Alejandro Dumas

El tulipán negro


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      En cuanto al señor De Tilly, tan prudente como firme, parlamentaba con aquella compañía burguesa ante las pistolas dispuestas de su escuadrón, explicándoles de la mejor manera posible que la consigna dada por los Estados le ordenaba guardar con tres compañías de soldados la plaza de la prisión y sus alrededores.

      -¿Por qué esa orden? ¿Por qué guardar la prisión? -gritaban los orangistas.

      -¡Ah! -respondió el señor De Tilly-. Me preguntáis algo que no puedo contestar. Me han dicho: «Guardad»; y guardo. Vosotros, que sois casi militares, señores, debéis saber que una consigna no se discute.

      -¡Pero os han dado esta orden para que los traidores puedan salir de la ciudad!

      -Podría ser, ya que los traidores han sido condenados al destierro -respondió De Tilly.

      -Pero ¿quién ha dado esta orden?

      -¡Los Estados, pardiez!

      -Los Estados nos traicionan.

      -En cuanto a eso, yo no sé nada.

      -Y vos mismo nos traicionáis.

      -¿Yo?

      -Sí, vos.

      -¡Ah, ya! Entendámonos, señores burgueses; ¿a quién traicionaría? ¡A los Estados! Yo no puedo traicionarlos, ya que siendo su soldado, ejecuto fielmente su consigna.

      Y en esto, como el conde tenía tanta razón que resultaba imposible discutir su respuesta, redoblaron los clamores y amenazas; clamores y amenazas espantosas, a las que el conde respondía con toda la educación posible.

      -Pero, señores burgueses, por favor, desarmad los mosquetes; puede dispararse uno por accidente, y si el tiro hiere a uno de mis jinetes, os derribaremos doscientos hombres por tierra, lo que lamentaríamos mucho; pero vosotros mucho más, ya que eso no entra en vuestras intenciones ni en las mías.

      -Si tal hicierais -gritaron los burgueses-, a nuestra vez abriríamos fuego sobre vosotros.

      -Sí, pero aunque al hacer fuego sobre nosotros nos matarais a todos desde el primero al último, aquéllos a quienes nosotros hubiéramos matado, no estarían por ello menos muertos.

      -Cedednos, pues, la plaza, y ejecutaréis un acto de buen ciudadano.

      -En primer lugar, yo no soy un ciudadano -dijo De Tilly-, soy un oficial, lo cual es muy diferente; y además, no soy holandés, sino francés, lo cual es más diferente todavía. No conozco, pues, más que a los Estados que me pagan; traedme de parte de los Estados la orden de ceder la plaza y daré media vuelta al instante, contando con que me aburro enormemente aquí.

      -¡Sí, sí! -gritaron cien voces que se multiplicaron al instante por quinientas más-. ¡Vamos al Ayuntamiento! ¡Vamos a buscar a los diputados! Vamos, vamos!

      -Eso es -murmuró De Tilly mirando alejarse a los más furiosos-. Id a buscar una cobardía al Ayuntamiento y veamos si os la conceden; id, amigos míos, id.

      El digno oficial contaba con el honor de los magistrados, los cuales a su vez contaban con su honor de soldado.

      -Estará bien, capitán -dijo al oído del conde su primer teniente-, que los diputados rehúsen a esos energúmenos lo que les pidan; pero que nos enviaran a nosotros algún refuerzo, no nos haría ningún mal, creo yo.

      Mientras tanto, Jean de Witt, al que hemos dejado subiendo la escalera de piedra después de su conversación con el carcelero Gryphus y su hija Rosa, había llegado a la puerta de la celda donde yacía sobre un colchón su hermano Corneille, al que el fiscal había hecho aplicar, como hemos dicho, la tortura preparatoria.

      La sentencia del destierro había hecho inútil la aplicación de la tortura extraordinaria.

      Corneille, echado sobre su lecho, con las muñecas dislocadas y los dedos rotos, no habiendo confesado nada de un crimen que no había cometido, acabó por respirar al fin, después de tres días de sufrimientos, al saber que los jueces de los que esperaba la muerte, habían tenido a bien no condenarlo más que al destierro.

