Patricio Manns

El corazón a contraluz


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mi pueblo.

      —No: primero a los vivos. Han muerto después. En un comienzo, quise establecer contacto, traducir sus gruñidos horrendos en sonidos inteligibles, pero era como hablarles a guanacos descabezados. Sus mujeres se entregaban a mis soldados borrachos, entraban a El Páramo sin que las llamaran. —Bebiendo, la consideró con altanera mirada, en la que campeaba un poco de desprecio, pero murmuró como si el tema tuviera una importancia capital—: Por eso no creo en tu historia de virginidad. No puedes haber pasado entre tantos hombres hambrientos sin ser mordida por ninguno.

      Drimys fue al rincón a buscar su capa y la echó sobre sus hombros con los pelos hacia afuera.

      —Mi cuerpo no sueña con su historia porque yo tengo un cuerpo sin historia —dijo.

      Un día, tiempo más tarde, Iuliu consignó esta frase sobre un papel, y agregó debajo que durante muchos meses, especialmente en el transcurso de algunos combates, pero asimismo en otras circunstancias en que su vida estuvo amenazada, en que su seguridad se tambaleó, en que la existencia podía írsele por el menor agujero abierto en su piel, recordó esas palabras, y recordó el movimiento de los labios de Drimys Winteri al musitarlas. Y el conjunto misterioso de aquel rostro serio y firme y esa sensual poesía salvaje, le amontonó en el corazón un hálito de piedad y una masa de celos, porque todo aquello era una cuestión inconfirmable. El drama estribaba en que él, Julio Popper –anotó– no podría saberlo nunca.

      Ahora, intranquilo, le hizo notar que usaba la capa de guanaco con los pelos hacia afuera y ella replicó muy desenvuelta que también era esa la costumbre del guanaco.

      Popper se había instalado en el escritorio, los dos codos apoyados en legajos de papeles sucesivos sobre los que la joven veía palabras o números.

      —¿Por qué tienes el pelo blanco como el de una vieja puta, Winteri?

      —Si vas a la ventana, podré ver de nuevo tu corazón.

      —No puedes ver mi corazón. ¿Por qué tienes el pelo blanco?

      —Ya lo ves: le temes a mis ojos.

      Drimys Winteri cambió de postura frente al escritorio, creó una sombra sobre su rostro como cuando modificaba el ambiente para contar, pues su estilo narrativo envolvía un ceremonial, un pequeño rito que recordaba la autotensión del actor que se apresta a abordar un texto en escena. Popper ya lo había notado. Sus ojos brillaban y un rictus ligeramente socarrón torció la fina línea de sus labios crueles. Escuchó que cierta vez, tras su primera fuga y poco antes de su segunda captura, dos alemanes cazadores de orejas lograron tumbarla de bruces en plena tundra con un tiro que le atravesó el hombro derecho. Separando un poco su capa, mostró la cicatriz que había dejado la bala del rémington, cicatriz que Popper no había visto todavía, cosa que lo desconcertó visiblemente.

      —¿Cómo sabes que eran alemanes?

      —Mientras dormías, lo vi desde lo alto de esta ventana, cuando cruzaba abajo, y lo reconocí. Se llama Petro Schnabel.

      —¿Petro Schnabel te disparó?

      —No. Otro que iba con él.

      La habían perseguido al galope gritándole que esperara, que no tuviera miedo, mientras espoleaban sus monturas y trataban de encerrarla entre los dos caballos, uno viniendo por la izquierda, el otro por la derecha. Los bosques estaban lejos, no existía el menor escondite, el día era claro y frío. De repente lanzaban interjecciones y amenazas porque no lograban acortar la distancia. Ella había comprendido que no podía detenerse: no solo perdería sus orejas de trece años, sino sería violada y asesinada. De cuando en cuando volteaba los ojos y veía a sus perseguidores con los rostros congestionados por la emoción y la intensidad de la cacería, por la inminencia de la captura, por la esbelta gacela desflorable, por las cuatro libras esterlinas. Percibió que los caballos eran mucho más resistentes de lo que creyó en un comienzo, y decidió redoblar la velocidad de su carrera. Lo hizo como los Chamanes: olvidó sus límites físicos y penetró en el éxtasis de la velocidad pura. Hasta entonces los tipos no habían disparado, pero cuando ella comenzó a perderse en el horizonte, dejando a los caballos muy atrás, uno de ellos se detuvo, apuntó con calma a través de su mira telescópica y tiró. Tiró varias veces hasta que una bala dio en el blanco. Un golpe violento la arrojó hacia adelante sumergiéndola en un oscuro pozo, del que comenzó a emerger con mucha lentitud. Comprendió que todo estaba perdido, pues la bala suprimió una mitad de sus facultades. Los hombres desmontaron y el otro, el que no era Petro Schnabel, se plantó a horcajadas encima de sus riñones. Había recobrado parte de la lucidez, pero como un recurso extremo, se fingía muerta. El hombre le hablaba en una especie de castellano arcaico diciendo:

