respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que estás convirtiéndoles el corazón a ti!”.
Sobre todos los presentes pesaba un silencio opresivo en su solemnidad. Los sacerdotes de Baal temblaban de terror, conscientes de su culpabilidad.
Fuego del cielo responde la sencilla oración de Elías
Apenas terminó Elías su oración, del cielo bajaron sobre el altar llamas de fuego como brillantes relámpagos y consumieron el sacrificio, evaporaron el agua de la trinchera y devoraron hasta las piedras del altar. El resplandor del fuego iluminó la montaña y deslumbró a la multitud. En los valles que se extendían más abajo, donde muchos observaban, se vio claramente el descenso del fuego, y todos se quedaron asombrados por lo que veían.
La gente que estaba sobre el monte se arrojó al suelo. No se atrevía a continuar mirando el fuego enviado del cielo. Convencida de que era su deber reconocer al Dios de Elías como Dios de sus padres, gritaron a una voz: “¡El Señor es Dios! ¡El Señor es Dios!” El clamor resonó por la montaña y repercutió por la llanura. Por fin Israel se despertaba, desengañado y penitente. Por fin el pueblo veía cuánto había deshonrado a Dios. Quedaba plenamente revelado el carácter del culto de Baal, en contraste con el culto racional exigido por el Dios verdadero. El pueblo reconoció la justicia y la misericordia de Dios al privarlo de rocío y de lluvia hasta que confesara su nombre.
Los impenitentes sacerdotes de Baal
Sin embargo, aun en su derrota y en presencia de la gloria divina, los sacerdotes de Baal rehusaron arrepentirse. Querían continuar siendo los sacerdotes de Baal. Demostraron, así, que merecían ser destruidos.
Con el fin de que el arrepentido pueblo de Israel se viese protegido de las seducciones de aquellos que le habían enseñado a adorar a Baal, el Señor indicó a Elías que destruyese a esos falsos maestros. La ira del pueblo ya había sido despertada; y cuando Elías dio la orden: “¡Agarren a los profetas de Baal! ¡Que no escape ninguno!”, el pueblo estuvo listo para obedecer. Los llevó al arroyo Cisón y allí, antes que terminara el día que señalaba el comienzo de una reforma decidida, se dio muerte a los ministros de Baal.
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