Charles Dickens

David Copperfield


Скачать книгу

      -Quizá te gustaría gastarte dos chelines en una botella de licor de grosella; podríamos beberla poco a poco en el dormitorio -insistió Steerforth-. Creo que duermes en el mismo que yo.

      A mí nunca se me hubiera ocurrido una cosa semejante; pero dije que sí, que me gustaba mucho.

      -Muy bien —contestó Steerforth-, y estoy casi seguro de que también te gustaría gastar otro chelín en bizcochos de almendra, ¿eh?

      También dije que sí, que me gustaba mucho.

      -Y otro chelín, o así, en dulces, y otro en frutas, ¿qué te parece? ¿Quieres, pequeño Copperfield?

      Sonreí porque él también sonreía; pero un poco confuso.

      -Bien -dijo Steerforth-, haremos que dure lo más posible. Para ti, lo mejor es que esté en mi poder, pues salgo cuando quiero y puedo pasar bien el contrabando. Al decir esto se guardó el dinero y me dijo con mucho cariño que no me preocupase, que él tendría cuidado de que todo saliera a pedir de boca.

      Y cumplió su palabra: todo salió muy bien, si se puede decir eso de aquello que en el fondo de mi alma me parecía mal. Sentía que no había hecho buen use de las medias coronas de mi madre; sin embargo, conservé el papelito en que estaban envueltas (¡preciosa economía!). Cuando estuvimos en el dormitorio, Steerforth sacó el producto íntegro de los siete chelines y lo extendió encima de mi cama, diciendo:

      -Aquí está, joven Copperfield; ¡es un banquete regio!

      Sólo la idea de tener que hacer los honores del festín a mi edad y estando allí Steerforth hacía temblar mi mano. Por lo tanto, le rogué que me hiciera el favor de presidir la mesa, y mi petición fue secundada por los otros muchachos del mismo dormitorio.

      Steerforth accedió, y sentándose encima de mi almohada, repartió los manjares con perfecta equidad, debo reconocerlo. El licor de grosella lo fue dando uno a uno en una copa rota que era propiedad suya. Yo estaba sentado a su derecha; los demás, agrupados a nuestro alrededor, unos en las camas más próximas y otros en el suelo.

      ¡Cómo recuerdo aquella noche! Allí sentados, ¡cómo charlábamos en un susurro! Mejor dicho, charlaban: yo escuchaba en silencio. La luna entraba en la habitación por la ventana, dibujando otra pálida ventana en el suelo, y la mayoría de nosotros estábamos en la oscuridad, excepto cuando Steerforth encendía un fósforo de su caja para buscar algo en la mesa, y era un instante de luz azul sobre todos nosotros. Un misterioso sentimiento, consecuencia de la oscuridad, del secreto del festín y del cuchichear de todos a mi alrededor, se apodera nuevamente de mí al recordarlo, y escucho lo que dicen con un sentimiento vago de solemnidad y temor, sintiéndome dichoso de sentirlos al lado y asustándome, aunque finjo reír, cuando Traddles dice que ve a un fantasma.

      Les oí las cosas más diversas sobre toda la escuela y los que la habitaban. Oí decir que míster Creakle tenía mucha razón al llamarse a sí mismo tártaro; que era el maestro más cruel y severo, y que todos los días golpeaba a los niños a diestro y siniestro, lo mismo que a un rebaño, y sin compasión; que no sabía nada, fuera de castigar, siendo más ignorante (lo decía J. Steerforth) que el chico más obtuso de la escuela; que hacía muchos años había sido comerciante en vinos en Boroug; que había emprendido el negocio de la escuela después de hacer bancarrota en los vinos, y que si al fin había conseguido salir adelante era gracias al dinero de mistress Creakle. Les oí todo esto y muchas cosas más de este calibre, que yo no comprendía cómo habían sabido.

