leído por completo su libro. “Nadie”, fue la respuesta. Sin embargo, una compañera, quizá más tímida que yo, comentó que ella no entendía nada del libro que había comprado. Así que estaba dispuesta a intercambiarlo por mi Macario. Ese día, yo, Pedro Mena, tocayo de Pierre Menard, leí por primera vez a Jorge Luis Borges. El hermoso libro, con tapas grises y duras, de Ficciones cayó como una granada de fragmentación en mi imaginación. Alejandro Rossi, no recuerdo dónde lo leí, decía que Borges “fascina, entre otras cosas, porque hace creer a sus lectores que son tan inteligentes como él”. No fui yo, por fortuna, la excepción de esa sentencia. Pasé de ser el típico idiota que cree saberlo todo a la condición del joven curioso que admite, sin rezongar, su tremenda ignorancia; gesto, según algunos, de inteligencia.
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Las horas que pasé leyendo Ficciones dejaron de ser avinagradas; desapareció el sonsonete mental de que todo valía un carajo. Ciertas palabras, muchos nombres propios, cada enunciado, cada párrafo me hacían sentir una gustosa perplejidad de la que no tenía antecedentes. Calibré una excusa para no devolver el libro, para que ya no circulara de mano en mano y fuera sólo mío. El hocico de la avaricia mascaba con sevicia el deber de compartirlo. “Hay que robarlo”, me decía a mí mismo, e inventaba una y mil justificaciones para hacerlo, para soterrar la culpa que ya asomaba su impertinente y mocosa nariz. Pasé de la fruición de leer a Borges al infiernillo de mi conciencia. Un libro que provoca esa cantidad de anomalías en la fútil vida y quehacer de un bachiller inevitablemente será considerado un hito. Devolví el libro de mala gana, con el ceño fruncido y la delicadeza de un orangután que repele el fuego. Sólo un compañero más, el ordinario nerd y matado de la clase, leyó aquella obra. Y él, al igual que yo, fue consumido por esa dilación a la hora de entregar el libro a otro compañero. Cuando ambos comentamos las impresiones que había dejado esa lectura intuimos, con cierto torpor, que nuestra experiencia nada tenía de original y novedosa. Nos sentimos como personajes borgeanos. Declaramos al unísono: ser una variación de ese único y múltiple lector de Borges que da con su imagen en el laberinto de los espejos.
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Lo más relevante, de todo ese vendaval, es que yo leí Ficciones con esa ingenuidad que para Borges era algo así como el Paraíso, aquella que es invaluable patrimonio de poetas y que hoy, por mero engreimiento ostentado como humor para listillos, es desterrada de la poesía. La frontera entre realidades y fantasías quedó abolida para mí con ese libro y los otros que siguieron del mismo Borges.
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Intentar, como ya lo han hecho millares, un estudio sesudo de la obra de Borges es inconcebible para mí. Qué pueda yo, un iluso, aportar a la bibliografía en torno a sus escritos. El mismo Alejandro Rossi, en su ensayo “La página perfecta”, lo formula así: “Escribir sobre la obra de Jorge Luis Borges es resignarse a ser el eco de algún comentarista escandinavo o el de un profesor norteamericano, tesonero, erudito, entusiasta; es resignarse, quizá, a redactar nuevamente la página 124 de una tesis doctoral cuyo autor a lo mejor la está defendiendo en este preciso momento”.
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Una coincidencia más, antes de colocar punto el final. Mientras escribía estas notas, recordé una carta que escribió Cioran a Savater el 10 de diciembre de 1976, donde el asunto a tratar era Borges. El rumano, lector del argentino, comienza dicha carta así: “¿Para qué celebrarlo cuando hasta las universidades lo hacen? La desgracia de ser conocido se ha abatido sobre él. Merecía algo mejor. Merecía haber permanecido en la sombra, en lo imperceptible, haber continuado siendo tan inasequible e impopular como lo es el matiz. Ese era su terreno. La consagración es el peor de los castigos –para el escritor en general y muy especialmente para un escritor de su género. A partir del momento en que todo mundo le cita, ya no podemos citarle o, si lo hacemos, tenemos la impresión de aumentar la masa de sus «admiradores», de sus enemigos. Quienes desean hacerle justicia a toda costa no hacen en realidad más que precipitar su caída.” Me pregunto, al terminar de trascribir este fragmento, cuándo y en qué universo borgeano, mi compañero de preparatoria y yo, hemos sido respectivamente Rossi y Cioran.
