¿Qué podía decirles yo? ¿Qué entendía sobre la profundidad de su drama?
Abrí mi Biblia y leí el Salmo 231.
Jehová es mi pastor, nada me faltará.
En lugares de delicados pastos me hará descansar;
junto a aguas de reposo me pastoreará.
Confortará mi alma;
Me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre.
Aunque ande en valle de sombra de muerte,
No temeré mal alguno,
porque tú estarás conmigo;
Tu vara y tu cayado me infundirán aliento.
Aderezas mesa delante de mí
en presencia de mis angustiadores;
Unges mi cabeza con aceite;
mi copa está rebosando.
Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida,
Y en la casa de Jehová moraré por largos días.
“El Señor no nos prometió una vida libre de sufrimientos. Mientras vivamos en este mundo de pecado debemos llevar sobre nosotros sus consecuencias. Sin embargo, aunque caminemos en un valle de sombra y muerte, no debemos temer. El Señor mismo va a nuestro lado”, reflexioné tras las palabras de David.
Al terminar, me pregunté si yo misma creía en lo que acababa de decir. Pronto, el valle de sombra de muerte se volvería una situación familiar.
Luego de la meditación, comenzamos la jornada laboral como de costumbre. Dos casos nos preocupaban particularmente: eran recién nacidos, hijos de madres desnutridas, quienes luchaban por sobrevivir en la vieja incubadora. Aquella obsoleta caja eléctrica representaba, en numerosos casos, la única esperanza para los bebés. Frecuentemente utilizábamos sacos de agua caliente para contribuir con la acción del aparato y mantener a los niños con la temperatura adecuada.
El concentrado alimentario hiperproteico que recibíamos de Estados Unidos también se había acabado, mientras que continuaban llegando niños con graves deficiencias proteicas, afectados por enfermedades producidas por la desnutrición, como kwashiorkor y pelagra graves. Para reemplazar la falta del concentrado, comenzamos a ensayar una nueva mezcla de huevo y leche que, sumado a vitaminas permitía a algunos niños seguir con vida. A pesar de todos nuestros esfuerzos, otros morían sin que pudiéramos ayudarlos. Esa fatídica semana, cinco bebés fallecieron a causa de desnutrición grave. Estábamos desconcertados. Pero no teníamos mucho tiempo para cavilaciones, porque esa misma semana otras cinco criaturas ingresaron en la misma condición.
El 9 de junio a las 15 arribó la familia Oliveira. Les dimos la bienvenida de la mejor manera posible. Como los alumnos no estaban presentes, decidimos hacer la gran recepción en la iglesia local el sábado, esperando que para entonces los estudiantes reaparecieran. Después de la cena, nos pusimos de acuerdo con Rosmarie, la señora de Oliveira, para que ella viniera a mi casa a la mañana siguiente para preparar el desayuno de su hijito, André, de entonces solo trece meses (antes de dormir, aquella noche, dejaría todo sobre la mesa para que, en caso de que yo estuviese en el hospital, mis invitados se sirvieran).
Los acompañé hasta su nuevo hogar y nos encontramos con el primero de varios contratiempos: al llegar a su casa, notamos que las ventanas no tenían persianas ni cortinas. Corrí al hospital y traje un par de sábanas. Mientras cosíamos improvisando algo, les relaté detalles de la guerra: tuve que ser medida, para no impresionarlos demasiado.
Estaban agotados y ansiaban acostarse para descansar. Momentos antes de despedirnos, nos dimos cuenta de que faltaba la llave de la puerta principal. Eso podría ser peligroso. Buscamos y buscamos, pero no logramos encontrarla. ¿Como podría haber desaparecido? Finalmente desmontamos el picaporte de modo que solo pudiese abrirse desde adentro. La solución provisoria parecía funcionar; me despedí y retorné al hospital para las últimas recorridas nocturnas. Cerca de medianoche pude retirarme a descansar.
Estaba muy feliz con la llegada de la familia Oliveira: tener como vecinos a misioneros del mismo continente era algo especial para mí. Sin embargo, aún sentía la necesidad de una colega soltera como yo, alguien con quien conversar e intercambiar experiencias.
