Gastón Soublette

Marginales y marginados


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desobediencia civil, a lo que se sumaba el coraje para asumir y soportar estoicamente los actos de la represión y los encarcelamientos.

      Desde el primer día que llegó y dio su conferencia en el Instituto Chileno Italiano de Cultura, tomé contacto con él abordándolo directamente, mientras él respondía preguntas de la concurrencia. Me atreví a preguntarle si era inaccesible o sería posible conversar con él. De inmediato, me dijo que podía ser esa misma noche en su habitación del Hotel Crillón, donde se alojaba.

      En ese primer encuentro le dije que necesitaba un maestro porque hacía varios años que practicaba la meditación, según los métodos enseñados por los swamis hindúes que se habían dado a conocer en Europa y América. Me respondió que, si había otros en la misma situación, podría juntarse con nosotros en esa habitación temprano en la mañana del día siguiente. Concurrimos a la reunión, aparte de mí, un primo llamado Renato Espoz, filósofo; un amigo boliviano, Jorge Canelas, periodista; y un músico de instrumentos indios —discípulo de Ravi Shankar—, Millapol Gajardo. En esa primera cita nos explicó en qué consistía la meditación y cuáles eran sus beneficios, según las enseñanzas de las escrituras hindúes clásicas.

      En una conversación posterior me dijo que él era católico practicante, y que eso se lo debía a Gandhi aunque pareciera curioso, pues el maestro, al verlo tan entusiasmado con la filosofía espiritual de la India y la práctica del yoga y la meditación, se sintió en la necesidad de recordarle que él era cristiano de formación, y que su deber era seguir fielmente las enseñanzas del Evangelio de Jesucristo.

      Lanza del Vasto visitó tres veces Chile y fundó en Santiago un grupo de amigos que se reunía semanalmente para estudiar las enseñanzas que impartía la comunidad de El Arca y practicar la meditación. Estos grupos —varios en América Latina— eran como escuelas de espiritualidad en las que los asistentes recibían la orientación necesaria para cambiar sus patrones de pensamiento y conducta, sumándose a un movimiento más vasto que a nivel mundial buscaba los fundamentos de un nuevo paradigma cultural, en el supuesto de que este modelo de civilización industrial se estaba aproximando gradualmente a su fin.

      En varias entrevistas que me han hecho en televisión o en prensa escrita, siempre he dicho que Del Vasto fue mi maestro y padre espiritual, aunque no fue mucho lo que lo frecuenté, y nuestros encuentros —bastante distanciados— se dieron en un período de unos doce años. La verdad es que la influencia que él ejerció sobre mí, sin proponérselo, fue más por la fuerza de su ser que por su hacer.

      Mi padre biológico, don Luis Soublette García Vidaurre, me enseñó a ser un ciudadano decente y cumplidor, y moralmente confiable. Lanza del Vasto fue mi padre en otro sentido, porque orientó mis anhelos espirituales y me dio un ejemplo de coherencia ética entre lo que se piensa y lo que se vive, y un criterio ecuánime para enfrentar el malestar de vivir en una sociedad cuyo modelo de civilización cuestionaba en sus mismos fundamentos. Esa imparcialidad él la aprendió de Gandhi, quien siempre hacía un llamado a sus seguidores a ser coherentes en sus actos con la verdad, hecho que se desprendía de su conducta. Porque si uno se rebela contra un sistema político en el que está inserto, y durante toda su vida se ha beneficiado de lo que ha podido obtener de ese sistema, no es ético actuar como si nada de lo anterior hubiese ocurrido.

      Sobre este aspecto de las enseñanzas de Gandhi, Lanza del Vasto daba un buen ejemplo. Se refería a la actitud que Gandhi adoptó frente a los momentos más aflictivos que Inglaterra vivió durante varios años en la Segunda Guerra Mundial, antes de la entrada de Estados Unidos a la guerra. En ese tiempo, el contingente militar que aseguraba el dominio británico sobre la India disminuyó considerablemente por la necesidad de reforzar el ejército que luchaba en el frente europeo. Esta situación desmedrada de las fuerzas británicas generó, en la mente de muchos partidarios activos de la independencia, la ocurrencia de que tal vez había llegado el momento en que sería posible, por medios violentos, liberarse de un cuerpo armado insuficiente para controlar la rebelión. Pero Gandhi, aunque eso hubiese sido posible, se opuso terminantemente. Las razones que dio tienen que ver todas con la coherencia de la conducta con la verdad. Y la verdad en este caso era la forma de lucha no violenta que se había llevado hasta entonces, la cual no era una simple estrategia circunstancial, sino lo que correspondía hacer para ser fiel a la verdad en que se dice creer. También les recordó a sus seguidores que concibieron el mismo plan que, para bien o para mal, todos ellos se habían beneficiado como súbditos del imperio británico, y que había que actuar conforme a esa verdad. Además, Gandhi estaba consciente de las funestas consecuencias que habrían derivado contra el prestigio moral que esa lucha no violenta había adquirido a los ojos del mundo entero.