      Supe también que el hombre de la pierna de palo se llamaba Tungay; que era bruto y tozudo-, que había trabajado con Creakle en el negocio de vinos, y que si luego le había conservado en este otro negocio era porque se había roto la pierna a su servicio, le había ayudado en muchas cosas sucias y estaba enterado de todos sus secretos. Supe también que, exceptuando a Creakle, Tungay consideraba a todos, profesores y discípulos, como sus naturales enemigos, y que el único goce de su vida era hacer daño. Oí que mister Creakle había tenido un hijo, a quien Tungay no quería; que el muchacho había ayudado a su padre en la escuela, pero que habiéndole hecho en una ocasión observaciones sobre la disciplina del colegio, tachándola de cruel, y habiendo protestado también, según se suponía, del mal trato que daba a su madre, míster Creakle le había repudiado, y desde entonces su mujer y su hija estaban siempre tristes.

      Pero lo que más estupor me produjo de todo fue saber que existía en la escuela un muchacho sobre el que míster Creakle no se había atrevido a poner aún la mano, y este muchacho era Steerforth. Él mismo confirmó tal rumor cuando otros lo dijeron, asegurando que le gustaría que se atreviera a hacerlo. Y al preguntarle un chico muy pacífico (no era yo) qué haría si algún día le llegara a pegar, Steerforth encendió una cerilla para dar mayor fuerza a su respuesta y dijo que como primera providencia le tiraría a la cabeza el frasco de tinta que estaba siempre encima de la chimenea. Durante unos segundos permanecimos en la oscuridad sin atrevemos a respirar siquiera.

      Supe que a los dos profesores, míster Sharp y míster Mell, les daban una paga miserable; y que cuando había carne caliente y fría en la mesa de míster Creakle habían acordado que mister Sharp tenía que preferir siempre la fría. Esto fue también corroborado por Steerforth, que era el único admitido a aquella mesa. Me enteré de que la peluca de míster Sharp no le sentaba bien, y que más le valiera no presumir tanto, porque su pelo rojo asomaba por debajo.

      También oí decir que a un niño, hijo de un carbonero, le habían admitido a cambio de la cuenta del carbón, por lo que le apodaban míster Cambio, nombre elegido del libro de aritmética y alusivo al arreglo. Oí que la cerveza era un robo a los padres, y el pudding, una imposición. Supe que todos los alumnos consideraban a la hija de Creakle como enamorada de Steerforth. Y pensando, mientras estábamos en la oscuridad, en su dulce voz, en su hermoso rostro, en sus modales elegantes y en sus cabellos rizados, estaba convencido de que era verdad. También supe que mister Mell no era mala persona; pero que no tenía dónde caerse muerto, y que su anciana madre debía de ser tan pobre como Job. Al momento recordé mi desayuno en el asilo, y lo que me había parecido oír decir a la anciana: «Mi Charles»; pero, gracias a Dios, no se lo dije a nadie porque estuve más callado que en misa.

      La mayoría de los compañeros se habían metido en la cama nada más terminar de comer y beber; pero la charla aquella duró bastante tiempo, y nosotros habíamos permanecido cuchicheando y escuchando sin desnudarnos del todo. Por fin también nos acostamos.

      -Muy buenas noches, pequeño Copperfield -dijo Steerforth-; yo cuidaré de ti.

      -Es usted muy bueno -contesté agradecido-; se lo agradezco mucho.

      -¿No tienes una hermana? -dijo Steerforth bostezando.

      -No -contesté.

      -¡Qué lástima! -dijo Steerforth-. Habría sido una linda chiquilla, pequeña y tímida, con los ojos brillantes. Me habría gustado conocerla. Hasta mañana, Copperfield.

      -Buenas noches, Steerforth.

      Seguí pensando en él durante mucho rato, y recuerdo que me senté en la cama para mirarle. Estaba dormido a la luz de la luna, con su hermoso rostro hacia mi lado y la cabeza cómodamente reclinada en el brazo. Era un gran personaje a mis ojos, y esto era, como es natural, lo que más me atraía. Los sombríos misterios de su porvenir no se revelaban todavía en su rostro a la luz de la luna. Ni una sombra iba unida a sus pasos mientras me paseaba en sueños con él por el jardín.

      Capítulo 7 Mi primer semestre en Salem House

      Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo cómo me impresionó el ruido de las voces en la sala de estudio, trocada de pronto en un silencio de muerte cuando míster Creakle entró, después del desayuno, y desde la puerta nos miró a todos como el gigante de los cuentos de hadas contempla a sus cautivos.

      Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había motivo para gritar de aquel modo:

      «¡Silencio!», pues estábamos todos petrificados, mudos e inmóviles.

      -Se