Anne-Marie Pelletier

Una Iglesia de mujeres y varones


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declaraciones de intenciones benévolas y elogiosas.

      a) «Humanae vitae» (1968)

      Como se sabe, esta encíclica constituye un punto de polémica mayor, aunque su incandescencia se debilite hoy en las sociedades, que requieren constantemente de nuevos debates bioéticos, cuyos retos son cada vez más extremos. Probablemente sea necesario revisar un día la historia de este texto, que firmó en muchos casos el divorcio de las mujeres con la Iglesia.

      En mitad de las efervescencias del año 1968, la publicación del documento romano legislando sobre la contracepción produjo un terremoto. Afectaba ante todo a las mujeres católicas, pero simultáneamente pillaba a contrapié la evolución cuyos beneficios estaba sacando ya el conjunto de las mujeres. Ocho meses antes, en Francia se había aprobado la ley Neuwirth, que autorizaba la contracepción. La batalla había sido áspera. El general De Gaulle, recordémoslo, poco sospechoso de laxismo moral, había accedido finalmente a la revisión de la ley de 1920 que, poco después de la Primera Guerra Mundial, había prohibido la contracepción. De repente, las parejas católicas eran conminadas a excluirse de esa libertad oficialmente abierta, al prohibirse toda práctica anticonceptiva aduciendo que la contracepción, por volver «los actos conyugales intencionalmente infecundos» (HV 15), contravendría el principio sostenido por la Iglesia de que «cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (HV 11). El debate se inflamó y ya no iba a parar. Salvo allí donde las mujeres, desanimadas, decidieron tomar distancias silenciosamente. La actitud de las disidentes manifestaba, por otra parte, menos una voluntad rebelde que la convicción –de conciencia– de que el bien, en esa materia, no podía formularse en la indiferencia para con sus vidas y sus aspiraciones. Y menos aún en contra de lo que cada una, en su singularidad de pareja, percibía como posible y deseable. Se estaba, por tanto, muy lejos de una opción por el desenfreno que sus adversarios asociaban a la contracepción; probablemente, más cerca del ejercicio de lo que la Iglesia llamaba el sensus fidei. No obstante, como objeto de una creciente focalización, la adhesión a la Humanae vitae se iba convirtiendo en criterio de fidelidad a la Iglesia, al mismo nivel que un artículo del Credo.

      Todavía hoy, cincuenta años más tarde, la cuestión resurge, aunque muy sectorialmente, bajo una forma polémica casi sin cambios, confluyendo con el proceso de la conciencia subjetiva contra la ley moral de la Iglesia que recupera la afirmación de la contracepción como desorden... ¡que expone a la condenación! No es cuestión de añadir aquí las medidas suplementarias a este penoso debate, en el que algunos hacen de la llamada dirigida los cristianos a ser «signo de contradicción» la objeción final a las objeciones a la encíclica. Una manera problemática de aplastar las complejidades del tema.

      Sin tener en cuenta el debate sobre los fundamentos antropológicos de la argumentación –en especial, el modo en que el texto comprende y opone «naturaleza» y artificialidad–, atengámonos a una sola observación. Atañe a un hecho tan masivo que ciega la mirada y permanece, en consecuencia, ignorado: ¡la ausencia de las mujeres –entendamos de su palabra y, por tanto, de su experiencia y, en consecuencia de su memoria carnal– en la elaboración y en la toma de decisión final de un texto cuya primera incidencia afecta a su cuerpo, a su relación con la vida y, claro está, a su relación con lo masculino! La encíclica solo podía resonar como una nueva ocurrencia de una autoridad masculina que, en todas partes, se dedica a controlar la sexualidad de las mujeres. Es ciertamente la cuestión de esta dominación lo que debía constituir, por otro lado, el ápice del discurso de Simone Weil cuando defendió en 1974 ante la Asamblea Nacional francesa no el aborto, sino a las mujeres que habían recurrido a él.

