Anne-Marie Pelletier

Una Iglesia de mujeres y varones


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de la tradición y exhibir la indecencia de estereotipos machistas vehiculados por las culturas y las religiones. Aunque las perspectivas de transformación son todavía muy diferentes a lo largo del mundo, aunque las violencias del patriarcalismo siguen causando estragos, aunque las adquisiciones están amenazadas de regresión, el hecho tiene amplitud mundial. Por ejemplo, ¿quién habría imaginado tan solo hace unos decenios que una violación colectiva en un autobús de Nueva Delhi, en diciembre de 2012, franquearía el perímetro de un hecho local, rompería la capa de cemento de la indiferencia de la sociedad india y levantaría una ola de reprobación hasta ser la portada de los periódicos del mundo? ¿Quién pudo imaginar, igualmente, que la paquistaní Malala, tras haber sido rescatada de una tentativa de asesinato por parte de los talibanes, tomara la palabra en la tribuna de la ONU en 2010 para hacer un alegato a favor de la causa de las mujeres del mundo que sufren la violencia de los varones? Y es conocida la amplitud mundial alcanzada por hashtags como #MeToo desde finales de 2017. La novedad positiva, cargada de expectativas, que se expresa con todo esto es, en primer lugar, el derrumbe de un inmemorial desorden antropológico y social, disimulado hasta ahora bajo el velo de la tradición, del silencio y de la hipocresía. Este tiempo juzgado como malo encuentra, pues, el medio de arrojar algo de verdad en un importante espacio de la vida de la humanidad, previo a los cambios con los que se tendría que alegrar la conciencia cristiana.

      Con toda evidencia, también semejante evolución determina una crisis: el orden de ayer vacila a partir del momento en que se saca a la luz la parte de desorden que lo organizaba. Ya no se puede ignorar que el espacio dado a las mujeres es una pieza maestra del orden simbólico y de las prácticas que organizan una sociedad. Es más que sabido que el mundo cambia y que la sociedad entera se libera y crece cuando la demografía deja de ser ciega, cuando las mujeres no son ya asignadas a la función de generadoras, acceden a la educación y comienzan a estar igualadas con los varones. Igualmente –adaptándonos específicamente a nuestras sociedades occidentales–, existe una clara correlación entre la historia presente de la emancipación de las mujeres y las reacomodaciones antropológicas radicales referentes a la percepción de las identidades sexuales, las modalidades de la procreación y las definiciones de la filiación. Las conmociones que afectan hoy a la familia están evidentemente vinculadas con los derechos reconocidos a las mujeres en paridad con los de los varones.

      Sería irresponsable negar los riesgos que incorporan las novedades del tiempo, los peligros que acompañan hoy a trivializar la pérdida de los lazos [déliaison], la fragilización de las familias, la separación creciente entre sexualidad y procreación, el rechazo ideológico de la diferencia sexual, la procreación médicamente asistida, que instala en la negación de lo real (como por ejemplo, el hecho de que una pareja heterosexual no tenga la misma relación con la fecundidad que una pareja homosexual...). Las manipulaciones de lo humano, que se trivializan sencillamente con una práctica sistemática de diagnóstico prenatal, tienden insidiosamente hacia el eugenismo. Por no decir nada de la «gestación subrogada», enorme superchería ética –¡un gesto altruista!– que se debe denunciar y combatir –ante todo por las mujeres– como práctica infamante y degradante.

      No obstante, la cuestión es saber si, ante estas realidades tan grávidas de amenazas, la resistencia puede atenerse a la denigración polémica que fulmina este tiempo como el de la perdición. Con la segunda intención, que se deja oír ocasionalmente, de que tanto hoy como en el origen el mal encontraría sus cómplices en las mujeres transgresoras y rebeldes. ¿No se deja oír en ocasiones y con verdadera indecencia la emancipación de las mujeres como símbolo de las causas del declive de la Iglesia católica? Hasta el punto de hacer urgente la protesta del papa Francisco en una de sus catequesis en abril de 2015: «¡Eso es falso, no es verdad! Es una forma de machismo» 15.

      Y, para colmo, el propósito de los detractores de la emancipación de las mujeres resulta ser terriblemente incoherente, porque deja entender que la Iglesia es partidaria de un orden que implica que las mujeres existen en condición de menores y, por tanto, es vulnerable a una nueva organización de los sexos. Si se llegara a verificar la colusión de lo teológico con una antropología no igualitaria, entonces la idea de que la Iglesia es una concreción ideológica entre otras, que reposa sobre representaciones e intereses simplemente humanos, encontraría nuevos argumentos.

      Todo el problema de nuestras sociedades consiste en realidad en velar para que el cuestionamiento del desorden anterior no desemboque en nuevas formas de desorden, por saber qué asunto tan delicado es la relación de varones y mujeres, expuesto a toda clase de desviaciones. Dicho de otra manera, ahí, y en grado eminente, el tiempo actual invita a un trabajo de discernimiento abierto al reconocimiento de lo mejor, identificando a la vez las resistencias a eso mejor y las tentaciones que lo harían derivar –de otra forma, pero de nuevo– hacia escenarios de dominación que bloquearían un encuentro real. Cristianos formados en la parábola evangélica del campo lleno de trigo y cizaña deberían poder acceder a esa clarividencia y hacerla provechosa para los demás. Añadamos que la misma parábola debería ayudar a superar la impaciencia de aquellos –hombres y mujeres– que quedan desolados por los estancamientos que se evocaban más arriba. Porque la historia de la Iglesia católica, desde los últimos decenios del siglo XX, ha aportado la prueba de su capacidad para pensar y vivir de forma nueva la relación con el otro. ¿Un indicio inesperado y decisivo? La manera en que, en su frontera con el exterior, la Iglesia ha empezado a negociar por fin su relación con su fuente, es decir, el misterio de Israel, ese otro trágicamente excluido, combatido, físicamente anulado y teológicamente ignorado durante veinte siglos de cristianismo, a pesar de las decisivas palabras de Pablo sobre el tema en su carta a los Romanos. Pero eso es otra historia. A menos que –bajo el prisma de una inteligencia cristiana– el problema de la relación con el otro sea claramente el reto común de la relación entre varones y mujeres y de la relación de Israel y las naciones, tal como lo sugirió el P. Fessard, gran voz jesuita, en una larga indagación sobre la historia del mundo 16.

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