frente a las instituciones que demostraban no estar a la altura de la herencia risorgimental. Un gobierno «fuertemente constituido» pondría freno a las descompuestas pretensiones de los «estómagos», fuesen éstos burgueses o plebeyos, incapaces de ir más allá de sus mezquinos intereses, bien representados, por otro lado, por las «alquimias parlamentarias» y por las conspiraciones que se organizaban en los recovecos del Montecitorio. El gobierno parlamentario, en cuanto tal, seguía siendo para el estadista siciliano una visión ideal pero inadecuada para Italia, país en construcción donde tal sistema no podía aún ser tomado «en consideración» pues «faltaban los hábitos de la libertad, la disciplina».36 Crispi había ofrecido una versión «romántica», centrada sobre su persona y por tanto difícilmente repetible, del primado de la nación. Su fama de patriota y de líder de la izquierda había permitido la legitimación política de una idea de nación hasta entonces solamente soñada por intelectuales y espíritus inquietos como Alfredo Oriani y sintéticamente elaborada, al inicio de 1893, por el constitucionalista Zanichelli en los términos de «ente eterno, por cuyo bien el pueblo, como conjunto inorgánico de individuos, debe sacrificarlo todo».
La multiplicación de los intereses en juego era percibida como un elemento de desintegración que Crispi, vista la escasa eficacia de los procesos de nacionalización de los distintos componentes de la burguesía italiana, pensaba poder detener llamando virtualmente a todos «a las armas». Un llamamiento que pretendía reunir a burgueses y plebeyos, enmarcados por jerarquía de conciencia patriótica, en torno al sagrado deber de transformar la entidad resultante en 1870 de la «destrucción de siete estados» en una respetada potencia europea.
Las cuestiones de reconstituciones de partidos, las luchas de cifras por el orden de los equilibrios, las promesas y palabras lisonjeras para la solución del problema social son –apuntó Crispi– argumentos hechos para engañar a la opinión pública. Ahora, ante estas trifulcas, es necesario contraponer los hechos y de los hechos el más lógico, el más serio, es el de la existencia nacional, la cual es puesta en peligro por los politicuchos de profesión (...). Ahora la base de la existencia nacional es la fuerza nacional (...).37
Acosado, en el territorio de la política interior, por las dificultades causadas por los escándalos financieros y la crisis económica, a Crispi sólo le quedaba la esperanza de poder sustituir el sistema transformístico de legitimación política, único intento parcial de mediación de los intereses regionales hasta entonces realizado, con la consagración de un guía carismático y desvinculado del Parlamento. Tal perspectiva, estrechamente ligada al plan colonial de refundar las bases de la legitimación con los grandes escenarios previstos en los altiplanos africanos, fracasó, determinando el fin de su proyecto político.
El período que se abrió tras la derrota de Adua representó, desde muchos puntos de vista, casi un ajuste de cuentas entre las dos distintas visiones constitucionales existentes. Se dio, en otras palabras, un intento de modificar la interpretación parlamentaria del Estatuto albertino, predominante desde los tiempos en los que Cavour era presidente del Consejo del Reino de Cerdeña. No es difícil imaginar, por tanto, cómo en aquellos años las contingentes, coyunturales, crisis políticas podían, frente a la intensificación de la cuestión social, comenzar a evolucionar y a adquirir un carácter particular, en mutación, implicando por parte de los grupos dirigentes en el gobierno una cada vez más acentuada tentación de crisis general cuyo objetivo consistía en la transformación más profunda de los caracteres hegemónicos de la vulgata constitucional dominante. Tal intento tuvo su momento culminante entre 1896 y 1900, en la convulsa fase más tarde definida como «crisis de fin de siglo».38 De hecho, Giustino Fortunato recordaba en su impetuoso análisis que
casi todos coinciden en afirmar que de este modo ya no se avanza, y si en los italianos la diligente gratitud por la Casa de Saboya es fuerte, no es menos cierto que «se espera de lo alto una excepcional energía»; es decir, en lenguaje llano, algo que se parezca a un «golpe de estado».39
Fue en esta fase, como es sabido, cuando algunos sectores de la clase política italiana, mostrando un creciente deseo de presencialismo político de la Corona, intentaron abiertamente desplazar el eje constitucional mediante una recuperación estatutaria de los poderes reales en la gestión del ejecutivo, evitando de este modo que la Cámara electa fuese, como dijera Sonnino a sus electores en 1897, «la única base de la autoridad política del Estado». Con la derrota de aquel proyecto, que tomó cuerpo sobre todo en los gobiernos presididos por Luigi Pelloux, se cerraba, en los umbrales del siglo XX, el más vistoso intento de gobierno del «orden» basado en la extrema y coherente aplicación de la tradicional visión de gestión del orden público, la que desde los tiempos de la derecha reivindicaba la exigencia de «prevenir para no reprimir». Para el general saboyano era efectivamente necesario «no sólo que con las leyes se pueda mantener el orden, si no que es necesario, y aún más, que las leyes sean de tal forma que el orden no pueda no ser mantenido».40 En este camino el consenso de los principales elementos políticos del liberalismo debía ser conquistado recurriendo a una buena dosis de ductilidad, en cuanto que, de repente, el problema no parecía ser el de los principios, sino el de la medida y el equilibrio. Prevaleció sin embargo en los ambientes de la corte, de la que el presidente del Consejo se había convertido en expresión a todos los efectos, la impaciencia por un ajuste de cuentas esperado desde la derrota de Adua. Escándalos bancarios y fracasos coloniales se consideraban, de hecho, las causas del incontrolable desbordamiento de un derrotismo insolente frente a las instituciones, que había acabado por amplificar la propaganda y el crecimiento de los partidos antisistema. Aquello que debía ser atacado en su raíz, por tanto, no era tanto el movimiento socialista como una «cultura de la libertad» considerada por los moderados el motor del desorden que se daba en el país. La inflexibilidad de la línea era así parte integrante del proyecto gubernamental, del cual Sonnino se convirtió paso a paso en mente política. La salida de escena de Pelloux y el eclipse de Sonnino no fueron sin embargo tan sólo la derrota de un plan político y de las esperanzas de revancha de la corte, sino que representaron la confirmación de que una parte consistente de la clase política, fortalecida por las nuevas corrientes democráticas presentes en el país, consideraba aún esencial proseguir por el camino de la mediación político-parlamentaria, con sus irrenunciables, aunque molestos, «apéndices» de la libertad de prensa y de asociación. Era ésta la dirección de un nuevo camino que parecía ya anunciado.
La larga fase que estaba a punto de nacer, bajo la dirección de Giovanni Giolitti, confirmó la centralidad de la Cámara como centro de compensación de intereses, y de la administración como instrumento de mediación entre éstos, restituyendo así a las crisis políticas su dimensión «coyuntural», es decir, esterilizándolas de toda perspectiva de abordar de frente la cuestión social y aquella, relacionada, de la fallida politización de la nación.
1 P. Colombo: Storia costituzionale della monarchia italiana, Roma-Bari, Laterza, 2001.
2 F. Cammarano: «Crisi politica e politica della crisi: Italia e Gran Bretagna 1880-1925», en P. Pombeni (dir.): Crisi, legittimazione, consenso, Bolonia, Il Mulino, 2003, pp. 81-131.
3 R. Bonfadini: «I partiti parlamentari in Europa», Nuova Antologia, 1894, p. 627.
4 A. Depretis: Discorsi parlamentari, Roma, 1891, vol. IV, p. 259.
5 F. Crispi: Discorsi parlamentari, Roma, 1915, vol. I, p. 451.