Fiódor Dostoyevski

El jugador


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¿Todavía no lo ha hecho? Yo creía que ya la había pedido.

      —¡Usted sabe perfectamente que no! —exclamó Paulina con enojo—¿Dónde encontró usted a ese inglés? —añadió tras unos instantes de silencio.

      —Estaba seguro de que iba usted a hacerme esta pregunta.

      Le conté entonces mis anteriores encuentros con Mr. Astley.

      —Es tímido y fácilmente inflamable —añadí—, y, naturalmente, ya estará enamorado de usted.

      —Sí, está enamorado de mi —confesó Paulina.

      —Es diez veces más rico que el francés. ¿Tiene fortuna ese francés? ¿Es cosa segura?

      —Absolutamente segura. Posee un château. Ayer mismo me lo confirmó el general. ¿No le basta?

      —Yo, en lugar de usted, no dudaría en casarme con el inglés.

      —¿Por qué? —inquirió Paulina.

      —El francés es más buen mozo, pero peor persona. Además de su honradez, el inglés es diez veces más rico —dije.

      —Sí, pero en cambio, además de su marquesado, el francés es más inteligente —objetó ella con la mayor tranquilidad.

      —¿De veras? —pregunté en el mismo tono.

      —Absolutamente de veras.

      Mis preguntas no eran en modo alguno del agrado de Paulina. Comprendí, por el tono y la dureza de sus contestaciones, que deseaba irritarme; así se lo espeté en seguida.

      —¡Qué quiere usted! Me encanta hacerle enfadar. Y además, por el hecho de tolerar sus preguntas y suposiciones, me debe usted una compensación.

      —Si me concede el derecho de hacerle toda clase de preguntas—repliqué tranquilamente es porque estoy dispuesto a pagar cualquier compensación; con mi vida, si es preciso.

      Paulina se echó a reír.

      —La última vez que hicimos la ascensión al Schlangenberg dijo usted que estaba dispuesto a una señal mía, a precipitarse de cabeza desde la cima. Llegará un día en que haré esta señal, únicamente para ver cómo cumple usted su palabra. Le odio precisamente porque le he consentido demasiadas cosas, y todavía más porque necesito de usted. Pero como le necesito, debo, por ahora, tratarle bien.

      Iba a levantarse. Su voz sonaba irritada. Desde hacía tiempo nuestras entrevistas terminaban siempre en exasperación, en animosidad; sí, ésa es la palabra: animosidad.

      —Permítame una pregunta: ¿quién es la señorita Blanche?—inquirí, deseoso de no dejarla marchar sin haber llegado a una explicación.

      —Usted mismo sabe perfectamente quién es la señorita Blanche. Ningún hecho nuevo ha ocurrido desde que usted se fue. La señorita Blanche será seguramente generala —desde luego en el caso de que el rumor de la muerte de la “abuela” se confirme—, pues la señorita Blanche, lo mismo que su madre y su primo el marqués… conocen nuestra ruina.

      —¿Y el general está definitivamente prendado de ella?

      —No se trata de eso ahora. Escúcheme bien. Aquí hay setecientos florines; tómelos y gáneme la mayor cantidad que pueda a la ruleta. Necesito dinero inmediatamente, sea como fuere.

      Después de hablar así llamó a Nadina y fue a reunirse con los nuestros cerca del casino. En cuanto a mí, tomé el primer sendero, a la izquierda, y di rienda suelta a mi perplejidad.

      Su orden de jugar a la ruleta me había producido el efecto de un golpe en la cabeza. Cosa extraña: entonces, que tenía tantos motivos de meditación, me absorbía en el análisis de los sentimientos que experimentaba respecto a Paulina. A decir verdad, durante esos quince días de ausencia tenía el corazón menos oprimido que en el día de regreso. Sin embargo, durante el viaje había sentido una angustia loca, desvariando constantemente y viéndola en todo instante como en sueños. Una vez —fue en Suiza—me dormí en el vagón y empecé a hablar, según parece, en voz alta con Paulina, lo que motivó las risas de mis compañeras de viaje.