      Lanza del Vasto fue el primero que me habló de la necesidad del autoconocimiento como práctica indispensable del buscador de la verdad. En ese sentido, él citaba a Gandhi al intentar una definición de eso que llamamos verdad. El Mahatma no la definía en relación a la teoría del conocimiento, esto es, como la conformidad entre las cosas y la idea que nos formamos de ellas. Él no negaba el valor de esa definición, pero ponía el acento en sus connotaciones éticas. La verdad —decía Lanza del Vasto citando a Gandhi— es que tú seas un hombre verdadero, esto es, que tu apariencia exterior en tus actos y palabras corresponda a lo que eres interiormente.

      Esta definición la ilustraba con un pasaje del Evangelio de Juan, aquel en que Jesús ve venir hacia él a su nuevo discípulo Natanael, de quien dijo: “He aquí un israelita auténtico en quien no hay dobleces (o engaño)”.

      Esa búsqueda de la autenticidad personal era la forma suprema de la búsqueda de la verdad, por eso él —citando a Gandhi— decía que el buscador de la verdad debe ser capaz, antes que todo, de decir siempre la verdad.

      Mis encuentros más importantes con Lanza del Vasto ocurrieron durante los cuatro años que fui agregado cultural de la embajada de Chile en París. Pero en tales circunstancias no pude evitar el hecho de vivir eso que se llama doble vida, pues las obligaciones mundanas de un diplomático son inevitables, de manera que me aboqué a compatibilizar mi oficina y el salón magnífico del palacio de nuestra embajada, en la Avenue de la Motte-Picquet, con los campos sembrados y las rústicas viviendas de la comunidad de El Arca.

      MÚSICA MEDIEVAL

      Entre las muchas cosas que aprendí de Lanza del Vasto fue conocer, valorar y practicar la música medieval. Su esposa Chanterelle era cantante, y bajo la influencia de su marido dejó su repertorio clásico y se abocó a adaptar su voz a lo que, según se cree, debe haber sido el modo medieval del canto individual, esto es, una emisión más “blanca” que impostada, aunque no inexpresiva. Ella grabó varios discos, algunos a capella y otros con acompañamiento instrumental. La crítica la reconocía como la más auténtica voz femenina especializada en música del medioevo.

      Bajo la influencia de este matrimonio, mi esposa Bernadette de Saint Luc y yo nos abocamos al estudio y práctica de esta música. Nuestro repertorio incluía, junto a los trovadores y troveros franceses, a los alemanes llamados en su idioma minnesingers, y a sus discípulos tardíos, cantores de los gremios de artesanos llamados meistersinger, aquellos que Richard Wagner inmortalizó en la mejor de sus óperas, Los maestros cantores de Núremberg.

      En lo que se refiere a la pronunciación del francés, el provenzal y el alemán de los siglos XII al XV, un profesor del Instituto Franco-Alemán de Cultura, de apellido Drochner —experto en literatura y lingüística medieval—, nos enseñó lo que necesitábamos saber sobre la fonética antigua de esos idiomas.

      A nosotros se sumaron varios músicos interesados en la melodía de esos siglos. Entre ellos había un inglés de nombre John Sidgwick, quien trabajaba en el departamento de agricultura de la embajada británica en París, excelente violista, quien luego aprendió a tocar viela gótica. Fue él quien trajo a nuestra casa a un joven cantante escocés de nombre Oliver Forbes y a otro inglés violinista cuyo nombre no recuerdo. El violonchelista chileno Arnaldo Fuentes también se sumó al grupo. Estaba becado para estudiar con el gran chelista francés Bernard Michelin, y aunque su instrumento no era el apropiado para la música medieval, pulsando de un modo especial el arco logró imitar bien el timbre de la viola de gamba. También vino a nuestras reuniones