de sus cualidades—, es la piedra de toque de la justicia social (Gomá 2019). Si existe un principio elemental que debe priorizar todo gobierno político, un presupuesto básico de ciudadanía irrenunciable, ese es la igualdad. Y una igualdad que no extrañe la diversidad, las diferencias entre los seres humanos. Porque lo común humano es precisamente la diferencia, a nivel genético, cromosómico, físico, psíquico, estético, etc... Diferencias que no desfiguran la identidad humana. Es un bien y una riqueza incalculable que, siendo diferentes, cada ser humano posea el privilegio de ser único e irrepetible.
Todas las vidas humanas son igualmente dignas y merecedoras de respeto porque, como afirma Kant, cada una constituye un fin en sí mismo y no un mero medio (Kant 2005, 119-125). Pero no han de quedar fuera de la protección de este imperativo ético aquellas otras vidas con muestras evidentes de discapacidad, debilidad o falta de racionalidad. Ellas también han de ser tratadas y consideradas como un fin y, por tanto, con plena dignidad. El respeto hacia cualquier ser humano, con independencia de sus limitaciones físicas o mentales —que en realidad, de un modo u otro, todos tenemos—, es un principio ético fundamental (Masferrer 2020).
En definitiva, renunciar individualmente a la vulnerabilidad y negarla públicamente como propiedad humana conduce inexorablemente a la desprotección física y legal de la vida humana. Decidir desposeer de dignidad a aquellas personas diagnosticadas como enfermas o que entrarán en fases críticas de dependencia, de discapacidad física, de deterioro cognitivo, de ausencia de belleza…, supone implícitamente extender tal indignidad a toda la humanidad. La dignidad humana quedaría enclaustrada bajo los límites y las condiciones de un individualismo utilitarista y hedonista, donde sobrevivirían solo unos pocos que formarían el club social de los selectos. De hecho, actualmente, en determinados ámbitos sociopolíticos —también sanitarios—, se está cuestionando que sea “humano” vivir una vida enferma que no garantice unos niveles óptimos de libertad autónoma, calidad de vida, ausencia de dolor, belleza y fuerza. Nuevos códigos que pretenden imponerse como definitorios de la dignidad humana y determinantes exclusivos de la compatibilidad con la vida. Pero si solo fuera compatible con la vida vivir sano de un modo indefinido, si se eligiera a esa condición como indicador privilegiado de viabilidad y dignidad, ¿qué hacer con el extenso panorama de vidas humanas vulnerables que sufren y que sufrirán enfermedades algunas de ellas irreversibles y terminales?
Si una de las protagonistas que recorre toda la historia humana ha sido la fragilidad, ¿por qué tanta insoportabilidad ante algo genuinamente humano? La rebelión contra esta fragilidad se convierte en una amenaza para los más vulnerables y débiles, y, en definitiva, para la sociedad entera. Al margen de una incuestionable y deseada mejora de la salud humana, no suscita tranquilidad —especialmente entre los más vulnerables— la difusión de futuras biotecnologías mejorativas, enhancement, que persiguen en su versión más radical y eugenésica (Savulescu – N. Bostrom 2009), suplantar al verdadero hombre —el homo patiens: doliente (Frankl 1987)— por un ser extraño, perfecto, autoincomprensible (Habermas 2002, 62) e indoloro, invulnerable: la maquina sapiens.
LA VULNERABILIDAD COMO GENUINA PERSPECTIVA DE LA EUTANASIA
Desde esta perspectiva, esto es, si la vulnerabilidad constituye un rasgo inherente de todo ser humano, sería un error distinguir entre vidas más o menos valiosas o útiles en base a la capacidad de un ejercicio mínimo de la autonomía de la voluntad, o establecer diversos grados de dignidad en función de la capacidad de disfrutar o experimentar la utilidad de la propia vida. No se es menos digno por tener menor capacidad (de elección o disfrute) porque esa carencia refleja una fragilidad o vulnerabilidad que es parte fundamental de una vida auténticamente humana.
Esta fragilidad, inherente a todo ser humano, resulta particularmente patente al principio y al final de la vida, así como en aquellos casos en los que la enfermedad o la discapacidad (física o mental) llama a la puerta en la vida de una persona. Como estas personas, al ser más vulnerables, no son por ese motivo menos dignas, requieren de una particular atención y cuidado por parte del conjunto de sociedad, empezando por los más cercanos, y en particular por el Estado. Es el momento de poner en práctica el principio de la responsabilidad, como le denominó Hans Jonas (Das Prinzip Verantwortung, 1979)[*].
