de los diputados a los que no se pedía la abjuración.26 Así, una parte consistente de la clase política liberal pudo continuar pensando en términos de proyección ideal y ser todavía percibida como «revolucionaria» (incluida la derecha), aun apoyando a un gobierno cuya realidad política consistía en la congelación de las reformas. El Gobierno, en fin, presentándose como «partido» nacional progresista, hacía de la «transformación de las partes» un baluarte natural con el que fracturar la demanda de aceleración democrática proveniente del pueblo. En muchos aspectos, la de Depretis fue una obra maestra táctica y estratégica que ligaba los diputados al Gobierno, dejándoles, en el fondo de su herencia política ideal, la convicción de ser mejores y superiores al gris pero necesario ejecutivo de Depetris.27
Con el transformismo, el Parlamento comenzó a perder no sólo la aspiración de encarnar el papel de «educador» sino, sobre todo, en Italia como en otros sitios, el de legislador real. Aumentaba el porcentaje de proyectos de ley de iniciativa gubernamental mientras disminuía el de los proyectos liderados por los parlamentarios. En conjunto, entre 1861 y 1890, el ejecutivo presentó 3.499 proyectos de ley, mientras que los diputados se limitaron a 892 (el 25,5% del total). En el Senado fueron 333 frente a los 15 presentados por los senadores.
El transformismo, además, se había revelado, no por casualidad, como la fórmula política más eficaz para excluir definitivamente del horizonte político italiano toda posibilidad de una «última llamarada» democrático-radical. El acuerdo Depretis-Minghetti, de hecho, había enterrado formalmente la única alternativa real dentro del universo político liberal, la del Gobierno Cairoli-Zanardelli, que, entre 1878 y 1880, había jugado todas sus cartas para la recuperación de un proyecto político basado en la libertad y el garantismo.28 En este contexto los notables parlamentarios, tras haber rechazado la propuesta Carioli, llegaron a formular un primer proyecto parcial de nacionalización de las masas que, en la interpretación de Crispi, se convertiría en la primera aproximación orgánica de la clase política liberal a la cuestión de la democracia. Una aproximación drásticamente alternativa a la de Carioli y Zanardelli, centrada en la discrecionalidad autoritaria del hombre de Estado y la intensificación del instrumento administrativo con el fin de una modernización de la esfera pública. Un cortocircuito, activado por el incremento de los gastos públicos y el refuerzo del ejército para objetivos propios de una gran potencia, capaz de iniciar los procesos de nacionalización e integración de las clases populares prescindiendo de la cuestión de las libertades públicas, abandonadas, en el fondo, al inmovilismo, sujetas a la usura de la cultura discrecional de la «praxis». Es probable que Carioli y Zanardelli planteasen, al enfatizar el tema del garantismo, la cuestión de la hegemonía de la clase dirigente liberal sobre el arriesgado terreno de la aceptación, al menos parcial, del conflicto abierto con todos los actores políticos dispuestos a reconocer la legitimidad de la revolución del Risorgimento.29 Se trataba, en otras palabras, de afrontar el ya ineludible recorrido de legitimación del Estado liberal, valorizando y no suprimiendo, mediando o neutralizando, los mecanismos de politización del sistema.30
Un intento abocado al fracaso, en cuanto expresión de un liberalismo más avanzado en contradicción con las nuevas exigencias de la burguesía nacional, la cual, a partir de los años ochenta, empezó a desarrollar un sentimiento de inseguridad frente a las presiones democráticas existentes. Este sentimiento coincidió con las primeras veleidades expansionistas de importantes sectores de la propia burguesía, fatales para un gobierno como el de Cairoli que, también en política exterior, proponía la cauta tolerancia demostrada en política interna. No fue casualidad que la política italiana interna, el papel del soberano y de los círculos de la corte, la función del gobierno, el peso del ejército, el arraigo también en Italia de un nuevo modelo de derecho público, centrado en la administración más que en la «revolución liberal» y el gasto público, conocieran una rápida y excepcional intensificación precisamente en el terreno de la política exterior, es decir, tras la decisión de unirse a la Triple Alianza. Todas las incertidumbres sobre qué tipo de desarrollo y, por tanto, de legitimación política era más eficaz, se desvanecieron frente al ingreso «armado» de Italia en el grupo de las grandes potencias.
