Jesús Purroy

Todo lo que hay que saber para saberlo todo


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la razón te permiten hacerte una idea del mundo, de cómo funciona y de qué consecuencias cabe esperar de ciertas causas. Otras creencias también forman marcos de refe-rencia, más o menos paralelos. Hay gente que ve el mundo principalmente como barcelonista, vegetariano o anarquista, por ejemplo, y ordena la información que le llega según estos criterios. Pero el marco de referencia más fuerte que conozco es la religión. Como el choque razón/religión es un tema habitual siempre que se trata de la importancia de la razón, es interesante hablar de esto con un poco de calma.

      Las creencias irracionales no deberían dificultar el pensamien-to racional: hay científicos barcelonistas, vegetarianos y anarquistas, y si no fuese porque en algún momento han hecho comentarios reveladores, nadie sabría nada sobre esa faceta de sus personalidades. Cuando se trata de obtener conocimiento fiable todo el mundo intenta aparcar las creencias irracionales durante un rato.

      La única excepción, la única creencia irracional que nadie deja de lado temporalmente en ningún caso es la religión. A veces esto puede interferir con el conocimiento, y por eso hablamos de ella aquí.

      El sentimiento religioso ha tenido un papel fundamental para hacer el mundo que conocemos, y para mucha gente es la referencia básica que da sentido a todo lo demás. A parte del vínculo de pertenencia a una comunidad (el religare de los romanos), la religión da explicaciones a las cosas que pasan, ayuda a relativizar hechos como la muerte y, generalmente, promete a los creyentes alguna cosa mejor al final de sus vidas de sufrimiento. Suele ser un fenómeno cultural, que se transmite eficazmente de padres a hijos. Al paleontólogo Stephen Jay Gould, un judío ateo, le gustaba decir que la ciencia y la religión tienen magisterios que no se solapan: se ocupan de aspectos diferentes de la vida humana y, donde está una, no puede estar la otra. La religión no puede decir nada sobre los fenómenos naturales, como la formación de los planetas o la evolución de la vida en la tierra, y la ciencia no puede decir nada sobre la inmortalidad del alma o la reencarnación.

      Visto así, parece que no tendría que haber problemas: con almas inmortales o sin ellas, las personas que miran por telescopios y microscopios ven las mismas cosas y han de llegar a las mismas conclusio-nes. Pero, en la práctica, las interferencias son muchas y variadas. No sólo en casos obvios, como el análisis de la sábana de Turín, sino también en la actitud de las personas ante el conocimiento, la manera como se obtiene y qué tipo de conocimiento vale la pena obtener.

      No es ningún secreto que las jerarquías eclesiásticas tienen ideas sobre qué campos de investigación son practicables y cuáles están prohibidos. Cada religión tiene sus peculiaridades, y no hay unanimidad entre ellas sobre qué saberes deberían estar prohibidos, pero todas marcan límites. En el mundo cristiano se predica contra la investigación con células madre, mientras que este tema causa indiferencia en el judaísmo o el islam. El islam no prohíbe explícitamente la investigación en ningún campo de las ciencias naturales pero, por razones que veremos en el último capítulo (y que tienen más que ver con la política que con la religión), la práctica de las ciencias a menudo es difícil. Como suele pasar, los extremos se tocan: una exposición sobre la evolución en el museo de historia natural de Teherán acababa con unos versos en alabanza de Alá y un póster sobre la creación del mundo impreso en Texas, editado por una organización cristiana.

      En el día a día, la gente aprende a hacer compartimentos con sus creencias. Durante mi paso por laboratorios de tres países, en Europa y Estados Unidos, he trabajado con practicantes de todas las religiones mayoritarias, algunas de las minoritarias y un número indeterminado de agnósticos y ateos. Entre los cristianos y los judíos he conocido muchos como yo, que soy «ateo culturalmente católico»: me han educado en la doctrina cristiana y aprecio las tradiciones cul-turales que se derivan de ella, pero no creo en los textos sagrados ni sigo sus preceptos. Entre los científicos musulmanes y los hindúes no he encontrado este distanciamiento, quizás porque estas religiones ejercen una influencia más poderosa que el cristianismo o el judaísmo en las vidas cotidianas de sus fieles. Mi desinformada opinión es que esto es así porque no han pasado por un período histórico como nuestra Ilustración y sus sacerdotes no han tenido que ceder terreno ante las explicaciones racionales de cómo funciona el mundo.

