Plato

Obras Completas de Platón


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establecido con un gran crédito, reuní yo en menos de nada ciento cincuenta minas, y eso que yo era más joven, y él gozaba de una gran nombradía. Solo en la aldea llamada Ínico[1], saqué más de veinte minas. A mi vuelta entregué todo este dinero a mi padre, y lo mismo él que todos nuestros conciudadanos admiraron mi industria; y ciertamente creo haber ganado yo solo más que otros dos sofistas juntos, sean los que sean.

      SÓCRATES. —Vaya una cosa magnífica, Hipias, y en eso veo la prueba más positiva de tu superioridad y la superioridad de los demás sofistas de nuestro tiempo sobre los antiguos. Me haces comprender perfectamente la ignorancia de esos sabios de otro tiempo. Anaxágoras, al revés de vosotros, se gobernó tan mal por meterse a filosofar, que habiendo heredado un pingüe patrimonio, lo perdió por su abandono. Otro tanto se ha dicho de todos los demás; y así no podías aducir mejor prueba para demostrar que los sabios modernos valen mucho más que los antiguos. El pueblo también es del mismo dictamen, porque comúnmente se dice que el sabio debe ser en primer lugar sabio para sí mismo, y precisamente el objeto de esa filosofía es enriquecerse. Pero dejemos esto, y te suplico me digas en qué ciudad ganaste más, porque tú has corrido mucho. ¿No ha sido Lacedemonia el punto adonde has ido más veces?

      HIPIAS. —No, ¡por Zeus!, Sócrates.

      SÓCRATES. —Qué, ¿ganaste allí poco?

      HIPIAS. —Nada, absolutamente nada.

      SÓCRATES. —Verdaderamente lo que me dices me sorprende mucho; pero dime, Hipias, ¿tu sabiduría no hace más virtuosos a los que conversan y aprenden contigo?

      HIPIAS. —Sí, en verdad.

      SÓCRATES. —¿Y eras tú menos capaz de inspirar la virtud a los jóvenes lacedemonios que a los de la aldea de Ínico?

      HIPIAS. —De ninguna manera.

      SÓCRATES. —¿Quizá los jóvenes en Sicilia tienen más cariño a la virtud que los de Lacedemonia?

      HIPIAS. —Todo lo contrario, Sócrates; los jóvenes de Lacedemonia son apasionados por la virtud.

      SÓCRATES. —¿Será quizá la falta de dinero la que les haya privado de recibir tus lecciones?

      HIPIAS. —No, porque son bastante ricos.

      SÓCRATES. —Puesto que aman la sabiduría, tienen dinero, y tú puedes serles útil ¿de dónde procede que no has venido lleno de dinero de Lacedemonia? ¿Quieres que digamos que los lacedemonios instruyen mejor a sus hijos que podrías tú hacerlo?, ¿es este tu dictamen?

      HIPIAS. —Nada de eso.

      SÓCRATES. —¿Consistirá en que no has podido persuadir a los jóvenes lacedemonios de que tu enseñanza les aprovecharía más que la de sus padres? ¿O bien no pudiste convencer a sus padres de que les era mejor encomendar sus hijos a tu cuidado y no al suyo, para recibir mayor instrucción? Porque no es creíble que por pura rivalidad se hayan opuesto a que sus hijos se hagan virtuosos.

      HIPIAS. —No, yo no lo creo.

      SÓCRATES. —¿Lacedemonia no está gobernada por buenas leyes?

      HIPIAS. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Pero en las ciudades bien gobernadas la virtud tiene gran estimación.

      HIPIAS. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Por otra parte, tú eres el hombre más capaz del mundo para enseñar la virtud.

      HIPIAS. —Sin duda, Sócrates.

      SÓCRATES. —¿No sería principalmente en Tesalia o en cualquier otro país, en que se tenga afición a enjaezar caballos, donde sería perfectamente recibido un buen picador, prometiéndose grandes utilidades, mejor que en ningún otro punto de Grecia?

      HIPIAS. —Así debe suceder.

