por cortesía– , o la esposa se levantaba y corría a la habitación de los niños y no se la veía hasta la cena, en la que uno se sentía como un mendigo y parásito y era tratado como si uno quisiese alejar al marido de la casa y del hogar, de obligación y fe.
Esto no solía suceder; por lo general los amigos se separaban por la recíproca antipatía de sus esposas. La una se quejaba de la otra.
Nos encontrábamos en el café. Pero lo peculiar era que no estábamos allí de tan buena gana como antes. Deseábamos convencernos de que éste era el terreno libre para conversar, donde nadie era anfitrión y nadie era invitado; pero sentíamos inquietud por los casados, porque alguien se había quedado en casa; alguien que, si hubiese estado solo en la vida, hubiese buscado compañía, pero ahora estaba condenado a la soledad del hogar. Y además, los parroquianos del café eran casi todos solteros, una especie de enemigos, y éstos aparecían, por ser faltos de hogar, con mayores derechos dentro del café. Se comportaban como si allí estuviesen en su casa, causaban alboroto, se reían a carcajadas, consideraban a los casados como intrusos; en una palabra: molestaban.
En mi condición de viudo, me parecía tener un cierto derecho al café, pero parecía no tenerlo, y cuando invitaba al café a los maridos, me atraía pronto el odio de las esposas, de manera que cesé de concurrir a sus casas. Y tal vez con todo acierto, porque el matrimonio es un mano a mano.
Si los casados llegaban, venían casi siempre tan llenos de sus complicaciones hogareñas, que antes tenía que escuchar sus problemas, de sirvientas y niños, de la escuela y los exámenes, y me sentía tan profundamente involucrado en las miserias familiares del otro, que no hallaba las ventajas de haberme deshecho de las mías.
Por fin nos acercábamos a un tema y a las grandes cuestiones, y sucedía a menudo que uno hablaba por separado, mientras tanto el otro esperaba su turno con los ojos bajos para poder hablar luego un instante, que no era una contribución a la conversación sino un diálogo con las paredes. O sucedía que, de manera endemoniada, hablaban todos al mismo tiempo sin que al parecer ninguno entendiese lo que el otro decía. Una confusión babilónica que terminaba en riña y en la imposibilidad de entenderse.
–¡Pero si no entiendes lo que digo! –era la queja usual. ¡Y así era! Cada uno, en el correr del año, había agregado nuevos significados a las palabras, dado nuevos valores a viejos pensamientos, aparte de que nadie deseaba presentar el significado más profundo de las cosas, que era parte del secreto profesional o de los pensamientos en desarrollo, los cuales eran protegidos con celo.
Cada noche, al regresar a casa de una de esas reuniones de café, sentía lo vano de esas extravagancias con las que uno deseaba en realidad oír la propia voz e imponer a los otros las propias opiniones. Mi cerebro quedaba como deshecho, o como tierra revuelta y sembrada de semillas de mala hierba que había que cortar antes de que brotasen. Y cuando llegaba a casa solo y en silencio, me reencontraba a mí mismo, me cubría de mi atmósfera espiritual propia, que me cuadraba como ropa a medida, y luego de una hora de meditaciones me hundía en la aniquilación del sueño, liberado de pretensiones, deseos, voluntades.
Pronto suspendí mis visitas al café; me entrenaba en estar solo; volvía a caer en la tentación, pero me retiraba cada vez más curado, hasta que encontré el gran bienestar de oír el silencio y escuchar las nuevas voces que en él se encuentran.
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