Don Alfonso Reyes, un gastróforo
He dicho cosas crueles acerca de Reyes, y espero seguir haciéndolo.
Gerardo Deniz
–¿Qué palabra del español te gusta mucho?
–Gordo.
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De una u otra manera me las he arreglado para fugarme de la caseta los sábados, de las 4 a las 7 de la tarde. El propósito, según mis ínfulas de trabajador, es desconectarme un rato, vagar, hacerme pendejo o, dicen los idealistas y salvamundos caguengues: gozar de libertad. Ni lelo me trago ese cuento, pero lo menciono para no olvidar lo fácil que es engañarse a sí mismo. En fin, de la caseta me vengo al café. Llego, como de costumbre, con una cara de liendre fumigada. Tomo asiento y pido lo mismo de siempre: un americano y un cenicero. Hurgo en mi mochila, saco un libro y me olvido de casi todo lo que está a mi derredor.
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Según yo me siento en el café para no ser interrumpido en la lectura, como me sucede en la caseta, donde llegan uno y otro cliente a solicitar algo que necesitan, o que les dicta su capricho; ya berrea un niño chiqueado porque quiere una paleta de chile (que no será lamida más de dos veces), ya llega tal anciana a quejarse de la alza de precios en las verduras, ya llega don No-sé-cómo-se-llama para bufar y maldecir a no sé qué presidente que gobierna no sé qué país de mierda o, esa es obligatoria, llega alguien a jorobar sobre de la cantidad de muertos que contabiliza el diario de nota roja. Más temprano que tarde en el café se repiten las interrupciones, por unos no-clientes que sólo saben estirar la mano para pedir ayuda y poner, como dicta la moda, una cara de víctimas aporreadas por alguna deidad iracunda o marginadas por una sociedad psicótica, qué sé yo. Hago de piedra mi corazón y sigo leyendo, a veces incluso zangoloteo la pluma en el cuaderno. No cabe duda que mi madre tiene razón cuando sutilmente me hace saber que me falta algo en la tatema (“allá tú, pero ¿no te parece algo curioso salir de un lugar para ir a otro a encerrarte, quizá más incómodo y ruidoso que la caseta?, insisto, allá tú”).
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Este último sábado, después de años, pude hacerme de un par de ejemplares: los tomos X [Constancia poética] y XXV [Culto a Mallarmé, El Polifemo sin lágrimas, Memorias de cocina y bodega, Resumen de la literatura mexicana (siglos xvi-xix), Los nuevos caminos de la Lingüística, Nuestra lengua y Dante y la ciencia de su época], de las obras completas de don Alfonso Reyes. De ambos tomos me interesaba leer los apartados que le dedicó a la gastronomía. Así, del tomo X, sólo quería leer los poemas que llevan por título: Minuta: (19171931), conjunto de 39 poemas, más epígrafes al inicio y al final y una nota sobre San Pascual Bailón, que figuran a la cabeza del bloque IV (Tres poemas). Y del tomo XXV me urgía leer, por mera compulsión y no por alguna necesidad particular, el apartado III, que lleva por título: Memorias de cocina y bodega, compuesto por diecisiete “Descansos”, el respectivo “Proemio” y unas “Notas sueltas”. Con todo y las interrupciones ya referidas, más las distracciones de las que soy fácil presa, pude ajumarme las 120 páginas de uno y otro tomo en la coja e incómoda mesa del café.
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Quien me conoce sabe que yo disfruto bastante los ensayos de Alfonso Reyes, los cuales, al parecer, hoy no están de moda y tampoco son moneda que corra por el pestífero mundillo de las letras. Las razones y motivos de ese distanciamiento, descuido o, quizá, ignorancia, las desconozco de cabo a rabo. Rara vez yo le he encontrado un “pero mayor”, es decir, una excusa que me impida leer fragmentos de la obra de este ilustre personaje, el gordo más erudito de la literatura mexicana del siglo xx. Estoy seguro que alguna vez leí algo relativo a la gordura física y literaria de ciertos autores (Tomás de Aquino, Chesterton, Lezama