Sergio Arlandis López

Olvidar es morir


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      © De los textos: los autores, 2011

      © De esta edición: Universitat de València, 2011

      Producción editorial: Maite Simón

      Maquetación: Inmaculada Mesa

      Corrección: Communico C.B.

      Diseño de cubierta: Celso Hernández de la Figuera

      ISBN: 978-84-370-7895-3

      Depósito legal: V-1629-2011

      ePub: Publidisa

      Introducción

      ANTE UN HOMENAJE TRAS 25 AÑOS DE AUSENCIA

      Tal vez este volumen colectivo no aspire a otra cosa que a mostrar cómo leer y por qué la poesía de Vicente Aleixandre. Incluso podría decirse que, a sus editores, les ha interesado más la segunda cuestión que la primera, el porqué antes que el cómo: la invitación al placer del texto, en suma, antes que los comentarios y las prescripciones de todo tipo que continuamente está obligado a soportar. No por otra razón los colaboradores de este volumen han dispuesto de absoluta libertad de criterio a la hora de enfrentar el análisis del libro aleixandrino por el que han optado o que les ha correspondido. Cada uno de los estudios que vienen a continuación da cuenta, a su modo, de cómo hay que leer este u otro título, desde Ámbito hasta Diálogos del conocimiento, aunque por encima de las diversas metodologías y los distintos puntos de vista adoptados por los críticos e historiadores de la literatura aquí convocados, queda clara, al fin y al cabo, la oportunidad de seguir leyendo a Aleixandre. O, en el caso de los nombres que hemos reunido, la oportunidad de continuar releyéndolo, como si la interpretación fuera un proceso que no tiene fin.

      Los aniversarios y homenajes a un gran poeta del pasado, como dijo Gil de Biedma a propósito de Luis Cernuda, son una buena ocasión porque nos fuerzan a releer, que es una cosa muy distinta del leer por vez primera. Toda relectura, y más tratándose de un clásico contemporáneo como Aleixandre, es ahora bien una lectura inédita y tiene un alcance insospechado porque recompone el lugar que habíamos otorgado a un autor y una obra en nuestro canon personal. También esta reunión de estudios, a poco más de un cuarto de siglo de la muerte de Aleixandre, quizás contribuya a redefinir o perfilar aún más entre los lectores (profesionales o no) el canon del Veintisiete y, por extensión, el canon de la poesía española contemporánea.

      Releer colectivamente a Aleixandre libro a libro, veinticinco años después de su desaparición, y a más de treinta de la concesión del Nobel, es un desafío oportuno y diríamos que hoy por hoy necesario, pero lleno de dificultades. Se corre el riesgo de que este conjunto de lecturas sincrónicas, apegadas a cada uno de los eslabones de la producción poética del autor, termine difuminando la visión unitaria y sucesiva con la que, para bien o para mal, él siempre pensó su trayectoria. Es posible igualmente que la ausencia de unos simples trazos diacrónicos no deje ver, en primera instancia, qué añade o qué prolonga cada nuevo libro en relación con el inmediatamente anterior. Más aún: es posible que del compendio de análisis sincrónicos sucesivos no se desprenda con claridad qué textos son fundamentales a la hora de marcar una «cosmovisión» o una «época», por emplear los términos de Bousoño en su todavía hoy fundamental monografía, y cuáles, a pesar de su valor en sí mismos y de lo que aportan al proceso poético aleixandrino, giran alrededor de la órbita de los primeros. No cabe duda de que libros como La destrucción o el amor, Sombra del paraíso, Historia del corazón o Poemas de la consumación, incluso Diálogos del conocimiento, tienen una significación histórico-literaria de primer orden en la poesía española del siglo XX. Indican que Aleixandre supo estar a la altura de lo que fue ocurriendo en nuestra poesía, desde las vanguardias hasta los novísimos, que no quedó apartado, como él mismo dijo, del curso vivo de los acontecimientos literarios. A la vez cada uno de esos libros mayores abre, o consolida clarificándola, una nueva poética aleixandrina. A esta conclusión se llega, sin embargo, después de situar otros libros como Ámbito, Pasión de la tierra, Espadas como labios, Mundo a solas, Nacimiento último o En un vasto dominio en el eje sintagmático de la producción del autor. Eje sintagmático sobre el que han de incidir, más allá de la mera linealidad evolutiva, unas estructuras específicas de historicidad.