      No deja de sorprenderme que alguien pueda pasar de la credulidad absoluta en las cartas astrales a la racionalidad más aguda discutiendo resultados de laboratorio, pero la mente humana tiene esta capacidad. He conocido a estudiantes de medicina brillantes que dudaban de la veracidad de la teoría de la evolución. También he conocido a ateos que se hacían tirar las cartas. Rituales, amuletos y plegarias conviven en los laboratorios con las prácticas científicas más rigurosas. El hecho de que personas de religiones diferentes, o de ninguna religión, trabajen juntas es una demostración de cómo la religión no tiene ningún efecto sobre el conocimiento que se produce en los laboratorios. La influencia de la religión sobre las leyes que se hacen en los parlamentos es indudable y, mientras la religión sea la fuente principal de valores éticos, será inevitable. Su influencia sobre las leyes científicas es nula, o dejarían de ser leyes científicas.

      Hoy en día las relaciones entre ciencia y religión presentan formas diferentes, desde la coexistencia pacífica de Gould hasta la confrontación frontal de Richard Dawkins o Daniel Dennett (que definen la religión como una enfermedad mental), pasando por la racionalización menos agresiva de Dean Hamer y Edward Wilson (que dicen que la religión es un producto secundario de la evolución humana).

      Como anécdota sin ningún valor, vale la pena destacar que algunos de los científicos más influyentes de la historia fueron religiosos. Copérnico, además de astrónomo y médico, fue canónigo y quizás sacerdote. Mendel fue monje agustino, y describió las leyes elementales de la genética cultivando guisantes en el jardín del monasterio. Darwin estudió teología, pero un viaje alrededor del mundo truncó su objetivo de convertirse en pastor anglicano.

      Recientemente, unos cuantos científicos prestigiosos han escrito libros en que intentan explicar cómo han reconciliado la fe religiosa con el espíritu científico, y queda a criterio de los lectores aceptar o rechazar sus argumentos. En cualquier caso, a ellos les han servido.

      Algunos han intentado unir la ciencia y la religión demasiado estrechamente, con un éxito discutible. Es el caso de Pierre Teilhard de Chardin, un monje jesuita que a principios del siglo xx racionalizó la intervención divina en la evolución. Dios puso en marcha el mundo e impulsó la evolución de manera que algún día desembocará en él. En su libro El fenómeno humano, Dios es llamado «punto Omega», para dar aires de universalidad a una idea que, esencialmente, es católica. Teilhard de Chardin ha servido a muchos científicos católi-cos de muleta para aceptar la evolución, al menos hasta que Juan Pablo II envió una carta a la Academia Pontificia de la Ciencia, en la que admitía explícitamente que la evolución es un hecho.

      El cristianismo y la ciencia tienen una larga historia de conflictos y peleas. Los científicos cristianos han combinado como han podido estos dos sistemas de creencias, pero no se prevé un momento en que las posiciones se acerquen lo suficiente como para declarar una paz definitiva.

      El judaísmo ha interferido menos visiblemente en el progreso científico. Como indicador tenemos la gran proporción de premios Nobel que han ganado científicos judíos, teniendo en cuenta su número reducido en el total de la población mundial.

      El islam truncó una fecunda producción científica en la Edad Media y sólo ahora empieza a recuperar el terreno perdido, con la reciente creación de academias científicas independientes que agrupan a países del Golfo Pérsico.

      Por otro lado, las religiones orientales tienen mucha menos carga autoritaria, especialmente para los occidentales que no se ven obligados a seguir las tradiciones culturales que éstas llevan asociadas. Estas versiones aguadas del budismo, el hinduismo y otras religiones orientales ya forman parte de las costumbres de nuestra sociedad: se ofrecen cursos de tai-chi y meditación trascendental en cualquier parte, incluidas algunas universidades.

      La invasión definitiva del misticismo oriental en la cultura occidental se inició con los hippies y la contracultura de los sesenta e, inevitablemente, afectó a la ciencia. En 1975 el físico Fritjof Capra escribió un libro que tuvo mucho éxito: El tao de la física. En este libro presentaba