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las ha expuesto, discutido y, finalmente, contrastado con la valoración que del material y del curso hacen los estudiantes de forma anónima y cuando ya han sido calificados. Mi reconocimiento al método y proceso de valoración de Argumentos, que se tendría que generalizar a cualquier material pensado como material del alumnado.

      4. K. Matsuura: «Prefacio», en M. Goucha: La Filosofía. Una escuela de la libertad, París, UNESCO, 2011, p. IX.

      5. J. Dewey: ¿Cómo pensamos?, Barcelona, Paidós, 1989.

Image Introducción ¿Cómo se puede justificar una opinión o una acción?

      1. Bienvenidos a esta comunidad de personas razonadoras

      Parece sencillo. ¡Si desde que tenemos «uso de razón» –¿desde los ocho, diez, doce años…?– la estamos utilizando y desarrollando! Es el consejo y mandato que todos los profesores nos dan cuando no sabemos cómo resolver un problema: párate, piensa, razona. Seguro que tenéis una hermanita o un primo de cuatro o cinco años que no para de hacer preguntas a la vez tan sencillas y complicadas que son como el aguijón de un insecto que pica breve pero incesantemente. Recuerdo que hace algunos años mi cuñada me telefoneó a las once de la noche para que le respondiera a su hijo, que por aquella época tendría unos diez años, la pregunta que acababa de hacerle a ella con urgencia; pido que me pase la comunicación con mi sobrino, pensando que se trataría de alguna pregunta de historia o de lengua, cuando oigo al otro lado de la línea: «Tío, que qué es el infinito y qué es la eternidad». Sin comentarios. No me preguntéis qué le dije, porque ya no me acuerdo. Lo que sí sé que no hice es colgarle el teléfono, como tantas veces se hace al ignorar las preguntas de las personas que nos rodean o incluso al reprimir con el ruido y la prisa las que nosotros mismos nos hacemos. O como cuando algún profesor corta una cuestión porque considera que no tiene relación con el programa de su asignatura. Lo que posiblemente tampoco hice es darle una respuesta cerrada que, a modo de receta, le dictase lo que tenía que pensar y lo disuadiese de seguir haciéndolo. Yo no sé qué es la eternidad ni el infinito como puedo saber cómo se halla la hipotenusa de un triángulo rectángulo conociendo la longitud de sus catetos, o quién fue el autor de Cañas y barro. Y es que hay preguntas cuyas respuestas no se pueden encontrar en ninguna enciclopedia, pero que no por ello dejamos de hacérnoslas, porque vivir como seres humanos exige que continuamente nos hagamos preguntas sobre el sentido de lo que sabemos y hacemos y porque la pregunta supone ya un pensamiento crítico que sospecha que las cosas pueden ser de distinto modo que como aparecen o como nos las cuentan. No sé, pues, qué es la eternidad, pero me puedo embarcar en diálogo filosófico con el otro, en este caso con mi sobrino, para entre los dos aclarar algo más el sentido de la pregunta y, de acuerdo con la edad del interlocutor, descubrir los diferentes usos de esa palabra. Algo así era lo que hacía el filósofo griego Sócrates, quien consideraba que la labor del maestro era dialogar con el alumno para ayudarle a descubrir él mismo las respuestas a sus preguntas; y cuando el alumno creía que había llegado ya a un puerto seguro en el mar del conocimiento, entonces Sócrates le respondía con otra pregunta que lo despertaba del letargo al que se llega cuando se cree que se sabe algo de manera definitiva.

