sedes académicas europeas, era Libertas artium restituta. Se trataba de devolver la libertad a las artes, frente al peso histórico de los gremios. Tal fue la meta fundadora que venía a coronar las aspiraciones históricas por convertir las artes plásticas en artes liberales, en «beaux arts», subrayando, como es bien sabido, sus fundamentos teóricos e históricos, sus bases matemáticas y filosóficas.
ESCUELAS UNIVERSITARIAS Y PODER EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII
Antonio Mestre Sanchis
Universitat de València
A nadie extrañará que, a pesar de las circunstancias, mis palabras no se dirijan a esclarecer las corrientes artísticas –barroco o neoclasicismo– que dominaban en Valencia en los años de la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Tampoco abordaré las relaciones entre ilustrados, como Mayans, y artistas como Vergara y Camarón. Plumas más autorizadas que la mía en estas materias podrán explicar con precisión y maestría los movimientos artísticos con sus mejores representantes que intervinieron en el origen de la docta institución. Mi propósito es más elemental y básico. ¿Por qué fue posible que la Real Academia de San Carlos fuera fundada en Valencia en 1768 y no antes? Intentaré esclarecer las razones que, a mi juicio, explican la fecha, y que son fundamentalmente dos. En primer lugar, la expulsión de los jesuitas en 1767. Y, en segundo lugar, el predominio que habían adquirido los ilustrados valencianos en la Corte de Carlos III. Quiero indicar, desde el primer momento, que ambos factores aparecen íntimamente unidos en el momento de la fundación.
EL EXTRAÑAMIENTO DE LOS JESUITAS
Conviene tener en cuenta para comprender el alcance y los límites de mi criterio dos circunstancias esenciales del momento. En principio, es evidente que el P. Confesor del monarca no era un simple administrador del sacramento de la penitencia al rey. Era pura y simplemente un ministro de cultura que abarcaba ámbitos eclesiásticos (relaciones con la Santa Sede o nombramientos de obispos e inquisidores), pero también aspectos estrictamente culturales, como universidades o censura de libros. Y no podemos olvidar que desde Felipe V a Fernando VI los confesores del monarca fueron jesuitas (Alcaraz, 1995).
La segunda circunstancia está ligada a las escuelas teológicas del siglo XVIII. En una monarquía absoluta no existían partidos políticos, pero sí grupos de presión organizados por personas que participaban de idénticos criterios ideológicos y buscaban el poder para los partidarios de su escuela y grupo. Según expresé en otras circunstancias:
Los problemas de escuelas, o de grupos unidos en torno a una teoría teológica, no son grupos estrictamente intelectuales. Tienen una repercusión académica-universitaria innegable pero, además, una trascendencia político-social insospechada. Como hoy, claro. Porque, en el fondo, los «cuatro o cinco» a que alude Mayans son regidores de la ciudad que colocan en las cátedras a «maestros de su facción» (Mestre, 2003b: 430).
Las dos grandes escuelas eran la tomista (dirigida teóricamente por los dominicos) y la antitomista (dominada por los jesuitas). La importancia consistía en el hecho de que el estudiante, al ingresar en la Universidad, se adscribía a una escuela, con profesores de una ideología definida. Como consecuencia, quedaba incorporado a un grupo de presión, con amigos que lo favorecían y émulos que le eran opuestos (Albiñana, 1988; Guillot, 1999). Por supuesto, había transferencias que, en algunos casos, rozaban lo que hoy llamaríamos transfuguismo, y que dependían de la mayor o menor fidelidad a los principios o a las personas que representaban al grupo. Me explico con casos concretos entre nuestros ilustrados.
Hoy sabemos (creo haberlo demostrado hasta la evidencia) que Gregorio Mayans formaba parte de una familia austracista, firmemente vinculada al archiduque Carlos, pretendiente a la corona de España en la Guerra de Sucesión. La familia siguió al archiduque a Barcelona, después de la batalla de Almansa, y en la ciudad condal estudió Gramática (nuestro actual bachillerato) en el Colegio de Cordelles de la ciudad condal, dirigido por los jesuitas (Mestre, 1970 y 1999). En consecuencia, al ingresar en nuestro Estudi General, se inscribió en la escuela antitomista. Pero sus buenas relaciones con los PP. de la Compañía se fueron enfriando por razones pedagógicas (don Gregorio defendió los Estatutos de la Universidad frente a las pretensiones de los jesuitas de controlar las escuelas de Gramática) e ideológicas, hasta celebrar la expulsión decretada por Carlos III. Eso sí, nunca fue aceptado por los tomistas, que siempre lo consideraron un antiguo antitomista, aunque el erudito fuera ajeno a cualquier escuela y hubiera manifestado muchas veces y públicamente sus divergencias con los jesuitas.