Cinco meses antes nos habían anunciado que una enfermera portuguesa que vivía en Alemania vendría al Bongo, pero hasta ahora nada había sucedido. Todos los días oraba por eso; hasta comencé a quejarme ante el Señor por su aparente falta de respuesta.
Después de un baño y una breve meditación, me dispuse a dormir, y recordé al pasar que el día siguiente, 10 de junio, era un día especial de celebración para los militares. Luego caí en un sueño profundo.
De pronto me desperté sobresaltada. Un tiroteo intenso se oía venir desde la estación policial. La luna llena irradiaba con intensa claridad sobre el paisaje nocturno, y por un momento pensé que eran las seis de la mañana y que los soldados estarían haciendo ejercicios militares con motivo de su feriado; pero los tiros de armas pesadas y las granadas me hicieron cambiar de parecer. Salté de la cama y miré el reloj. “No puede ser”, me dije. Las agujas marcaban la 1:36 AM. Sin poder dar crédito a mis ojos, me fijé en el reloj de la radio, que dio la misma respuesta: 1:36. Una respuesta tan contundente como mi espanto, al comprender que la guerra estallaba apenas a cuatrocientos metros de nosotros.
Pocas veces experimenté tanto miedo. Aterrada, comencé a temblar de pie frente a la ventana; temblaba tanto que casi no me podía mantener de pie. “Señor, ¡ayúdanos! Estamos en peligro. Cuídanos a todos. A la familia Sabaté; a los Oliveira, que acaban de llegar. ¡A todos los que vivimos aquí! Tú sabes mejor que nosotros cuán peligrosa es esta situación”, oré desesperada. Por dentro, comencé a reprocharme no haber sido más precisa con los Oliveira; no haberles contado un poco más sobre la gravedad de nuestra situación. Ellos debían saber que bajo ninguna circunstancia debían abandonar su casa para huir. Quise correr hasta ellos y avisarles, pero pensé que si estaban durmiendo se llevarían un gran susto con mi llegada. Además, me daba miedo salir bajo semejante tiroteo. Permanecí frente a la ventana, orando intensamente, con los ojos abiertos para ver al mismo tiempo lo que sucedía afuera.
Repentinamente un grupo de soldados apareció frente a la puerta del hospital, el cual podía divisarse desde mi ventana. Golpearon con violencia y pude ver al enfermero de guardia dejarlos entrar. “Tienen heridos”, pensé. Y automáticamente me dije: “Debería ir para ayudar”. Imaginé a los pacientes, tan vulnerables y sensibles al conflicto; pensé que, como se asustaban fácilmente, tratarían de huir o esconderse. Deseaba ir y tranquilizarlos, pero seguía allí, estática.
Temblando, comencé a golpear la pared para comunicarme con los jóvenes escondidos en la casa contigua. Alguien respondió y eso me tranquilizó un poco. Volví a mirar por la ventana. En el hospital sucedía algo extraño: pese a que vestían los mismos uniformes, los movimientos frenéticos y decididos de los soldados no eran como los de aquellos militares a los que estábamos acostumbrados. Además, de pronto comenzaron a sacar grandes atados hechos con sábanas, que evidentemente contenían desechos hospitalarios. Yo seguía preguntándome si debía ir. Pero un miedo paralizante me oprimía, me retenía allí, sin dejarme reaccionar.
Entonces una idea clara, que no admitía dudas, se abrió paso en mi mente: “Es la UNITA y vienen a buscarme”. Mi sensación en aquel momento fue más de sorpresa que de miedo. Durante casi un año y medio había temido que “ellos” vinieran por mí. Varias veces había planeado en mi mente cómo sería mi huida y en dónde me escondería. Sin embargo, ahora solo una ininterrumpida oración se elevaba de mis labios: “Señor, ¿qué debo hacer? ¿Qué debo hacer y decir? Cuando lleguen, muéstrame qué debo hacer, ¡por favor! Muéstrales también a los demás cómo deben comportarse”.
De pronto vi que un grupo de soldados corría en dirección a mi casa, desde el lado opuesto al del tiroteo. “Allí vienen”, me dije. Lo más rápido que pude, me puse los jeans del día