Alejandro Dumas

El tulipán negro


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      Alejandro Dumas

      El tulipán negro

      e-artnow, 2021

      EAN 4064066446697

       I UN PUEBLO AGRADECIDO

       II LOS DOS HERMANOS

       CORNEILLE DE WITT.

       III EL DISCIPULO DE JEAN DE WITT

       IV LOS ASESINOS

       V EL AFICIONADO A LOS TULIPANES Y SU VECINO

       VI EL ODIO DE UN TULIPANERO

       VII EL HOMBRE FELIZ ENTABLA CONOCIMIENTO CON LA DESGRACIA

       VIII UNA DESAPARICION

       IX LA HABITACIÓN FAMILIAR

       X LA HIJA DEL CARCELERO

       XI EL TESTAMENTO DE CORNELIUS VAN BAERLE

       CORNELIUS VAN BAERLE.

       XII LA EJECUCION

       XIII LO QUE OCURRÍA DURANTE ESE TIEMPO EN EL ALMA DE UN ESPECTADOR

       XIV LOS PALOMOS DE DORDRECHT

       XV EL POSTIGO

       XVI MAESTRO Y ALUMNA

       XVII EL PRIMER BULBO

       XVIII EL ENAMORADO DE ROSA

       IXX LA MUJER Y LA FLOR

       XX LO QUE HABÍA OCURRIDO DURANTE ESOS OCHO DÍAS

       XXI EL SEGUNDO BULBO

       XXII LA FLORACIÓN

       ROSA GRYPHUS.

       XXIII EL ENVIDIOSO

       XXIV EN EL QUE EL TULIPÁN NEGRO CAMBIA DE DUEÑO

       XXV EL PRESIDENTE VAN SYSTENS

       XXVI UN MIEMBRO DE LA SOCIEDAD HORTÍCOLA

       XXVII EL TERCER BULBO

       CORNEILLE DE WITT.

       XXVIII LA CANCIÓN DE LAS FLORES

       XXIX EN DONDE VAN BAERLE, ANTES DE ABANDONAR LOEVESTEIN, ARREGLA SUS CUENTAS CON GRYPHUS

       XXX EN EL QUE SE COMIENZA A IMAGINAR CUÁL ERA EL SUPLICIO RESERVADO A CORNELIUS VAN BAERLE

       XXXI HAARLEM

       XXXII EL ÚLTIMO RUEGO

       CONCLUSION

      I

       UN PUEBLO AGRADECIDO

      Índice

      El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpulas casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadeantes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, formidable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de asesinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pensionario de Holanda.

      Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estuviera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguientes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimiento político en la cual se enmarca.

      Corneille o Cornelius de Witt, Ruart de Pulten, es decir, inspector de diques de este país, ex burgomaestre de Dordrecht, su ciudad natal, y diputado por los Estados de Holanda, tenía cuarenta y nueve años cuando el pueblo holandés, cansado de la república, tal como la entendía Jean de Witt, gran pensionario de Holanda, se encariñó, con un amor violento, del estatuderato que el edicto perpetuo impuesto por Jean de Witt en las Provincias Unidas había abolido en Holanda para siempre jamás.

      Si raro resulta que, en sus evoluciones caprichosas, la imaginación pública no vea a un hombre detrás de un príncipe, así detrás de la república el pueblo veía a las dos figuras severas de los hermanos De Witt, aquellos romanos de Holanda, desdeñosos de halagar el gusto nacional, y amigos inflexibles de una libertad sin licencia y de una prosperidad sin redundancias, de la misma manera que detrás del estatuderato veía la frente inclinada, grave y reflexiva del joven Guillermo de Orange, al que sus contemporáneos bautizaron con el nombre de El Taciturno,