Charles Dickens

David Copperfield


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puso la mano sobre mi cabeza) o que no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.

      -No me tomo la molestia de pensar en usted -dijo Steerforth fríamente-; por lo tanto, no puedo equivocarme.

      -Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero…

      -¿A quién? ¿Dónde está? -dijo Steerforth.

      En esto alguien gritó:

      -¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!

      Era Traddles, a quien míster Mell ordenó inmediatamente silencio.

      -Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad suficiente, tanto como inteligencia, para comprender -dijo mister Mell con los labios cada vez más temblorosos-; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe.

      -Pequeño Copperfield —dijo Steerforth, avanzando hacia el centro de la habitación-, espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando hace eso es un mendigo desvergonzado.

      No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth, ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se asomaban a la puerta con caras asustadas.

      Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio.

      -Mister Mell -dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras-. ¿Espero que no se habrá usted olvidado?

      -No, señor, no -contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y restregándose las manos con mucha agitación-; no, señor, no; me he acordado… , no, mister Creakle; no me he olvidado… Yo… he recordado… . yo… desearía que usted me recordase a mí un poco más, mister Creakle… Sería más generoso, más justo, y me evitaría ciertas alusiones.

      Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos, en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo:

      -Steerforth, puesto que mister Mell no se digna explicarse, ¿quiere usted decirme qué sucede?

      Steerforth eludió durante unos minutos la pregunta, mirando con desprecio y cólera a su contrario. Recuerdo que en aquel intervalo no pude por menos de pensar en lo noble y lo hermoso del aspecto de Steerforth comparado con mister Mell.

      -¡Bien! Veamos qué ha querido decir al hablar de favoritos -dijo por fin Steerforth.

      -¿Favoritos? -repitió mister Creakle con las venas de la frente a punto de estallar- ¿Quién se ha atrevido a hablar de favoritos?

      -Él -dijo Steerforth.

      -¿Y qué entiende usted por eso, caballero? Haga el favor -pregunto mister Creakle volviéndose furioso hacia el profesor.

      -Me refería, mister Creakle -respondió en voz muy baja-, quería decir que ninguno de los alumnos tenía derecho a abusar de su situación de favorito degradándome.

      -¿Degradándole? -repitió mister Creakle-. ¡Dios mío! Pero bueno, mister no sé cuántos (y aquí mister Creakle cruzó los brazos, con bastón y todo, sobre el pecho, y frunció tanto las cejas, que sus ojillos eran casi invisibles), ¿quiere usted decirme si al hablar de favoritos me demuestra el respeto que me debe? Que me debe -repitió mister Creakle adelantando la cabeza y retirándola enseguida-, a mí, que soy el director de este establecimiento, del que usted no es más que un empleado.

      -En efecto, hice mal en decirlo; estoy dispuesto a reconocerlo —contestó míster Mell-; y no lo habría hecho si no me hubieran empujado a ello.

      Aquí Steerforth intervino.

      -Me ha llamado cobarde y miserable, y entonces yo le he dicho que él era un mendigo. Si no hubiera estado encolerizado no le habría llamado mendigo; pero lo he hecho, y estoy dispuesto a soportar las consecuencias de ello.

      Quizá sin darme cuenta de si aquello podría tener o no consecuencias para Steerforth, me sentí orgulloso de aquellas nobles palabras, y en todos los niños produjo la misma impresión, pues hubo un murmullo; pero nadie pronunció una palabra.

      -Me sorprende, Steerforth, aunque su ingenuidad le hace honor, ¡le hace honor, es evidente! Repito que me sorprende, Steerforth, que usted haya podido calificar así a un profesor empleado y pagado en Salem House.

      Steerforth soltó una carcajada.

      -Eso no es contestar a mi observación, caballero -dijo míster Creakle-; espero más de usted, Steerforth.

      Si míster Mell me había parecido vulgar al lado de Steerforth, sería imposible decir lo que me parecía míster Creakle.

      —Que lo niegue —dijo Steerforth.

      -¿Que niegue que es un mendigo, Steerforth? -exclamó míster Creakle-. ¿Acaso va pidiendo por las calles?

      -Si él no es un mendigo, lo es su pariente más cercana —dijo Steerforth-. Por lo tanto, es lo mismo.

      Me lanzó una mirada, y la mano de míster Mell me acarició cariñosamente el hombro. Le miré con rubor en mi rostro y remordimiento en el corazón; pero los ojos de míster Mell estaban fijos en Steerforth. Continuaba acariciándome con dulzura en el hombro; pero le miraba a él.

      -Puesto que espera usted de mí, míster Creakle, que me justifique -dijo Steerforth- y que diga a lo que me refiero, lo que tengo que decir es que su madre vive de caridad en un asilo.

      Míster Mell seguía mirándole y seguía acariciándome con dulzura en el hombro. Me pareció que se decía a sí mismo en un murmullo: «Sí; es lo que me temía».

      Míster Creakle se volvió hacia el profesor con cara severa y una amabilidad forzada:

      -Ahora, míster Mell, ya ha oído usted lo que dice este caballero. ¿Quiere tener la bondad, haga el favor, de rectificar ante la escuela entera?

      -Tiene razón, señor; no hay que rectificar -contestó míster Mell en medio de un profundo silencio-; lo que ha dicho es verdad.

      -Entonces tenga la bondad de declarar públicamente, se lo ruego -contestó míster Creakle, poniendo la cabeza de lado y paseando la mirada sobre todos nosotros-, si he sabido yo nunca semejante cosa antes de este momento.

      -Directamente, creo que no -contestó míster Mell.

      -¡Cómo! ¿No lo sabe usted? ¿Qué quiere decir eso?

      -Supongo que nunca se ha figurado usted que mi posición era ni siquiera un poquito desahogada -dijo el profesor-, puesto que sabe usted cuál ha sido siempre mi situación aquí.

      -Al oírle hablar de ese modo, temo -contestó míster Creakle con las venas más hinchadas que nunca- que ha estado usted aquí en una situación falsa y ha tomado esto por una escuela de caridad o algo semejante. Míster Mell, debemos separarnos cuanto antes.

      -No habrá mejor momento que ahora mismo —dijo míster Mell levantándose.

      -¡Caballero! -exclamó míster Creakle.

      -Me despido de usted, míster Creakle, y de todos ustedes -pronunció míster Mell mirándonos a todos y acariciándome de nuevo el hombro-. James Steerforth, lo mejor que