      Supongo que, con lo listos que sois, ya os estáis dando cuenta de que os estoy proponiendo implicaros en una actividad en la que el arte de hacer preguntas va a ser muy importante. Podríamos decir que vamos a practicar el juego del preguntarse, que no es un simple juego de preguntas y respuestas, sino la tarea de preguntarnos a nosotros mismos sobre el sentido de nuestra propia experiencia, que vamos adquiriendo en el esfuerzo que todos hacemos por constituirnos como humanos y vivir como tales. Y los humanos somos seres que construimos discursos y conocimientos para explicar los fenómenos naturales y sociales que nos rodean, organizamos sociedades y formas de convivencia porque no podemos vivir si no es en grupo, transformamos el medio natural y social para hacerlo más habitable –o no– y procuramos vivir en un mundo bello y justo –aunque muchos se esfuerzan en lo contrario–. Y para realizar todo esto necesitamos de la luz de las ideas, de las teorías, de los pensamientos, sin los cuales no podemos orientar nuestra acción. Y para que se enciendan estas luces necesitamos los interruptores de las preguntas, pero no solo de aquellas que pueden ser respondidas por las ciencias de la naturaleza o sociales, sino de las preguntas que van más allá de lo que el método científico puede responder, pero que no podemos dejar de hacérnoslas porque tienen que ver con las cuestiones que más nos afectan como seres humanos, pues son las que ponen en tela de juicio el sentido y los límites de lo que sabemos y hacemos. Estas son las preguntas filosóficas. Y si la ciencia se construye en comunidades de investigadores, estas preguntas deben plantearse y tratarse en el marco de comunidades de razonadores, donde los participantes se comprometen a intercambiar sus distintos puntos de vista con la intención de llegar a conclusiones razonables, en la medida de lo posible, o a enriquecer la propia visión de un problema en tanto que las opiniones de los demás merezcan ser tenidas en cuenta atendiendo a las razones presentadas.

      En suma, os estoy invitando a convertir el aula en que os encontráis en una comunidad de razonadores que se ejercitan para construir comunitariamente un pensamiento riguroso sobre cuestiones que tienen que ver con vuestras experiencias como seres humanos. Repitiendo el lema ilustrado de Kant, os exhorto a que tengáis el coraje de pensar críticamente, de pensar por vosotros mismos, y a que vuestros juicios sean pasados por el crisol del análisis riguroso y no sean meras repeticiones de lo que se emite continuamente por los altavoces de los medios de comunicación. Pero para pensar críticamente es necesario someter nuestras opiniones a los puntos de vista razonados de los que tienen algo que decir al respecto. Por eso, es conveniente que en este curso de filosofía que os propongo os ejercitéis en la escucha de las razones de vuestros compañeros y compañeras y os esforcéis por justificar vuestras propias opiniones con buenas razones y valorar las de los demás con criterios rigurosos. Para ello es muy importante que todos vosotros os esforcéis para que la clase se convierta en un espacio que os ayude a pensar, en donde todos podáis expresar libremente vuestras opiniones y, lo que es más importante, todos os ejercitéis en apoyarlas con las mejores razones. Más que lo que pensáis, interesa saber cómo justificáis vuestros puntos de vista.

      No existen reglas que nos permitan saber de un modo automático si una razón es buena o mala. Esto es algo que se debe ir consiguiendo mediante la práctica y en contextos de diálogo donde las diferentes razones que se exponen para apoyar una opinión son discutidas y evaluadas. Pero de un modo general, y siguiendo a M. Lipman, podemos decir que las buenas razones a) se basan en los hechos y, por ello, las razones que presenta un meteorólogo para predecir el tiempo son más plausibles que las de un astrólogo que predice lo que nos va a ocurrir dependiendo de nuestro signo del zodiaco; b) son relevantes para aquello que se quiere justificar o fundamentar, por lo tanto, parece más razonable votar a un candidato para delegado de curso en función de su programa de acción que por su belleza física, y c) tratan de hacer más plausible aquello que defendemos o que hemos hecho, así, seguro que el profesor considerará razonable vuestra falta de puntualidad a su clase si esta se debe a que habéis tenido que socorrer a un accidentado de camino al instituto.

      Resumiendo, el objetivo más importante de este curso es que el aula se convierta en un laboratorio de racionalidad, donde todos nos esforcemos por buscar cooperativamente las creencias mejor justificadas en un ambiente de sinceridad, donde las pretensiones de validez de nuestras emisiones se apoyen en buenas razones y no en relaciones de poder. Si nos queremos educar como ciudadanos capaces de participar crítica y activamente en una sociedad democrática, no delegando las cuestiones políticas fundamentales en manos de expertos gestores, es necesario que todos nos esforcemos para que la escuela y el aula se conviertan en una comunidad de razonadores en la que la tolerancia, la comprensión del punto de vista de los demás y la responsabilidad solidaria por ejercitar y buscar los hábitos y criterios de reflexión sean llevados a la práctica. Si estáis de acuerdo con este planteamiento, bienvenido a nuestra comunidad de razonadores, que, como veis, no es algo cuyo logro dependa solo del esfuerzo de vuestro profesor;