Sergio Arlandis López

Olvidar es morir


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rel="nofollow" href="#ulink_8ed87227-02d9-5cb7-ae56-78fca128ef22">2 siempre me asaltó la duda de si el Und de Sein und Zeit, esa otra «y» copulativa entre Ser y Tiempo, no podría interpretarse también legítimamente como el ser frente al tiempo, el ser contra el tiempo o a pesar del tiempo. Aunque evidentemente lo que Heidegger quería desvelar era ese desenvolvimiento (pero ahí entrarían todos los atributos posibles) del Ser a través del Tiempo. Ahora bien, si la copulativa (la cópula) en vez de unir desune, resulta obvio que nos encontraremos con dos lecturas paralelas en el interior del mismo texto, tanto en los poemas de Aleixandre como en los ensayos de Heidegger.

      Si como es habitual –y perfectamente lógico– la copulativa une (como verdadera cópula) los dos términos del título, entonces nos encontraremos con que inevitablemente el entreverado, la mezcla continua de los términos, su vaivén oscilatorio, supondría la constitución y el despliegue del texto. Pero si la copulativa no une realmente nada, si la cópula no produce efecto, entonces y también, de manera inevitable, nos encontraremos con una apertura distinta hacia la escritura y la lectura y, en consecuencia, hacia la comprehensión de ambas.

      Digamos así, y por seguir con los mismos ejemplos, que entonces las espadas serían sólo espadas y los labios serían sólo labios, que la destrucción sería sólo la destrucción y el amor sólo su interrogación, o bien el ser andaría por un lado y el tiempo por otro. Ello nos obligaría a introducirnos en un universo poético y textual sombrío y oscuro: las espadas destruirían realmente y los labios no tendrían nada que hacer ante ellas, se trataría de líneas paralelas jamás convergentes, o bien de que cuando alguna vez convergiesen una de las líneas destruyese a la otra, en absoluto que en su fusión se produjera la luz, naciera la luz. Es evidente que Aleixandre nos dice una y otra vez que su poesía tiende hacia la luz, pero lo malo de la luz es que va siempre acompañada de su sombra. De nuevo, como en El viajero y su sombra de Nietzsche, cualquier lector de Aleixandre comprueba esa corrosión que araña siempre por debajo o al lado de sus versos.

      Sólo la luna sospecha la verdad;

      O bien:

      No. No. Nunca. Jamás

      (...)

      No. Yo soy la sombra oscura

      (...)

      Pero si retornamos a Pasión de la tierra nos encontraremos con la vivencia de que pasión significa a la vez el desbordamiento del amor por la tierra o del amor en general, pero que también significa padecimiento o «pathos», o sea, la culminación de la tragedia: se padece en la tierra y la tierra nos padece (sin olvidar la paganización terrestre de la pasión de Cristo que obviamente subyacía en la mentalidad educativa de toda la España de la época). Incluso el hecho de haber elegido para este libro la arriesgada forma del poema en prosa connota también algo de lo que venimos diciendo: no sólo porque el poema en prosa remita necesariamente a algo prosaico, sino quizás porque de lo que se nos quiera hablar aquí sea, en efecto, de algo así como lo que Hegel llamaría la «prosa de la vida», la literalidad material de lo terrestre y de su contingencia. Esa contingencia que supone el paso o el peso del ser terreno y de la conciencia de estar siempre no sólo sobre la tierra, sino paralelamente, como incrustados en la sombra del «bajo tierra», o sea, enterrados en todos los sentidos. Podríamos decir así que Pasión de la tierra culmina su sombra en los Poemas de la consumación, a la vez que, de una manera inopinada, en los Diálogos del conocimiento, pues aquí esa conciencia de estar «enterrados» en cualquier sentido se mira con una pasión fría y deslumbrante, como si se pudieran mirar –y conocer– la vida y la muerte desde afuera (lo que supondría el verdadero y auténtico conocimiento).