      No olvidemos que Aleixandre habló para su poesía, en la primera ocasión que tuvo de volver sobre sus «poemas mejores», de un estilo en movimiento, de una evolución sin saltos, continuada. Nunca dejó de pensar que el estilo, surgido de la «representación del mundo» que se hace el poeta, no es algo estático. Más allá de los cambios y del transcurrir sucesivo, la «unidad presidente» siempre debía ser reconocible. Obviamente Aleixandre pretende con ello llamar la atención sobre el crecimiento orgánico de su obra, como si de un ser vivo se tratase, optando por la idea moderna del libro único o del libro de libros. De hecho, muy cerca de Juan Ramón Jiménez, como del Guillén de Cántico en otro sentido, advierte que el poeta no se repite, como no se repite el río. Siempre igual, pero siempre distinta, la sustancia singular del estilo habría de permanecer idéntica más allá de las variaciones cronológicas e históricas, accidentales después de todo. Nos equivocaríamos, sin embargo, si viéramos la «evolución» de la poesía aleixandrina, en la que tanto insisten Bousoño y un gran sector de la crítica, como un surco solitario y atento únicamente a su propia dinámica, a sus leyes internas de sucesión en la unidad.

      No es sino en este punto concreto donde interesa poner en juego la historicidad de la literatura. Porque Aleixandre indicó más de una vez que su evolución, entendida como un «camino hacia la luz», se inicia con su segundo libro, Pasión de la tierra, escrito entre 1928 y 1929, aunque no publicado hasta 1935. Hay que señalar, de entrada, que Aleixandre comienza a leerse a sí mismo desde las coordenadas poéticas de la posguerra, donde la rehumanización y la voluntad comunicativa se imponen desplazando el esteticismo minoritario de los años veinte. No por otra razón su libro inicial, Ámbito (1928), queda desplazado, como el mismo poeta confiesa, del curso de la evolución, aunque en él todavía pudiera reconocer, en germen, todo lo que había de venir después. Hoy sabemos que Ámbito, aunque hecho de vetas distintas, debe entenderse como un tributo a la primera estética en torno a la cual se conforma el Veintisiete: la poesía pura que se celebra y se legitima con el homenaje gongorino.

      Los poemas en prosa de Pasión de la tierra marcan un corte con esta primera poética pura en la que Aleixandre (sólo para entendernos) no es aún Aleixandre. El irracionalismo más o menos surrealista de este segundo libro introduce una ruptura violenta, la única que el autor reconoce en su obra, que irá poco a poco desembocando en el romanticismo de La destrucción o el amor (1935). Por su parte, Espadas como labios (1932) ya se había inscrito en este proceso en el que la vida y la poesía, contraviniendo la deshumanización que diagnostica Ortega, no son cosas distintas.

      Hasta el estallido de la guerra la poética de Aleixandre, siempre alerta, ha cumplido el trayecto que va de la vanguardia formalista y pura al irracionalismo poético vitalista. El surrealismo va a ir cediendo en beneficio de una representación romántica del mundo en la que la naturaleza y lo elemental ocupan el primer término. La biología erótica, porque destruir es amar, desplaza a la historia. El siguiente libro en orden de escritura, Mundo a solas, que no verá la luz hasta 1950, extrema el negativismo de base romántica ya presente en La destrucción o el amor y fractura la idea de la armonía cósmica, de la «unidad de este mundo».

      No quiere esto decir que la imagen del amor desindividualizador como simulacro de la muerte no se prolongue en Sombra del paraíso (1944), incluso hasta Nacimiento último (1953), que por lo general suele ser entendido como el cierre de este «primer» Aleixandre cósmico y simbólico. Pero Sombra del paraíso supone, en palabras de su autor, un «cántico a la luz desde la conciencia de la oscuridad». Bajo la metáfora platónica de la cueva, el Aleixandre de posguerra sólo recoge los destellos insuficientes del mundo pleno que había cantado