Martín Ríos Saloma

La península ibérica en la Baja Edad Media


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López de Mendoza y sus descendientes tendrían un papel de primer orden en los reinados sucesivos al servicio de la Corona. No está demás señalar que el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, era bisnieto de don Íñigo López de Mendoza.

      Tras la batalla de Olmedo, el rey Juan II convocó a Cortes en la misma localidad. Las Cortes eran una asamblea constituida por los representantes de las villas más importantes del reino en donde se aprobaban los impuestos y se tomaban las decisiones que les atañían. La celebración de las Cortes permitió a Juan II encontrar en las ciudades nuevos aliados para su proyecto de afirmación monárquica al tiempo que transmitió un mensaje político fundamental: las ciudades y el rey conformaban el reino. En esta ecuación, los nobles debían optar por someterse a la autoridad regia y estar a su servicio o rebelarse contra la autoridad real y ser castigados por deslealtad y traición, lo que implicaba la pérdida de sus bienes e incluso la muerte.

      En los últimos años de su reinado, Juan II tuvo que enfrentar de nuevo a la nobleza que no estaba dispuesta a aceptar tan fácilmente la suprema potestad regia. La forma que encontró la nobleza para poner en jaque al rey, fue la de acusar a Álvaro de Luna de asesinato y, tras juzgarlo por intentar suplantar al rey de manera tiránica, lograr que un tribunal especial reunido en Valladolid lo condenara a muerte. Su ejecución se verificó en junio de 1453.

      Juan II murió un año después, en 1454, y fue sucedido por Enrique IV, hijo de su primer matrimonio con María de Aragón. Patrocinador del humanismo, inclinado a la negociación antes que al conflicto y de carácter poco resuelto, el nuevo monarca no contó con la astucia y la fuerza necesarias para hacer frente a la oposición de la nobleza. Uno de los episodios más recordados de su reinado fue la llamada “farsa de Ávila” (1465) en la cual los miembros de algunas familias nobiliarias colocaron una efigie de paja del monarca y le fueron despojando, uno a uno, de los atributos regios (la corona, el cetro y la espada) hasta que finalmente lo tiraron al suelo. Acto seguido, los nobles proclamaron como monarca al infante Alfonso de Castilla (1453-1468), el hijo que Juan II había tenido con su segunda mujer, Isabel de Portugal. La muerte prematura de Alfonso frustró los planes de la nobleza, la cual dirigió entonces su mirada a la hermana del joven difunto, la infanta Isabel de Castilla (1451-1504), hija también de Isabel de Portugal.

      Isabel poseía un talante negociador y un alto sentido de la dignidad de la persona regia, por lo que si bien desaprobaba la humillación que había sufrido la Corona en la “farsa de Ávila” y las luchas intestinas que desangraban el reino, reconocía que Enrique IV era el rey legítimo. Con el fin de evitar un conflicto mayor, Isabel y Enrique firmaron los pactos de Toros de Guisando (1468) por los que Enrique reconocía a su hermanastra como su legítima sucesora en detrimento de su propia hija, Juana de Castilla (1462-1530), y le permitía decidir sobre su matrimonio, siempre y cuando contase con la aprobación del propio Enrique y de tres miembros de la alta nobleza que se había constituido como garantes del pacto. A cambio, Isabel se comprometía a reconocerlo como rey y “señor” hasta su muerte. La concordia duró pocos meses, pues en 1469, Isabel de Castilla contrajo matrimonio con Fernando de Aragón, en contra de la voluntad del rey de Castilla, generándose nuevos conflictos.

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