábricas capaces de producir nuevas maquinarias: en una palabra, para disponer de poderosos aliados y servidores.
Por este motivo, el más enorme de los pueblos americanos es y será siempre el primer productor cinematográfico de la tierra. Francia, que invento la cinematografía, figura actualmente como una simple importadora de films facturados desde Nueva York.
El cinematógrafo ocupa en los Estados Unidos el quinto lugar entre los productos nacionales. Avanza a continuación del acero, el trigo y otros artículos indispensables para la vida.
Hay en aquella República veinticinco mil salas de cinematógrafo, algunas de ellas con lugar para más de seis mil espectadores.
En los miles de ciudades donde viven agrupados sus ciento veinte millones de habitantes, los teatros se mantienen en una situación estacionaria, mientras los cinemas son cada vez más numerosos.
De una obra cinematográfica americana que obtiene éxito en el mundo entero llegan a venderse por término medio doscientas copias. Es lo que se llama, en lenguaje de librería, "una mediana tirada". De estas copias Francia compra tres o cuatro para "pasarlas" en sus diversos cinemas; España tres; Italia tres o dos, etc. La Gran Bretaña, que es la mayor compradora de Europa, adquiere once o quince para la metrópoli y sus colonias.
En total: de las doscientas copias, los Estados Unidos consumen ellos solos ciento veinte, y las ochenta restantes son para los demás pueblos de la tierra. Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos a modo de una propina.
Después de saber esto, reconocerá el lector que el cinematógrafo solo puede ser americano, y que la suprema aspiración de todo novelista que desee triunfos en el "séptimo arte" consiste en abrirse paso allá… si es que puede, pues la empresa no resulta fácil.
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Pero volvamos a la explicación del origen de este libro.
Como mi novela "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" ha sido convertida en "film", -más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durara años-, recibí de Nueva York, como ya he dicho, el encargo de escribir un relato novelesco que pudiera servir para una obra cinematográfica de "interés y novedad".
Así produje EL PARAÍSO DE LAS MUJERES.
Esta historia fantástica, que se despega por completo de mis novelas anteriores, no ha nacido verdaderamente ahora, pues data de los tiempos de mi infancia.
Desde que leí, siendo niño, Los viajes de Gulliver, el recuerdo de Liliput y sus pequeños habitantes se fijó para siempre en mi memoria. Muchas veces me pregunté, en aquellos años ya remotos: