aunque a veces venga en ruso o en chino mandarín. Greta se siente demasiado perezosa para detenerse a ver qué partes componen a esa persona. Dónde tiene los botones. Prefiere probar. Apretar todo. Ver para qué sirve ese cable, dónde meter el conector y qué sucede si gira esa perilla. A veces descubre rápidamente la fuente de luz. A veces se queda llorando porque nada funciona como espera.
Pero así es con los manuales. Y así es con la gente.
OSLO, NORUEGA
2.
Jakob tiene encías de caballo y Greta no puede dejar de observarlo. Henrik parece no darse cuenta o no importarle. Greta no sabe cuál de las dos alternativas es peor. Henrik se ríe de chistes de Jakob que Greta no entiende y que ella está segura de que su marido tampoco entiende. Por suerte, Greta tiene el mecanismo de desconexión muy bien trabajado.
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
Lo siento, perdóname, te amo, gracias
El ho’oponopono puede aplicarse para cada ocasión, como si se tratase de una píldora inocua, de un terrón de azúcar. Por lo menos así se lo administra Greta, como música funcional. On/Off.
Gesticula Jakob con sus dientes de caballo y ahora hay que poner el interruptor nuevamente en On para agradecer los elogios de Ingrid a su «manjar rojo» y masticar con cuidado; es notorio que el reno sufrió la muerte y este rigor mortis que sostiene, a pesar de la cocción de horas, es su última venganza. Greta recuerda cuando intentó ser vegana y la venció el cansancio de tener que pensarlo todo. La venció la resistencia de Henrik con sus varillas de carne, su pinnekjøtt que masticaba en toda ocasión, provocándola. Esa debe haber sido la última vez en que Greta le miró los dientes a alguien —su marido masticador de carne seca— antes de mirarle los dientes equinos a Jakob.
Henrik, en tanto, se entretiene con las tetas de Ingrid. Son enormes y flácidas. Estriadas. Pero Ingrid las exhibe con orgullo, sin sostén, con un escote tan profundo que en cada inclinación deja escapar un pezón demasiado pequeño para tanta mama. Todos en la mesa lo saben y miran. Incluso lo sabe Jakob, quien no disimula cierta satisfacción por el afán exhibicionista de su esposa ajada, como si se hubiese mantenido demasiado tiempo a la intemperie, a pesar de no cumplir todavía cuarenta y de no haber parido más que un hijo. Las miradas directas pero neutras de los comensales hacia las tetas de Ingrid, inevitables al rozar los platos de todos, le devuelven vida a la verga de Jakob, que se yergue bajo la mesa, demasiado pequeña para que se haga notoria la erección a través del pantalón de corderoy holgado.
Greta lo nota. Lo sabe. Ya tuvo contacto con esa verga en otros tiempos, cuando Jakob recién había contratado a Henrik y las invitaciones a cenar eran el plan swinger de Jakob que nunca se concretó, por inocencia de Henrik, por disimulo de Greta. Pero aquella vez Greta lo vio tocándose a través de la tela del pantalón mientras ella bebía en el sillón con las piernas ligeramente abiertas, sin intención, distraída, pensando en la música funcional de su cabeza, que todavía no era el mantra del ho’oponopono sino pensarse en una playa del Caribe. Lo vio tocarse la verga que no llegaba a marcarse demasiado a través de la bragueta, no como la verga gruesa de Henrik, sino como una linterna de bolsillo. También sintió el roce de ese pene que se sentía como un marcador contra su muslo cuando él fue a tomar posición junto a Greta en el sillón, mientras Ingrid cuchicheaba con Henrik en la cocina y Henrik era tan amable y retrocedía para darle lugar a la mujer que casualmente lo rozaba con sus tetas y Henrik ni enterado. Así que Greta sabe de la confabulación orquestada entre las tetas de Ingrid, los comensales y la verga de Jakob, pero no dice nada. Sonríe apenas, divertida por el patetismo de la situación, por la dureza de la carne y por la puesta en escena representada una vez más.
Henrik se ha masturbado un par de veces pensando en esa primera invitación a cenar a la casa de su entonces flamante jefe, en las tetas de Ingrid, en el roce en la cocina, en las piernas abiertas de Greta en el sillón y la voz gruesa de Jakob que gesticulaba exageradamente junto a su mujer. Imaginó lo que sería cogerse a la esposa abundante y desbordante de su jefe, a una mujer acolchada que nada tenía que ver con la elasticidad de Greta. En Greta todo es a escala, como en una muñeca de Mattel. Todo pequeño y fibroso, libre de grasa, compacto. Henrik se imaginaba chupando los pequeños pezones e introduciendo luego su verga entre las dos mamas mastodónticas.