      Una vez más hoy me pregunto: “¿La amo?”, y una vez más no sé qué contestarme. O más bien por centésima vez me he contestado que la odiaba. Sí, me era odiosa. Hubo momentos —al terminar cada una de nuestras entrevistas—en que hubiese dado la mitad de mi vida por estrangularla. De haber sido posible hundirle un puñal en el pecho, creo que lo habría hecho con placer.

      Y, sin embargo, palabra de honor, si en el Schlangenberg, en aquella cima de moda, me hubiera, efectivamente, dicho: “Tírese abajo de cabeza”, me habría lanzado inmediatamente, incluso con satisfacción.

      Ya lo sabía yo. De un modo o de otro la crisis debía resolverse. Ella lo comprende perfectamente y la idea que tiene de que se me escapa, de que no puedo realizar mis caprichos, le causa, estoy seguro de no equivocarme, una satisfacción extraordinaria. ¿Podría, sino fuese así, tan prudente y avispada como es, mostrarse tan familiar, tan franca conmigo?

      Tengo la impresión de que, hasta ahora, me ha considerado como aquella emperatriz de la antigüedad que se desnudaba delante de su esclavo por no considerarlo hombre. Sí, muchas veces ella no me ha tenido por hombre.

      Sin embargo, me había confiado una misión: ganar a la ruleta, fuere como fuere.

      No tenía tiempo para reflexionar el porqué ni en qué plazo era preciso ganar ni qué nuevas fantasías estarían germinando en aquella cabecita que constantemente calculaba. Además, durante aquellos quince días era evidente que habían ocurrido una multitud de nuevos hechos, de los que no me había dado todavía cuenta. Era menester averiguarlo, aclararlo todo lo más pronto posible. Pero, por lo pronto, no era cuestión de eso… Yo debía ir a jugar y ganar a la ruleta.

      Capítulo 2

      Índice

      Confieso que aquella misión me era desagradable. Aunque decidido a jugar, no pensaba empezar por cuenta ajena.

      Me sentía incluso desconcertado y penetré de muy mal humor en la sala de juego. Nada de todo aquello me agradó a la primera ojeada. No puedo soportar el servilismo de los cronistas de todos los países, y especialmente de Rusia, que al comenzar la primavera celebran a coro dos cosas: primero, el esplendor y el lujo de las salas de juego en los balnearios del Rin, y luego los montones de oro, que, según afirman, cubren las mesas. No se les paga por hacer estas descripciones, que sólo están inspiradas en una complacencia desinteresada.

      En realidad, aquellas tristes salas están desprovistas de esplendor, y, en lo que se refiere al oro, no solamente no está amontonado sobre las mesas, sino que se le ve muy poco.

      Sin duda, durante la temporada llega de pronto algún ser extravagante, algún inglés o algún asiático o turco, como ha ocurrido este verano, que gana o pierde sumas considerables. Los demás jugadores no arriesgan, en general, sino pequeñas cantidades, y, regularmente, hay poco dinero sobre el tapete verde.

      Cuando, por primera vez en mi vida, puse los pies en la sala, permanecí algún tiempo dudando antes de jugar. Además, la gente paralizaba mis movimientos. Pero aunque hubiese estado solo habría ocurrido exactamente lo mismo. Creo que, en vez de jugar, quizá me habría salido en seguida. Lo confieso: el corazón me latía con violencia y no estaba tranquilo. Desde hacía tiempo estaba persuadido de que no saldría de Ruletenburg sin una aventura, sin que algo radical y definitivo se mezclase fatalmente a mi destino. Así debe ser y así será.

      Por ridícula que pueda parecer una tal confianza en la ruleta me parece todavía mucho más risible la opinión vulgar que estima absurdo el esperar algo del juego. ¿Es que es peor el juego que cualquier otro medio de procurarse dinero, el comercio, por ejemplo? Verdad es que de cien individuos uno solamente gana, pero… ¿qué importa eso? En todo caso estaba decidido a observar primero y no acometer nada de