      —No os mováis, solamente necesitamos vuestras orejas, vais a continuar viviendo, ya os crecerán otras.

      De una cantimplora sacó un poco de aguardiente vertiéndolo en el hueco de la palma de la mano e instilándolo en seguida, gota a gota, detrás del lóbulo de cada oreja, os evitará la infección, decía, mientras realizaba la abyecta operación con mucha técnica. Limpió además con grapa el filo de su cuchillo curvo, aquel que en Patagonia y Tierra del Fuego llaman facón. El otro, el que era Petro Schnabel, reía a carcajadas y bebía grandes tragos de su propia cantimplora.

      —¡Una oreja para cada uno, Franz! —gritaba.

      El que estaba sobre ella cogió el lóbulo de la oreja derecha apartándolo un poco de la cabeza y se preparó para darle una cuchillada lenta y certera. Entonces vino la flecha. Silenciosamente le partió la yugular, llenándole a Drimys la espalda de sangre, y a él, el pecho. Franz gritó aterrado cuando vio que la sangre se le estaba yendo con tanta diligencia. El otro, el que era Petro Schabel, atrapó su caballo, montó de prisa, miró en derredor y, pese a la severa extensión de la tundra, desierta y plana, que tenía por todas partes, no avizoró a nadie, no localizó una sola sombra, un solo movimiento que pudiera estar al origen del flechazo. Volviendo grupas, abandonó al agonizante y huyó a galope tendido. Drimys Winteri se deshizo del cuerpo del moribundo, que le había caído encima, y limpió la sangre ajena a su cuerpo utilizando un puñado de hierbas salvajes, que escogió con milenaria precaución. También, estancó la pulcra sangre de su propia herida abierta, amasando bolillas de un barro preciso, las cuales untaba con su saliva.

      —¿Una flecha? —La voz del falso francés sonó quedamente inquieta.

      —Del arco de mi hermano. Había corrido detrás del galope de sus caballos alcanzándolos.

      —¿Cuál hermano, Winteri?

      —Edward Bouverie Pusey Selk’nam. Lo mataste ayer.

      —¿Era tu hermano aquel traicionero bastardo?

      —Después de matarlo lo acariciaste como a un amante. Lo contemplabas con amor profundo, pero no sé si estabas amando la belleza de su cuerpo muerto, o el magnífico esplendor de su muerte.

      —¡Y tú mirabas todo sin moverte! ¡Como espiándome a través del ojo de una cerradura!

      —Yo veo a muchas leguas, yo escucho desde lejos, yo huelo las presencias a distancia. Es por todo esto que siempre reconocerás fácilmente a un Selk’nam.

      El Descubridor de sus Descubridores retornó a la visión de la nieve, y luego rehízo el camino del escritorio con el ceño surcado por arrugas visibles e invisibles. Admitió que aquel salvaje lo había atacado primero, con salvaje alevosía, con desnuda perfidia, con toda su inconsciente alegría de morir, y que él, Julio Popper, se había limitado a organizar la propia defensa, un caso claro de legítima defensa, agregó. A esto, ella replicó que ambos –el hermano, la hermana– se hallaban en su tierra, en su mundo, bajo su propio cielo, cerca de sus inalienables océanos del sur del mundo, cazando guanacos, ñandúes, avutardas, vulpejas, caiquenes, pero no las orejas de los blancos, cuando él –Iuliu– apareció sobre la fría línea de la tundra cabalgando con su rémington en bandolera. Como sabían que había venido a Tierra del Fuego para exterminar la raza de ambos, el hermano lanzó sus dos flechas prodigiosas. Una fue a parar en la frente del caballo, la otra se clavó en el pecho del viento. Tuvo suerte –Popper–pues si el hermano