Según el parecer de Jonas, cualquier individuo tiene derecho a determinar su propia vida, pero este derecho puede ser cumplido íntegramente solo por ese individuo. De ahí que la eutanasia plantea, a su juicio, un problema ético cuando otras personas participan en la decisión, en la medida en que ocupan el lugar del paciente en el cumplimiento de su propia voluntad. La dificultad surge cuando el foco pasa del sujeto que pide morir al ayudante que cumple este hecho: ¿de quién es el deber de realizar la intervención letal? Según Jonas, la práctica de la eutanasia activa y directa realizada por los médicos debería excluirse, incluso si entra en conflicto con el derecho del paciente a morir. De hecho, sería demasiado arriesgado si se asignara a la medicina la tarea adicional de donar la muerte. Esto terminaría en la distorsión total del papel tradicional que juega la medicina y tendría graves consecuencias: el paciente ya no consideraría al médico como un aliado de su salud vulnerable, sino como alguien que puede disponer de su salud, o de su propia vulnerabilidad, e incluso quitarle la vida cuando no atisba otro remedio.
LA AUSENCIA DE LA VULNERABILIDAD COMO PERSPECTIVA BÁSICA DE LOS ENFERMOS Y PERSONAS DISCAPACITADAS QUE PUEDEN ‘SOLICITAR’ EL DERECHO A MORIR SEGÚN LA VIGENTE LORE
Es evidente que el debate sobre la eutanasia en nuestro país se forjó sobre el principio de autonomía (cada uno es libre para decidir sobre su propia vida), olvidando lo más real de las situaciones de las personas, de las que sufren en particular, pero en realidad de todos, porque, de hecho, la vulnerabilidad es un aspecto constitutivo de la condición humana. Se dejó de lado, por tanto, la posibilidad de afrontar la elaboración de la ley de un modo más holístico, teniendo en cuenta no solo los derechos y deberes de las personas que sufren, sino, en particular, cómo afrontar desde un Estado social su gestión, y eso no se puede hacer simplemente desde la perspectiva exclusiva de la autonomía de las personas. Es imprescindible partir del reconocimiento de la vulnerabilidad propia (y común a todos) porque esta es una realidad radical de todo ser humano, el suelo más real. Si cada ser humano fuera autosuficiente, como un dios, al que no le afectase nada, se evitaría estrechar vínculos con los demás, y esta tendencia engendraría una perversión dañina de lo social.
La vulnerabilidad nos sitúa ante la importancia de la responsabilidad, la solidaridad, el altruismo y el reconocimiento de los otros. Como apunta P. Ricoeur, esta vulnerabilidad es consecuencia de la finitud, de la debilidad constitucional, de la falta de coincidencia con uno mismo, de nuestra desproporción (deseo de infinito/tristeza finitud). Y ahí es precisamente cuando surgen bienes y valores, reciprocidad, el intercambio de dones, la gratitud, la generosidad como experiencias de reconocimiento.
Y en esto reside precisamente la dignidad, una dignidad que parte de la vulnerabilidad como una realidad constitutiva de cada ser humano. Esta noción de dignidad implica la imposibilidad de ser menos digno por experimentar una mayor vulnerabilidad. Si en esta dignidad convergen todas las preocupaciones del ser humano en torno al concepto de sí mismo, de la Sociedad, el Estado o el Derecho, no cabe excluir a nadie por frágil condición. Es más, la dificultad de dotar de contenido a esta noción de dignidad, tan enarbolada y utilizada, ha hecho que en ciertas situaciones se haya quedado como un concepto vacío capaz de justificar posiciones antagónicas, o que, en otros casos, se haya convertido en un axioma de carácter indiscutible, pero sin que exista realmente una concreción de sus exigencias o necesidades reales.
La integración de la idea de vulnerabilidad común, tanto a nivel personal como social, provee de contenido y, por lo tanto, de exigencias concretas a la noción abstracta que de la dignidad y la autonomía ha ofrecido la modernidad. De este modo, la dignidad humana, entendida desde la vulnerabilidad, incluye el respeto hacia uno mismo y la autoestima, forjados desde el reconocimiento de los otros y también el cuidado de los demás, en particular de los más frágiles.
Colocar la vulnerabilidad propia como rasgo común de todo ser humano implica introducirla en el concepto de autonomía, modificando esta y comprendiéndola como autonomía expresiva y relacional, incluyendo de ese modo a todos los seres humanos, independientemente