      Cuerpo enérgico, alma invencible, hubiera decepcionado a sus enemigos si éstos hubiesen podido, en las profundidades sombrías de la celda de la Buytenhoff, ver brillar sobre su pálido rostro la sonrisa del mártir que olvida el fango de la Tierra después de haber entrevisto los maravillosos esplendores del Cielo.

      El Ruart había recuperado todas sus fuerzas, más por el poder de su voluntad que por una asistencia real, y calculaba cuánto tiempo todavía le retendrían en prisión las formalidades de la justicia.

      Precisamente en aquel momento los clamores de la milicia burguesa mezclados a los del pueblo, se elevaban contra los dos hermanos y amenazaban al capitán De Tilly, que les servía de escudo. Este alboroto, que venía a romperse como una marea ascendente al pie de las murallas de la prisión, llegó hasta el prisionero.

      Más, por amenazante que fuera ese rumor, Corneille despreció informarse ni se tomó el trabajo de levantarse para mirar por la ventana estrecha y enrejada que dejaba entrar la luz y los murmullos de fuera.

      Estaba tan embotado por la continuidad de su mal, que ese mal se había convertido casi en una costumbre. Finalmente, sentía con tanta delicia a su alma y a su razón tan cerca de desprenderse de los estorbos corporales, que le parecía ya que esta alma y esta razón escapadas a la materia, planeaban por encima de ella como flota por encima de un hogar casi apagado la llama que lo abandona para subir al cielo.

      Pensaba también en su hermano.

      Probablemente, era que su proximidad, por los misterios desconocidos que el magnetismo ha descubierto después, se hacía sentir también. En el mismo momento en que Jean se hallaba tan presente en el pensamiento de Corneille, que casi murmuraba su nombre, la puerta se abrió; Jean entró, y con paso apresurado se acercó al lecho de su hermano, el cual tendió sus brazos martirizados y sus manos envueltas en vendas hacia aquel glorioso hermano al que había conseguido sobrepasar, no por los servicios prestados al país, sino por el odio que le profesaban los holandeses.

      Jean besó tiernamente a su hermano en la frente y depositó suavemente sobre el colchón sus manos enfermas.

      -Corneille, mi pobre hermano -dijo-, sufrís mucho, ¿verdad?

      -No sufro ya, hermano mío, porque os veo.

      -¡Oh, mi pobre, querido Corneille! Entonces, en su defecto, soy yo el que sufre por veros así, os lo aseguro.

      -Por eso he pensado más en vos que en mí mismo, y mientras me torturaban, no pensé en lamentarme más que una vez para decir: «¡Pobre hermano!» Pero ya que estáis aquí, olvidémoslo todo. Venís a buscarme, ¿verdad?

      -Sí.

      -Estoy curado; ayudadme a levantar, hermano mío, y veréis cómo camino bien.

      -No tendréis que caminar mucho tiempo, hermano mío, porque tengo mi carroza en el vivero, detrás de los jinetes de De Tilly.

      -¿Los jinetes de De Tilly? ¿Por qué están en el vivero?

      -¡Ah! Es que se supone -dijo el ex gran pensionario con esa sonrisa de fisonomía triste que le era habitual- que las gentes de La Haya desearán vernos partir, y se teme algún tumulto.

      -¿Un tumulto? -repitió Corneille clavando su mirada en su turbado hermano-. ¿Un tumulto?

      -Sí, Corneille.

      -Entonces, esto es lo que oía hace un momento -dijo el prisionero como hablándose a sí mismo. Luego, volviéndose hacia su hermano-: Hay mucha gente en la Buytenhoff, ¿no es verdad? -pregunté.

      -Sí, hermano mío.

      -Pero entonces, para venir aquí…

      -¿Y bien?

      -¿Cómo os han dejado pasar?

      -Sabéis bien que no somos muy queridos, Corneille -explicó el ex gran pensionario con melancólica amargura-. He venido por las calles apartadas.