Miguel de Cervantes

La Galatea


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en tu felice vuelta

       y cobra España las perdidas musas.

       De don Luis de Vargas Manrique

       Índice

      Soneto

      Hicieron muestra en vos de su grandeza,

       gran Cervantes, los dioses celestiales,

       y, cual primera, dones inmortales

       sin tasa os repartió naturaleza.

       Jove su rayo os dio, que es la viveza

       de palabras que mueven pedernales;

       Dïana, en exceder a los mortales

       en castidad de estilo con pureza;

       Mercurio, las historias marañadas;

       Marte, el fuerte vigor que el brazo os mueve;

       Cupido y Venus, todos sus amores;

       Cupido y Venus, todos sus amores;

       Apolo, las canciones concertadas;

       su sciencia, las hermanas todas nueve;

       y, al fin, el dios silvestre, sus pastores.

       De López Maldonado

       Índice

      Soneto

      Salen del mar, y vuelven a sus senos,

       después de una veloz, larga carrera,

       como a su madre universal primera,

       los hijos della largo tiempo ajenos.

       Con su partida no la hacen menos,

       ni con su vuelta más soberbia y fiera,

       porque tiene, quedándose ella entera,

       de su humor siempre sus estanques llenos.

       La mar sois vos, ¡oh Galatea estremada!,

       los ríos, los loores, premio y fruto

       con que ensalzáis la más ilustre vida.

       Por más que deis, jamás seréis menguada,

       y menos cuando os den todos tributo,

       con él vendréis a veros más crescida.

      Primero libro de Galatea Mientras que al triste, lamentable acento del mal acorde son del canto mío, en eco amarga de cansado aliento, responde el monte, el prado, el llano, el río, demos al sordo y presuroso viento las quejas que del pecho ardiente y frío salen a mi pesar, pidiendo en vano ayuda al río, al monte, al prado, al llano. Crece el humor de mis cansados ojos las aguas deste río, y deste prado las variadas flores son abrojos y espinas que en el alma s’han entrado. No escucha el alto monte mis enojos, y el llano de escucharlos se ha cansado; y así, un pequeño alivio al dolor mío no hallo en monte, en llano, en prado, en río. Creí que el fuego que en el alma enciende el niño alado, el lazo con que aprieta, la red sotil con que a los dioses prende y la furia y rigor de su saeta, que así ofendiera como a mí me ofende al subjeto sin par que me subjeta; mas contra un alma que es de mármol hecha, la red no puede, el fuego, el lazo y flecha. Yo sí que al fuego me consumo y quemo, y al lazo pongo humilde la garganta, y a la red invisible poco temo, y el rigor de la flecha no me espanta. Por esto soy llegado a tal estremo, a tanto daño, a desventura tanta, que tengo por mi gloria y mi sosiego la saeta, la red, el lazo, el fuego. Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos, aunque los discursos del tiempo, consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos que tuvo por dichosos los infinitos y desdichados en que se había visto, y en los que su deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las mesmas riberas nacida; y, aunque en el pastoral y rústico ejercicio criada, fue de tan alto y subido entendimiento, que las discretas damas, en los reales palacios crescidas y al discreto tracto de la corte acostumbradas, se tuvieran por dichosas de parescerla en algo, así en la discreción como en la hermosura. Por los infinitos y ricos dones con que el cielo a Galatea había adornado, fue querida, y con entrañable ahínco amada, de muchos pastores y ganaderos que por las riberas de Tajo su ganado apascentaban; entre los cuales se atrevió a quererla el gallardo Elicio, con tan puro y sincero amor cuanto la virtud y honestidad de Galatea permitía. De Galatea no se entiende que aborresciese a Elicio, ni menos que le amase; porque a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener cuenta con esto, de tal manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conoscía. No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea. Parescíale a Galatea que, pues Elicio con tanto miramiento de su honra la amaba, que sería demasiada ingratitud no pagarle con algún honesto favor sus honestos pensamientos. Imaginábase Elicio que, pues Galatea no desdeñaba sus servicios, que tendrían buen suceso sus deseos. Y cuando estas imaginaciones le aviva[ba]n la esperanza, hallábase tan contento y atrevido, que mil veces quiso descubrir a Galatea lo que con tanta dificultad encubría. Pero la discreción de Galatea conoscía bien, en los movimientos del rostro, lo que Elicio en el alma traía; y tal el suyo mostraba, que al enamorado pastor se le helaban las palabras en la boca, y quedábase solamente con el gusto de aquel primer movimiento, por parescerle que a la honestidad de Galatea se le hacía agravio en tratarle de cosas que en alguna manera pudiesen tener sombra de no ser tan honestas que la misma honestidad en ella[s] se transformase. Con estos altibajos de su vida, la pasaba el pastor tan mala que a veces tuviera por bien el mal de perderla, a trueco de no sentir el que le causaba no acabarla. Y así, un día, puesta la consideración en la variedad de sus pensamientos, hallándose en medio de un deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmurio de un deleitoso arroyuelo que por el llano corría, sacando de su zurrón un polido rabel, al son del cual sus querellas con el cielo cantando comunicaba, con voz en estremo buena, cantó los siguientes versos: Amoroso pensamiento, si te precias de ser mío, camina con tan buen tiento que ni te humille el desvío ni ensoberbezca el contento. Ten un medio —si se acierta a tenerse en tal porfía—: no huyas el alegría, ni menos cierres la puerta al llanto que amor envía. Si quieres que de mi vida no se acabe la carrera, no la lleves tan corrida ni subas do no se espera sino muerte en la caída. Esa vana presumpción en dos cosas parará: la una, en tu perdición; la otra, en que pagará tus deudas el corazón. Dél naciste, y en naciendo, pecaste, y págalo él; huyes dél, y si pretendo recogerte un poco en él, ni te alcanzo ni te entiendo. Ese vuelo peligroso con que te subes al cielo, si no fueres venturoso, ha de poner por el suelo mi descanso y tu reposo. Dirás que quien bien se emplea y se ofrece a la ventura, que no es posible que sea del tal juzgado a locura el brío de que se arrea. Y que, en tan alta ocasión, es gloria que par no tiene tener tanta presumpción, cuanto más si le conviene al alma y al corazón. Yo lo tengo así entendido, mas quiero desengañarte; que es señal ser atrevido tener de amor menos parte qu’el humilde y encogido. Subes tras una beldad que no puede ser mayor: no entiendo tu calidad, que puedas tener amor con tanta desigualdad. Que si el pensamiento mira un subjeto levantado, contémplalo y se retira, por no ser caso acertado poner tan alta la mira. Cuanto más, que el amor nasce junto con la confïanza, y en ella [se] ceba y pace; y, en faltando la esperanza, como niebla se deshace. Pues tú, que vees tan distante el medio del fin que quieres, sin esperanza y constante, si en el camino murieres, morirás como ignorante. Pero no se te dé nada, que en esta empresa amorosa, do la causa es sublimada, el morir es vida honrosa; la pena, gloria estremada. No dejara tan presto el agradable canto el enamorado Elicio, si no sonaran a su derecha mano las voces de Erastro,