      Porque –y hay que atreverse a decirlo– lo que está en juego es toda una memoria femenina profundamente grabada en su mente: la de una larga historia asediada por el miedo, hecha de sumisión a un destino en el que la imposición de embarazos repetidos alienó la vida de generaciones de mujeres, haciendo, además, que, hasta el siglo XIX, dar vida a otro expusiera a perder la propia 10. Memoria de una inexorable sujeción del cuerpo de las mujeres a la sexualidad masculina. Memoria parasitada por la violencia y la humillación, y que hace que los eslóganes de un feminismo en rebelión, que proclama de manera algo simple: «Mi cuerpo me pertenece», no sean sino el reverso de la afirmación tácita de que el cuerpo de las mujeres tendría que estar a disposición de los varones. Imposible callar, por lo demás, lo que fue en países cristianos y durante siglos una obstetricia indigna, indiferente al sufrimiento de las parturientas y a la que se añadía –colmo de la perversión– la justificación pseudoteológica de la necesidad de dar a luz en el dolor, puesto que tal sería la voluntad divina expresada en Gn 3. Divagaciones de lecturas fundamentalistas, siempre prestas a resurgir. En el mismo sentido, no se olvidará, aunque puedan parecer hoy extravagantes, las reticencias de la autoridad eclesial cuando los progresos de la medicina permitieron en el siglo último aliviar al parto de su lote de dolores.

      Así es esa memoria del cuerpo femenino –que sigue siendo la experiencia de millones de mujeres por todo el mundo– y que la aparición de una contracepción eficaz permitiría superar de golpe. No se disentirá de que este hecho trastoca profundamente equilibrios ancestrales e introduce perturbaciones allí donde existía la comodidad del conformismo. Pero ¿tendríamos que zafarnos del esfuerzo de inventar nuevas maneras de encontrarse varones y mujeres, de asumir la responsabilidad de transmitir la vida que nos atraviesa y nos obliga? En cualquier caso, la gravedad de estos problemas y simplemente su misma naturaleza exigen que la palabra de las mujeres pueda dejarse escuchar y ser reconocida en ellos, en lugar de ser confiscada por la de los varones, para colmo, célibes.

      Añadamos que un día necesitaremos encontrar el medio de recontextualizar Humanae vitae en su tiempo inicial y en nuestro tiempo, lo que implicará escuchar por fin a las mujeres sobre el tema, al menos igual que a los varones. Recontextualizar el texto en su tiempo: porque la manera de tratar en ella la contracepción no deja de tener relación evidente con las políticas de control demográfico y de eugenismo que se practicaban en el mundo en los años sesenta del siglo pasado, en particular en China y la India, de modo insoportablemente liberticida y cuyas primeras víctimas eran las mujeres. Recontextualización igualmente en nuestro tiempo: la perspectiva del tiempo permite manifiestamente medir lo que comporta de amenaza de deshumanización la disyunción creciente de la sexualidad y la procreación, denunciada con vigor por el texto magisterial. En este sentido, este debe poder ejercer, sin duda, su capacidad de interrogar nuestras prácticas. Hay que añadir que la actualidad de Humanae vitae es también, de forma inesperada, la resonancia que el texto recibe de mujeres que se declaran hoy cada vez más preocupadas por una práctica más «ecológica» de la relación con su cuerpo, al que consideran haber agredido durante un tiempo largo y excesivo con una contracepción química. Lo que no implica, sin embargo, la renuncia a una contracepción eficaz. Porque está claro que este giro de comportamiento no debe nada –salvo marginalmente– a una atención que se le habría prestado de repente a la palabra del magisterio de la Iglesia. El recurso a la contracepción es irreversible. Lo que está en debate concierne a los medios. Pero, en este punto, la Iglesia podría desempeñar un papel esencial. No en forma de una consigna esgrimida como ley irrefutable, sino promoviendo una paternidad/maternidad capaz de discernimiento y responsabilidad, de modo especial en un mundo en el que los ofrecimientos de la ciencia en materia de procreación plantean problemas éticos crecientes.

      De todos modos, la cita con la Iglesia falló en 1968. Y el foso no dejó de agrandarse mientras resonaba un discurso magisterial insistente apoyado –por no llamarlo penosamente indiscreto– en la vida de las parejas sobre la contracepción y una sexualidad que ya desde entonces se declinaba abiertamente en plural en nuestras culturas. Las mujeres experimentaron la amargura de su palabra confiscada y de su vida ignorada en virtud de grandes principios, algunos de los cuales eran indiscutiblemente sanos. Nadie percibió por entonces que la Iglesia podía educar en la responsabilidad personal y atreverse a generar confianza al esforzarse por iluminar las conciencias, antes de saber retirarse discretamente, como, por otra parte, invita a hacerlo ahora el papa Francisco cuando designa otras realidades en las que la misión espera a los cristianos. Esto no excluye, sin duda, un compromiso activo en los temibles debates antropológicos y bioéticos que se abren continuamente en nuestra actualidad y en los cuales