      SÓCRATES. —¿Y un hombre capaz de formar para la virtud el corazón de los jóvenes, no deberá ganar dinero y reputación en Lacedemonia y en todas las demás ciudades de la Grecia provistas de buenas leyes? ¿Deberemos creer que esto suceda más bien entre los habitantes de Ínico y de la Sicilia, que entre los lacedemonios? Sin embargo, si así lo quieres, Hipias, te creeremos.

      HIPIAS. —No hay nada de eso, Sócrates; sino que los lacedemonios no tienen costumbre de alterar sus leyes, ni sufren que se dé a sus hijos una educación extranjera.

      SÓCRATES. —¿Qué es lo que dices? ¿Existe en Lacedemonia la costumbre de obrar mal y no bien?

      HIPIAS. —Yo no digo eso, Sócrates.

      SÓCRATES. —¿No obrarían bien dando a sus hijos una educación superior en lugar de una mediana?

      HIPIAS. —Ciertamente, pero sus leyes rechazan toda educación extranjera. Si no hubiera sido esto, ningún preceptor hubiera ganado tanto como yo en instruir aquellos jóvenes, porque es increíble el placer con que me escuchaban y las alabanzas que hacían de mí; pero, como ya te he dicho, la ley se lo impedía.

      SÓCRATES. —¿Crees tú que la ley es la salud o que es la ruina de una ciudad?

      HIPIAS. —Creo que la ley solo tiende al bien público, pero contraría a este bien público, cuando no está bien hecha.

      SÓCRATES. —Pero cuando los legisladores hacen una ley, ¿no creen que hacen un bien al Estado? Porque sin leyes un Estado no puede ser bien gobernado.

      HIPIAS. —Sin dificultad.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, siempre que un legislador se aleja del bien público, se aleja de la ley y de lo que es legítimo. ¿No eres tú de esta opinión?

      HIPIAS. —Si se toma en rigor, Sócrates, es como tú dices, pero el común de las gentes no lo entiende así.

      SÓCRATES. —¿Qué es ese común de las gentes?, ¿son los hombres hábiles o los ignorantes?

      HIPIAS. —El común de las gentes.

      SÓCRATES. —¿Llamas común de las gentes a los que conocen la verdad?

      HIPIAS. —No, ciertamente.

      SÓCRATES. —Los que conocen la verdad creen que lo que es útil a los hombres es más legítimo que lo que les es inútil. ¿Convienes en esto?

      HIPIAS. —Convengo, porque es cierto.

      SÓCRATES. —Y las cosas, ¿no son como los hombres ilustrados las entienden?

      HIPIAS. —Sí.

      SÓCRATES. —Los lacedemonios, según tú, ¿obrarían mejor, consultando su propio interés, en preferir tu enseñanza, aunque sea extranjera, a la educación de su país?

      HIPIAS. —Lo digo, porque es la verdad.

      SÓCRATES. —¿También dices que cuanto más útiles son las cosas son más legítimas?

      HIPIAS. — Sí, lo he dicho.

      SÓCRATES. —Por consiguiente, según tu opinión, es más legítimo confiar la educación de los jóvenes lacedemonios a Hipias, que confiarla a sus padres, puesto que resultaría mayor utilidad para sus hijos.

      HIPIAS. —Es cierto, Sócrates.

      SÓCRATES. —Los lacedemonios contravienen por consiguiente a la ley, cuando rehúsan darte dinero por la instrucción de sus hijos.

      HIPIAS. —Estoy conforme, y no tengo materia para contradecirte, porque parece más bien que hablas por mí.

      SÓCRATES. —Hemos, pues, descubierto, Hipias, que los lacedemonios están en oposición con las leyes y sobre objetos de la mayor importancia, a pesar de ser hombres sumamente afectos a sus leyes. Pero, Hipias, ¿en qué ocasión los lacedemonios te alaban y tienen tanto placer en escucharte?, ¿es quizá cuando les hablas de los astros y de las revoluciones celestes, ciencia de que tienes un perfecto conocimiento?

      HIPIAS. —No, eso no les agrada.

      SÓCRATES.