3.
Greta no puede determinar con exactitud en qué momento comprendió que Henrik había dejado de mirarla. Sabe que él no es consciente de ello. En realidad, no es que ya no la mirase, sino que ella notaba su propia imagen en las pupilas de su marido y sus ojos estaban borrosos, velados y Greta supo entonces que su presencia se había vuelto el contorno de lo conocido, como una silla. Henrik sabía que estaba ahí, que podía usarla o esquivarla o acomodarla para que no estuviese en el paso. De todas formas, Greta sabe que no es un objeto inanimado. No es pasiva, tiene matices, profundidades, claroscuros y personalidad, pero siente que ambos se han convertido paulatinamente en ese fondo borroso que está más allá de los límites de lo que miramos y prestamos atención. Clavamos la vista en algo y todo lo demás se desdibuja. Somos el fondo y no la figura, la silla y no su función.
Como huérfana temprana, Greta tiene daddy issues. Sabe perfectamente que ese padecimiento es un lugar común, pero una de las primeras cosas que le dijo a Henrik cuando se conocieron es que nunca la abandonase, que ese es su mayor temor: pensar que no la quieren. Greta siempre necesitó que todos la quisieran. Libra con ascendente en Libra. Lectora de libros de autoayuda. Recitante del ho’oponopono. Consumidora de homeopatía. Con su tatuaje de infinito cerca de la muñeca izquierda, porque siempre se puede ser un poco más trivial.
Henrik no puede ser consciente de que ha dejado de mirar a Greta si ni siquiera les dio importancia a los dientes de caballo de su jefe; él puede manejarse en otro nivel de fenómenos observables. El de la planta, por ejemplo. La planta de interior que le regaló Greta cuando él se instaló en la casa. La planta frondosa y bienintencionada. En su escritorio, todos los días. Se fue muriendo ante sus ojos y él no la vio. Un día, posó la mirada sobre la planta y la vio muerta de repente. No pudo comprender cómo, cuándo ni por qué había sucedido. «Hasta hace cinco minutos estaba viva», pensó.
BUENOS AIRES, ARGENTINA
1.
Henrik sabe que esos dos pisos por escalera le van a pesar, pero es incapaz de decirle a Greta que no compre el departamento de sus sueños. Aún a sabiendas de que los sueños de Greta son una estupidez con fecha de vencimiento, hasta que el próximo sueño se vuelva más tentador e ineludible. Aunque a la mayoría de sus amigos les parezca una locura esa compra en San Telmo dentro de un edificio que todavía está abandonado, para Greta es una fuente inagotable de aventuras. Henrik no le dice que no lo haga porque sabe que Greta lo hará igual. Y lo hace.
Apenas toman posesión del departamento en el edificio de principios del siglo XX, son conscientes de que estarán solos en la propiedad durante meses. La unidad está habitable, no como el resto, y ellos son los únicos que tienen autorización para mudarse. Durante el día, comparten las partes comunes con los albañiles de los otros departamentos. Por la noche, sin más luz que la que fue «puenteada» hasta su propiedad, el edificio respira la penumbra y el silencio del abandono. En ese escenario, apenas con una linterna, Henrik y Greta salen a robar las manijas perdidas de las puertas para completar el hogar, los apliques de luz, algunos azulejos, comandos de canillas, todo aquello que falta para completar el rompecabezas de la casa de estilo. Asumen que no hay un inventario de manijas y nadie los atrapará. A lo sumo, culparán a los albañiles y eso no les importa.
Una noche, Henrik se queda en la cama y Greta sale sola. Pasada la medianoche, en el tórrido enero porteño, Greta avanza por el pasillo descalza y en remera y bombacha. Lleva una bolsita con un destornillador y un martillo. Sube dos pisos por escalera y se adentra en el último departamento del pasillo, el más grande del piso. Mientras desenrosca una perilla con la linterna entre los dientes, un arrastrar de pasos la distrae. Piensa que se trata de Henrik hasta que una luz punzante directa a sus ojos, la deja ciega. Grita. Su alarido despierta al gigante que sale entredormido