Desde el punto de vista de los intentos de legitimación del sistema, podemos por consiguiente destacar un continuum, brevemente interrumpido por el experimento Carioli-Zanardelli, que unió el proyecto jacobino-pedagógico de la derecha, el transformismo, el crispismo y el proyecto autoritario de final de siglo. Un continuum que, aún con resultados y objetivos diversos, encontraba su baricentro en la voluntad de ampliar las bases del Estado, y por tanto completar el proceso de nacionalización de los italianos, acentuando el factor administrativo y el papel del ejecutivo. Semejante perspectiva nunca había sido realmente discutida, ante la urgencia de hacer adaptar las exigencias de legitimación, nutridas con ansia por la clase política, y la cada vez mayor demanda de integración de las masas populares. Observada con atención, esta perspectiva confirma cómo la «pedagogía» liberal contenía en su interior, tanto la hipótesis «excéntrica» de la exaltación de las virtudes educativas del conflicto regulado, como la «armónica» de la prevención del conflicto mediante la «buena administración» y por tanto, la centralidad de la dirección política. Será este último el camino que intentará encauzar Crispi, conjugando el aspecto decisionista del antiguo «accionismo» garibaldino con la aspereza estatalista del hegelismo de la derecha.
El que fuera conspirador mazziniano se presentó como símbolo de una recuperación moral y política del país, puesta en práctica esencialmente a través de una progresiva extensión del margen legal de la autoridad estatal. En este sentido, pasión política, «jacobinismo» y cultura jurídica, aspectos destacados de la personalidad del estadista siciliano desde los tiempos de las aventuras garibaldinas, aparecían ahora, para las clases dirigentes nacionales, como las características ideales de un atajo a través del cual relanzar la iniciativa política del Estado, llegando así a una cauta y formalizada ampliación de las bases sociales de la vida pública, sin ceder a las perspectivas de democracia política apartadas en la sombra, también, por parte de algunos sectores del liberalismo más avanzado. A Depretis por tanto, sucedió un hombre que, fuerte gracias al amplísimo consenso inicial de la Cámara y del país, no traslucía ningún temor al transitar por la senda de una intensa actividad reformadora. El objetivo declarado era el de restituir fuerza al ejecutivo sin tener que incrementar los privilegios de la Corona («es necesario que el rey permanezca en la esfera sublime y serena en la que la Constitución lo ha situado»). Así, la mejor garantía de libertad para el gobierno sería, en teoría, una mayoría estable y homogénea, determinada sobre la base de las ideas y del programa. Consecuentemente, más que en la división de partidos en cuanto tal, Crispi, una vez en el gobierno, parecía interesado en una sólida mayoría que le garantizase una amplia libertad de maniobra. Para obtenerla, no obstante su formal aversión por el método Depretis, la vía más fácil seguía siendo apostar por la ya enraizada predisposición transformística del Parlamento, actuando para dislocar toda incipiente reagrupación de aquella oposición de tipo británico tan a menudo invocada por él mismo.
El transformismo, así, demostraba toda su ductilidad, preparándose para convertirse en el respaldo parlamentario a la «revolución administrativa» de Crispi, mientras permanecía intacta la exigencia de fondo, para una clase dirigente dotada de escasa legitimación, de perfilar un proyecto de neutralización del desafío político producido por las incesantes alteraciones de los equilibrios sociales. Semejante exigencia, como ya se ha señalado, era simbolizada por el rechazo liberal del partido entendido como instrumento de intervención política de una parte. Más adecuado al objetivo debió de parecer, para amplios sectores de la burguesía liberal, el control de aquel particular tipo de poder aparentemente neutro y «situacional» representado por el Estado y su administración. Se trató de una elección de grandísima relevancia en cuanto que permitió el comienzo de un peculiar proceso de «alienación de la política» entendido