Por su parte, Pérez Bayer se inscribió en la escuela tomista y siempre se mantuvo en la órbita de la escuela. No obstante, con su proverbial habilidad, supo aprovechar el favor de jesuitas y colegiales para promocionarse en su carrera eclesiástica, académica y política, como después veremos. Pero siempre fue hombre de escuela, y lo demostró favoreciendo a los tomistas.
No quiero insinuar, por supuesto, que los padres de la Compañía se opusieran con anterioridad al desarrollo cultural o a la creación de la Real Academia de San Carlos. Entre otras razones porque a los jesuitas se debió la fundación de instituciones de ambiciosos proyectos culturales. Así, la Real Biblioteca fue creada por los confesores, siempre jesuitas, y dirigida en sus primeras décadas de funcionamiento por los PP. Confesores de Felipe V, los jesuitas franceses Pedro Robinet y Guillermo Daubenton. Y entre los fundadores de la Real Academia de la Lengua había dos jesuitas, los PP. Casani y Carrasco.
Dado que el confesor del monarca era escogido por el equipo de Gobierno, se deduce que los aspectos culturales de su gestión estuvieron siempre de acuerdo con los criterios político-culturales deseados por los gobernantes. Conviene, por tanto, aludir a la evolución que desde el confesionario regio siguieron los jesuitas respecto a la política cultural del Gobierno.
Hay, sin duda, una primera etapa de predominio francés, protagonizado por los PP. Daubenton y Robinet. Era la herencia de Luis XIV, que variaba de acuerdo con los intereses del gobierno español del momento. Es preciso, además, tener en cuenta el carácter del protagonista que, desde el confesionario del monarca, podía intervenir con mayor o menor intensidad en asuntos culturales. De hecho, estos dos jesuitas franceses fueron enérgicos e intervencionistas. Robinet colaboró con el equipo de Gobierno de la princesa de los Ursinos y de Macanaz en la actitud regalista de Felipe V y después de la ruptura de relaciones con Roma en 1709. Ahora bien, con la llegada de Isabel de Farnesio, la caída de la princesa de los Ursinos y el proceso inquisitorial de Macanaz, la presencia de Robinet en el confesionario del monarca se hizo insostenible y fue reemplazado por Daubenton, que volvía a repetir en el cargo de dirigir la conciencia de Felipe V (Martín Gaite, 1970; Pérez Villanueva, 1982: 1233-1244; Mestre, 1985: 283-301). Autoritario e intervencionista, Daubenton dejó su huella en asuntos culturales y no siempre de manera acertada. En 1718 el Santo Oficio, bajo su indicación e informe previo, prohibió unas páginas que había escrito Juan de Ferreras, bibliotecario mayor del rey, contrarias a la tradición de la Virgen del Pilar por carecer de argumento histórico (Alcaraz, 1995: 407). Y en cuanto a los ilustrados valencianos se refiere, está la negativa a que Manuel Martí, el deán de Alicante, ocupara la plaza de bibliotecario mayor del rey.
He aquí las palabras del mismo protagonista en carta a Mayans:
No tengo por necesario, ni aún conducente, el que se haga mención de quien fue la causa de que no se me diera lo que yo nunca apetecí, ni podía admitir; por lo contrario de aquellos aires a mi temperamento. Pero diréselo a Vm. por si no lo sabe, porque en Madrid es público. Fue el P. Daubenton. Él me buscó, él tomó informes, y él hizo hacer la pesquisa de mi vida, y en ésta le dijeron los de su hábito que no hiciera tal, porque era enemigo jurado de su sotana. Pero esto a qué viene, ni debe tocarse, porque no conviene, y porque no viene al caso. Y así sobre esto he de deber a Vm. que ne verbum quidem. Ni hay para qué tocar si la elección que se hizo fue buena o mala. Fue de su pandilla, y eso basta, siendo la primera máxima de su política: qui pro nobis non est, contra nos est (Mayans, 1973: 306).
No deja de constituir una curiosidad el hecho de que el elegido fuera Juan de Ferreras, de quien el P. Confesor, como hemos visto, suprimió las páginas dedicadas a la tradición de la Virgen del Pilar. Otra actuación de Daubenton tuvo duraderas consecuencias en